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domingo, 30 de junio de 2013

Presente o alma


¿Presente o alma?
 El pasado es la porción de tiempo comprendida entre el presente y su eternidad anterior. El futuro es la porción de tiempo comprendida entre el presente y su eternidad posterior. El presente es un eslabón real, atemporal e insustancial que los une, comprendido entre el eterno pasado y el eterno futuro. No es medible. Es ahora. Es ya. Pero no terminamos de decirlo, siquiera pensarlo y ya es pasado, y lo que era futuro es ya presente que, a su vez, ya ha dejado de serlo. Y así, eternamente.
           El pasado es un recuerdo temporal, distorsionado, mutilado por el cerebro, es un ente abstracto e inexistente como tal. Sólo existe en el presente cuando somos capaces de rememorarlo.
 El futuro es una entidad carente de sustancia, no de tiempo: no será jamás como tal, pero está ahí, esperando desleírse. Es una mera esperanza, una utopía, una quimera. Sólo se puede prever; prepararnos para que cuando se confunda con el presente no nos sorprenda y disipe nuestra incertidumbre. Cuando el futuro llega ya forma parte del pasado, aunque quizás nunca llegue y se convierta en nada, (“...no poder darles la significación de un porvenir humano/ ni a las rosas ni a las otras cosas, que eran de suyo una promesa… Rainer Mª Rilke)
Al igual que ocurre con el pasado y el futuro, el presente también es una entidad perpetua. Como temporalidad es inexistente, si acaso una percepción dada la continuidad de la conciencia. Pero el presente no deja de ser por perder la conciencia, ¿no existe, acaso, el presente para el que duerme, o para el que está en coma? El presente no resulta alterado en absoluto, sino que continúa incluso en las carencias de conciencia individual. Y, si continúa estando presente en fases de pérdida temporal de conciencia, ¿por qué no cuando la conciencia se ha perdido definitivamente?
 Ahora la pregunta que subyace es si el presente tiene fecha de caducidad. No, necesariamente (respétese la coma). Aunque el futuro no llegue, el presente sigue existiendo. Aunque desapareciera todo el universo conocido, seguiría habiendo presente. Alguien podrá argüir que en el absolutismo de la “nada” no puede residir el presente, puesto que ésta, por no admitir, no admite ni siquiera el tiempo. Pero, estamos de acuerdo en que el presente es atemporal: no contiene tiempo, no es medible. ¿Qué contiene el presente? Nada, entonces puede formar parte de ésta.
La eternidad es un concepto con ciertas connotaciones espirituales y religiosas, quizás deberíamos darle un cariz más científico y llamarle “infinito” de manera que se pueda trabajar con él desde una perspectiva más práctica, por cuanto el presente se mantendría latente incluso en la desaparición del universo conocido.
¿Qué ocurre con el presente humano, el subjetivo: nuestro presente? Todos acordaremos rápidamente que no es eterno ni infinito. La explicación es muy fácil: con la muerte se acaba el presente.
 Puede que así sea, pero permitámonos la libertad de observarlo desde el punto de vista expuesto más arriba. Aceptemos que pasamos la vida sobre un espacio temporal: el pasado es un recuerdo (mesurable), el futuro una expectativa (mesurable) y el atemporal presente es la realidad (no mesurable). Se puede afirmar tener cuarenta años: todos son pasado, no existen. Se puede tomar la decisión de salir de viaje en tres semanas. En ningún caso se tiene la total seguridad de que esto ocurra. En cambio el presente sigue existiendo. Se puede decir “he vivido tanto”, pero nunca “estoy viviendo tanto”. Si no puedo especificar lo que estoy viviendo, igualmente resultará imposible determinar lo que no vivo. ¿Cambiará la esencia del presente al conjugar estas razones? entiendo que no.
  Ya tuvimos contacto con el presente en la “no vida” durante la eternidad anterior al nacimiento. De ella no podemos precisar nada. Pero, dado que la eternidad es un círculo interminable, en el momento en que  nacemos  no se altera el círculo eterno, sino que tomamos consciencia de la existencia del presente. Al morir, el presente continuará impasible aunque perdamos nuevamente la conciencia.
El presente no nace con la vida ni se extingue con la muerte. Lo inmaterial no es mortal. El presente es un eslabón que une la eternidad pasada a la eternidad futura que es la misma. Si la visualizamos entera, veremos el círculo que forma la única eternidad existente, que no tiene ni principio ni fin, tal como le ocurre al presente. Este instante que resbala entre los dedos como un puñado de agua, inasible como el aire, es eterno, esté o no nuestro cerebro en condiciones de percibirlo.
¿Qué será de nuestro presente después de la muerte? Puede que después de la muerte, el presente siga el camino determinado por la verdad “absoluta” de alguna de las religiones existentes, si es que son tales verdades. Pero lo más seguro, dado que hay tantas, es que ninguna sea cierta. Lo que hará el presente, por tanto, es seguir por la misma línea de eternidad azarosa que ya siguió antes de nuestro nacimiento.
¿Puede darse, en un mundo infinito, la repetición de las circunstancias que nos llevaron a la vida? ¿Puede nuestro presente, vagando por la nada, pero siguiendo su línea única de eternidad, volver a ser el eslabón inmaterial que una un mismo pasado y un mismo futuro? Nietzsche lo planteó, aunque con el aburrimiento inherente a la imposibilidad de cambiar nada en las nuevas vidas. Pero asombrosamente tenía razón, pueden repetirse las circunstancias que llevaron nuestro “yo” a la vida. La eternidad es una línea con un principio y un final que se unen, por lo tanto la hacen interminable. El infinito es una infinidad de eternidades, una infinidad de tiempos, de espacios, de todas las posibilidades. Es nuestra vida y todas las parecidas a la nuestra, desde la disparidad del más insignificante detalle hasta la más asombrosa de las diferencias.
Claro que se podrá repetir el momento, el tiempo. Las circunstancias pueden llegar a ser las mismas. El infinito está lleno de infinitos momentos, por tanto cualquiera puede repetirse. Existe la posibilidad de repetir la misma vida, no una, sino infinitas veces como decía Nietzsche. Pero eso sí, siempre la misma, o parecida, o menos parecida lo que la hará diferente, porque habrá infinitas vidas por repetir, como había infinitos libros por leer en “La biblioteca de Babel” de Borges, de los cuales algunos sólo se diferenciaban por una coma. En cualquier caso, nunca tendremos consciencia o percepción de déjà vu.
El infinito está lleno de infinitas dimensiones, de infinitos universos, de infinitas demostraciones matemáticas. La eternidad digamos que es un infinito de una dimensión: no tiene principio y no tiene final, pero circula sobre una línea, sobre un camino perenne. El infinito está compuesto, entre todas las infinidades, de la infinidad de eternidades.
Entonces, ¿qué hace nuestro presente después de la muerte? Seguir existiendo eternamente, sin estar vinculado a un cerebro activo o a una vida (o como quiera llamársele). Permanecer en la nada, puesto que es nada, siguiendo su línea eterna, junto con infinitos presentes, cada uno sobre su imperecedero camino, vagando en un espacio atemporal, inexistente para nuestra imaginación, pero real dentro del misterio del porqué el ser en lugar de la nada.
Los presentes no “esperan” nada puesto que no son tiempo. Los presentes humanos, junto con los de las rocas, los de los animales, los de las galaxias, los de las energías, los de los átomos de agua, los de todos y cada uno de los entes universales, son la sustancia eterna de la realidad, el embrión para un nuevo renacer universal si fuera requerido. El presente no es otra cosa que el alma. No sólo la de los mortales, sino la de todo ente, puesto que todos, reales o abstractos, tienen su presente, y éste, dentro de un universo infinito, tiene la propiedad de repetirse infinitas veces. ¿Puede ser eso la vida eterna?
¿Y qué ganamos nosotros con que las cosas sean así? Exactamente lo mismo que si fueran de otro modo.
 
Colau

martes, 25 de junio de 2013

Providencia o fatalidad

¿Providencia o fatalidad?
Destino es la fuerza desconocida que se cree obra sobre los hombres y los sucesos” (RAE). ¿Significa esto que no disponemos de la libertad de decidir sobre nuestros actos? Parece, en efecto, que ésta es la interpretación más plausible. La capacidad de decidir por uno mismo se ha dado en llamar “libre albedrío”, y puede explicarse o rebatirse desde puntos de vista filosóficos, religiosos o meramente físicos.
 “Todo lo que nace proviene necesariamente de una causa; pues sin causa, nada puede tener origen” (Platón). El “principio de causalidad” parte del hecho de que todo suceso se origina por una causa, origen o principio. Para que un suceso A sea la causa de un suceso B se tienen que cumplir tres condiciones: que A suceda antes que B, que siempre que suceda A suceda B y que A y B estén próximos en el espacio y en el tiempo. El sujeto, tras varias observaciones, llega a generalizar que, puesto que hasta ahora siempre que ocurrió A se ha dado B, en el futuro ocurrirá lo mismo. Esto nos lleva al “determinismo”. “Determinismo” es otro nombre del azar, de tal modo que el futuro se encontraría por completo inscrito en el presente, de la misma manera que el presente resultaría necesariamente del pasado. “El determinismo no debe confundirse con la idea de una previsión posible: un fenómeno puede estar íntegramente determinado sin dejar de ser perfectamente imprevisible (es el principio de los juegos de azar y sistemas caóticos). El tiempo que hará dentro de seis meses no está escrito en ninguna parte: no está ya determinado; aunque lo estará dentro de seis meses. Por eso, el determinismo no es un fatalismo: no excluye ni el azar ni la eficacia de la acción. Al contrario, permite pensarlos.” (André Comté-Sponville). En definitiva, “determinismo” es la doctrina filosófica que sostiene que todo acontecimiento físico, incluyendo el pensamiento y las acciones humanas, están causalmente determinados por la irrompible cadena causa-consecuencia, y por tanto, el estado actual “determina” en algún sentido el futuro. No debemos confundir los términos y suponer que existe una cadena única y continua de causas, sino que el “determinismo” está formado por un número indeterminado (valga la paradoja) de cadenas y causas.
El principio de causalidad es muy simple para abarcar todos los acontecimientos universales, incluidos los humanos. Para ello se manejan, hoy en día, otros sistemas más complejos como puede ser la “teoría del caos” que pretende, con complicados razonamientos  matemáticos, estudiar ciertos tipos de sistemas dinámicos (determinísticos) muy sensibles a las variaciones en las condiciones iniciales. Pequeñas variaciones en dichas condiciones iniciales pueden implicar grandes diferencias en el comportamiento futuro.
Kant vio  con claridad que “el determinismo excluía, a la vez, la contingencia y la fatalidad” (CRP “Analítica de los principios”). La contingencia, por cuanto no existe la posibilidad de que algo suceda o no, sino por la posibilidad de conjeturar empíricamente que algo sucederá o no. Y la fatalidad, por cuanto no excluye el azar ni la posibilidad de influir en la acción, es decir, no es un suceso relacionado con el destino sobrenatural, inevitable e ineludible.
En el caso concreto de los humanos, si bien hay en la actualidad muchas investigaciones abiertas al respecto, lo cierto es que el ser humano no decide libremente, en primer lugar porque ha forjado su propio carácter influenciado por los agentes externos, sociales y educativos de su entorno, y las circunstancias que han rodeado su juventud, no de una forma elegida libremente. Por tanto, sus actos emanados de su carácter vienen determinados a priori por unas causas anteriores. Por otra parte, han demostrado los neurólogos que tan solo un 0,1% de nuestra memoria está al alcance de nuestro “consciente”, mientras que el resto, un 99,9% del total, permanece  almacenada en compartimentos estancos en el “subconsciente”, inaccesibles por la voluntad del estado de consciencia. Es por este pequeño porcentaje que nos creemos que tomamos nuestras decisiones de forma completamente libre, mientras que todas las asociaciones de ideas, análisis complejos, comparaciones, estudio de experiencias pasadas, etc., ya las ha realizado nuestro subconsciente con anterioridad y lo que decide nuestro “yo” conocido, no es más que lo que le ha transmitido nuestro “otro yo”, el de los sueños, el de la cara oculta de nuestra memoria.
El “libre albedrío” o capacidad absoluta de las personas de tomar libremente sus propias decisiones es la libertad de la voluntad, en tanto que sería absoluta o indeterminada: “el poder de determinarse a sí mismo sin ser determinado por nada” (Marcel Conche, L’aléatoire, V, 7). Misterioso poder, y estrictamente metafísico: si se pudiera explicar o conocerse, ya no sería libre. Sólo se puede creer en él renunciando a entenderlo, o sólo entenderlo (como ilusión) dejando de creer en él.
La “providencia” es el nombre religioso del destino. La “Providencia Divina” es el medio por y a través del cual Dios gobierna todas las cosas en el universo. La doctrina de la Providencia Divina afirma que Dios está en el control absoluto de todas las cosas. El propósito, o la meta, de la providencia divina es llevar a cabo la voluntad de Dios. Por consiguiente, “determinismo” para los laicos es igual a “providencia” para los creyentes, con una diferencia: Dios no permite injerencias.
La “fatalidad” es el nombre supersticioso del destino: todo estaría escrito por anticipado, de manera que el porvenir sería tan imposible de alterar como el pasado. Esto no es cierto, tanto en el “determinismo” laico como en la “providencia” creyente puede incidirse sobre “la causa”, es decir, Dios puede, según le convenga, cambiar sus designios para con nosotros, de la misma manera que nosotros, mediante nuestros actos, podemos incidir en el resultado determinista.
Intentaré aclarar, con el siguiente ejemplo, cualquier concepto desmembrado del cuerpo expositivo. No es casualidad haber nacido en la cuna que nos ha tocado. Un “yo” sólo puede nacer en el seno de la familia donde nace, puesto que el esperma y el óvulo responsables de su concepción fueron esos y no otros. Si hubieran sido otros ya no habría nacido “yo”, sino “otro”. No es cuestión de suerte nacer en una familia o en otra. Es más, esta circunstancia no volverá a darse mientras perviva la raza humana, dado que dicha fecundación forma ya parte del pasado, y el pasado es irreproducible (ni en un universo infinito cabría esta posibilidad ya que se podrían reproducir las circunstancias, pero nunca en idéntico espacio temporal), por tanto, al morir ya no existe la posibilidad de volver a nacer. Tampoco existe la posibilidad de que nazcan los que tuvieron su oportunidad y no lo hicieron. Los gametos masculinos que no sometieron al óvulo o los ovocitos que fueron expulsados sin oportunidad de ser fecundados, no tendrán jamás la oportunidad de fertilizarse, han quedado en la “negra espalda del tiempo” (Javier Marías). Esta experiencia en términos de “providencia” serían achacables a la voluntad de Dios: “Dios así lo ha querido”. Con razonamientos “deterministas” acordaremos que se dieron las circunstancias lógicas y previsibles: dos personas se conocieron, fueron novios, se casaron, tuvieron relaciones sexuales en cuyo momento un único espermatozoide  fecundó el único óvulo que, una vez desarrollado, se convirtió en “yo”, el único “yo” que existirá jamás. Para que fuera así (y así fue) esas y no otras debieron ser las circunstancias, imprevisibles por completo, pero así mismo “determinables”.
Ignoramos lo que va a suceder, pero cuando ha sucedido y conocemos los motivos, descubrimos que éstos no nos eran tan ajenos como creíamos antes del acontecimiento: sirva para lo bueno como para lo malo.
¿Providencia o fatalidad? Determinismo.
Colau

viernes, 21 de junio de 2013

Políticos o aspirantes


¿Políticos o aspirantes?

Existen ciertos personajes en la vida pública que no mandan, no toman decisiones sino que obedecen, pero con una ambición clara: “El arte de trepar”. Su parasitario organismo se nutre de la confianza e inocencia de los ingenuos desamparados, ¿cómo diría yo?, ¡de nosotros!, los que vagamos torpemente satisfechos por este rato de conciencia que nos ha tocado experimentar. En nuestra aspiración de aprendices de humanista hemos llegado a la conclusión de que este tipo de personajes ensucian y ofenden de tal manera el espíritu humano, que por su ubicación en las capas significativas del entramado farisaico de la política, empresa y agentes sociales, convierten nuestra libertad en una mera ilusión. Tal era la opinión de Paul Henri Thiry, Barón d’Holbach, escritor y filósofo francoalemán del siglo XVIII que nos dejó algunos ensayos que son verdaderas maravillas de la ironía y el sarcasmo, entre ellos “El arte de trepar a la usanza de los cortesanos” (Sd edicions. Edición de Jaime Rosal). Es una genial descripción del estereotipo del personaje alineado con una entidad ideológica, pero sin ideas. Obsesionado con el bien público, pero que siempre acaba coincidiendo con su propio bien. Adalid de diversas moralidades y cofrade de las más disolutas. El Barón d’Holbach los califica de “cortesanos” puesto que en su época este tipo de personajes no procedían de la plebe, sino que eran ratas de la Corte, pedigüeños, siempre al acecho de un suculento mendrugo de reconocimiento.

Voy a resumir el ensayo que, sobre esos tipos, hace el Barón, pero no lo haré porque nos importen en absoluto los “cortesanos”, sino porque éstos son la viva imagen de los políticos, empresarios, sindicalistas y cualquier otro funcionario reptil de nuestros días, incluso alguno de nosotros; tú, que quieres medrar en tu trabajo; yo, que aprovecho el magnífico trabajo de Jaime Rosal (Editor del ensayo del Barón d’Holbach) para resumirlo en mi blog, en lugar de utilizar mi cerebro. A todos ellos, en lugar de “cortesanos” les llamaré “aspirantes” (sin ánimo de no ofender), puesto que aspirantes son todos aquellos que quieren disfrutar de un trozo de la tarta que ofrece el dinero público. Todo ello para el general conocimiento y satisfacción de los que no se sientan aludidos.

Según el Barón, “el aspirante tiene varias almas, a diferencia del resto de humanos que disponen sólo de una. Tiende a ser una persona insolente, vil, avara con una avidez insaciable, pero, según le convenga, puede pasar a la más extrema prodigalidad. Es audaz pero cobarde, de una arrogancia que roza la impertinencia, pero siempre haciendo gala de la cortesía más estudiada.”

Tan solo en su provecho un gobernante que ha culminado con éxito su etapa de aspirante (llámese Merkel, sin ir más lejos) puede aumentar los impuestos, declarar la paz o la guerra (económica, por supuesto), pergeñar mil ingeniosas invenciones para atormentar y exprimir sus súbditos (sobre todo los de otros países). A cambio, “los aspirantes agradecidos pagan al gobernante con agasajos, halagos y servidumbres de toda índole”, incluso ofreciendo a los súbditos que lo han votado, y a los que no, como cobayas para los experimentos que sobre expoliación económica y social vienen a bien realizarse.

 “De todas las artes, la más difícil es la de trepar. Este arte sublime es tal vez la más maravillosa conquista del espíritu humano.” Cuánta razón querido Barón, y cuanto denostamos este arte los simples mortales cegados por nuestra ignorancia.

“El aspirante durante su infancia se ejercita en el ámbito de combatir sus remordimientos, hasta llegar a ese grado de insensibilidad que le dispensará credibilidad, honores y grandezas, que serán la envidia de sus semejantes y de pública admiración.”

“La verdadera abnegación es la que el aspirante profesa a su señor; ¡ved como él se humilla en su presencia! Se convierte en nada, si es necesario.”

Qué clarividencia la del Barón al darse cuenta de que la columna vertebral debe ser en extremo flexible, hay que reverenciar y asentir con absoluta flexibilidad para demostrar la omnisciencia de su señor, “incluso cuando es necesario aprobar, o favorecer, crímenes que la grandeza juzga necesarios para el buen funcionamiento del estado”

“Un buen aspirante jamás debe tener opinión propia, nunca debe tener razón, sólo debe tener la de su señor. Nunca tendrá pues más talento que éste. Debe saber que los que ostentan el poder jamás pueden equivocarse.”

La humillación no debe ser el embrión del rencor en el corazón del aspirante, sino que al ser bien educado “debe tener estómago para digerir las afrentas que su señor tenga a bien infringirle.”

“Para presentarse ante el poderoso es necesario ejercer un completo control de los músculos de la cara, a fin de recibir, sin pestañear, las más sangrientas afrentas. ¡Qué arte, qué dominio de uno mismo supone la simulación profunda que forma parte del carácter de un verdadero aspirante! Necesita sin cesar que, aparte de amistad, sepa anular a sus rivales, mostrar un semblante franco y afectuoso a quienes más deteste, abrazar con ternura al enemigo que desearía ahogar; en fin, es necesario que las mentiras más impúdicas no produzcan ninguna alteración en su rostro.”

“El aspirante ha de esmerarse en ser afable, afectuoso y educado con quienes pueden ayudarle o perjudicarle; debe ser altivo con los que no necesite.”

“¿Pueden las Naciones pagar lo suficiente a un cuerpo de hombres que se vuelca hasta ese punto en el servicio al Poder?”

El espíritu del Evangelio es la humildad; el Hijo del Hombre nos ha dicho que quien se ensalce será humillado, lo contrario no es menos cierto, y los aspirantes siguen este precepto al pie de la letra. Que nunca más nos sorprenda si la Providencia les recompensa sin medida por su agilidad, y si su abyección les procura honores, riquezas y el respeto de las Naciones bien gobernadas.”

Esas son las condiciones de un aspirante perfecto. Como podemos imaginar, este oficio requiere astucia, humildad y estoicismo, e incluso cierto grado de inteligencia. Creo que tenía mucha suerte la corte de Paris de tener a cortesanos con tan “nobles” intenciones y tan dotados de lucidez. Desgraciadamente, los aspirantes españoles, desde el Presidente del gobierno hasta el último de los ciudadanos comprometidos con la “causa”, carecen de todas las características que exalta el Barón d’Holbach. Quieren ser aspirantes, y lo son, pero muy, muy menguados. Actúan como réplicas de aspirantes y no son más que vainas cerebrales a los que se les toma el pelo asiduamente y que, dentro de su estulticia, se creen que podrán obrar con reciprocidad para con el resto de ciudadanos. Y además sacan pecho. Son unos patanes y se enorgullecen de ello. Creen en nuestra estupidez por el simple hecho de que algunos de ellos han aprobado la asignatura de “eufemística” y nosotros, en cambio, llamamos a las cosas por su nombre: una pequeña deficiencia de nuestro cerebro respecto del suyo.

Se bajan los pantalones cuándo es menester (disculpen la ordinariez), y  luego circulan por el Parlamento o toman café en el bar de la empresa con los pantalones por las rodillas y no se inquietan. Y el ciudadano pasmado que los observa sólo es capaz de articular una mueca de asco y pedir una caña.
 
Colau
 
brotet-de-cel.blogspot.com.es

jueves, 20 de junio de 2013

Recomendación libro (II)

Sir Pelham Grenville Wodehouse (1881-1975), periodista y escritor inglés pero que desarrolló gran parte de su creación en EE.UU. Tan prolífico como polifacético en su obra que abarca desde el teatro hasta la novela, pasando por las comedias musicales. Fue el creador de varias series novelísticas entre las que destacan las protagonizadas por el inefable Ömnibus Jeeves, el mayordomo, y Bertie Wooster, el afable señor a cuyas órdenes trabaja Jeeves. Son novelas de carácter divertido, casi cómicas, que han llevado a su autor a ser considerado el mejor escritor de novelas cómicas inglesas del siglo XX.
Yo no puedo decir más que he reído a mandíbula batiente en todos y cada una de las seis historias de estos peculiares personajes que la editorial Anagrama nos presenta en dos volúmenes con el título de “ÓMNIBUS JEEVES”. La edición es del 2010 para el primer volumen y del 2011 para el segundo.

Si somos capaces de disfrutar del humor inglés, si nos gusta la exquisita urbanidad de las clases altas británicas, y el deseo de gozar de la extrema sutileza de la prosa de Wodehouse, no podemos perdernos estas historias. Nadie se arrepentirá. Son historias incunables que deben ser leídas, reídas y compartidas con las personas con quienes nos guste vivir momentos insuperables.
“…Eso demuestra cuán cierto es que la mitad del mundo no sabe cómo viven las otras tres cuartas partes.”
Date un respiro de las noticias cotidianas, de las novelas de implicación emocional, de los ensayos eruditos e indescifrables, relaja tu mente y disfruta con Jeeves y Bertie. A mí me han seducido, me he entregado totalmente, por eso no quiero pasar la oportunidad de ponerlo en vuestro conocimiento.
Colau

sábado, 15 de junio de 2013

Celos o ira


¿Celos o ira?

Los celos sólo son sospechas, pero aparecen en todos los aspectos de la vida: trabajo, amistad, familia, pareja, relaciones sociales…
Los celos son un sentimiento derivado del miedo. Miedo a perder “algo” o “alguien” en beneficio de un tercero: afecto, apego, amistad, protagonismo, encanto, personalidad, poder, etc., o la percepción errónea de usurpación de la propiedad física y/o sentimental, materializada en la pérdida del sentimiento de sumisión o dependencia, sexual o psicológica, del ser querido y supuestamente amado.
Los celos son también carencia, sensación de la falta de algo que creíamos tener y pensamos erróneamente que hemos perdido o que estamos a punto de hacerlo. Los celos no son la consecuencia de un acto, sino el sentimiento que produciría este acto, transportado al momento presente, si éste tuviera lugar.
Los celos son siempre una ilusión, puesto que sólo se sienten cuando se sospecha o se quiere creer sin confirmación alguna. Cuando se confirman empíricamente las sospechas, dejan de ser celos para convertirse en ira o frustración. La ira se libera vehementemente y sólo necesita un detonante para convertirse en violencia. La frustración genera cierto estado depresivo, exento de violencia, pero lleno de angustia.

Los celos suelen materializarse como la sensación de disponer de un objeto notable bajo el diafragma, que ejerce presión sobre la columna vertebral y la licúa, provocando debilidad física y endeblez de piernas mientras una sensación de vacío se manifiesta debajo del esternón, lo que acelera la respiración y aumenta la tensión sanguínea. Las sentimientos más frecuentes, como consecuencia de la constatación de lo que fue ilusorio, es decir, lo que en su momento fueron celos, son la impotencia, la incredulidad, la ira, el odio, la venganza o, en el más sensato de los casos, la resignación y aceptación de la pérdida.
Existe una escala muy amplia del grado de sufrimiento que se produce a consecuencia de la constatación de la pérdida. El carácter del sujeto, su personalidad, su madurez, su nivel intelectual, su capacidad analítica, su grado de estoicismo, su capacidad para asumir la realidad o su claridad de ideas respecto de lo que es la propiedad y de cómo debe ser gestionada.
No es lo mismo los celos por sospecha de usurpación de bienes materiales, de bienes sentimentales o de bienes humanos.
 
1)    Si llevo en el bolsillo una cantidad importante de dinero, de mi propiedad, y un ladrón me asalta y se la lleva,  me sentiré vejado, ultrajado, lamentaré su falta, sufriré el miedo a no recuperarlo y deberá pasar cierto tiempo (duelo) hasta que me recupere anímicamente del percance. Todos los síntomas son los propios de la celotipia, pero no he pasado por ese estado: nunca sospeché que me robarían, no tuve miedo, no tuve dudas, no tuve sospechas, no tuve celos. Este tipo de actos no son los que nos producen mayor grado de desengaño, puesto que la sociedad nos otorga unas garantías legales que defienden la propiedad privada y la autoridad deberá actuar en nuestro favor para solventar la afrenta. En este caso habré pasado directamente a la fase dos de los celos, cuando éstos, precisamente, dejan de serlo.

2)    Al no invitarnos a una fiesta para la cual sí han pensado en algunos de nuestros amigos, aflorará necesariamente la sensación de celos. El afecto que creíamos nos correspondía, nos ha sido arrebatado, pero se le ha mantenido a otros que, casi con toda seguridad, tenían incluso lazos más endebles que los nuestros. Sentimos el vacío producido por la temida pérdida del afecto. Sentimos resentimiento por ese desplante. Sentimos miedo de no recuperar el afecto y quedar definitivamente desplazados de sus relaciones. Esta apreciación es celosa por ilusoria, desconocemos los motivos que han causado lo que consideramos una afrenta, pero no sabemos a ciencia cierta la motivación de lo ocurrido. Experimentaremos los celos, porque nos recrearemos en la sospecha de haber sido apartados con alevosía.

3)    Los celos nos invadirán si percibimos que nuestro jefe valora más el trabajo de un compañero que el nuestro. Sabemos que lo ideal sería alegrarse por el compañero: la realidad no es lógica. Sentiremos que el reconocimiento que creíamos merecer y poseer de nuestro superior no es tal. Lo teníamos, ilusoriamente, y nos lo han arrebatado. Tenemos miedo de no recuperarlo, de que se confirme la certeza de nuestra sospecha. Sentimos reproche y envidia hacia nuestro compañero. Sentimos ira: queremos que se equivoque, que haga el ridículo delante del jefe para recuperar nuestro estatus que, por supuesto, nos merecemos nosotros más que él. Puede que la apreciación percibida sea completamente falsa y seremos injustos con el compañero al que no le corre más que inocencia por sus arterias.

4)    Si en las reuniones, comidas o fiestas entre amigos o familiares, uno es el animador, el alma de la reunión, y cierto día llega un invitado que le hace sentir suplantado en su labor de maestro de ceremonias y lo margina a un segundo plano, el hasta ahora factótum se sentirá despojado de su protagonismo, de su influencia sobre el grupo, de su irreemplazable trascendencia en pos de las relaciones intragrupo. Le ocasionará una pérdida de amor propio, un feroz ataque de celos que mermará su ego y le hará plantearse desaparecer de la primera línea organizativa para observar como otros se estrellan al intentar emularlo. ¡Qué os organice el otro y ya veréis…! Los celos hacen que tomemos las decisiones más desafortunadas.

5)    Existen, por supuesto, los celos infantiles, que son muy parecidos a los de los mayores: pérdida de un juguete en favor de otro, aparente preferencia de la puericultora por otro niño, subjetivo injusto reparto del cariño de los padres, etc. Los niños no saben contenerse puesto que todavía no han asimilado las mínimas normas de urbanidad, por lo que no resulta extraño verles tomándose la justicia por su mano y aplacando contundentemente la ira provocada por sus celos. Los celos de los niños son reales siempre puesto que sólo se valen de su percepción para sentirlos. No disponen de fórmulas empíricas para verificar las entidades provocadoras.

6)    La envidia es uno de los principales vicios motivadores de celos. No hay que olvidar que la envidia es un sentimiento subjetivo, no una realidad objetiva. En este caso no nos han arrebatado algo que nos pertenecía, sino que creemos merecerlo más que el que lo detenta. La envidia es desear lo del otro, pero también es desear que el otro no lo posea. Además de un sentido de carencia por lo que no tenemos, desatamos la ira contra el que sí lo tiene: no sólo deseamos sus bienes, también deseamos su ruina. Envidia y celos: dos maldades juntas.

7)    El deseo de posesión de cualquier animal, persona o cosa, lleva implícito el sentimiento de celos. Deseo: no lo tenemos o sea falta, y nos embarga el miedo de no conseguirlo. El deseo es portador de ira latente. El deseo proporciona infelicidad y rencor hacia cualquier contingencia que impida la obtención del objeto del deseo. El deseo, como decía de la envidia, es un sentimiento ilusorio. Sólo mi consciencia es capaz de un ardid semejante.

8)    ¡Te quiero!: implica celos. Significa “quiero que seas mío o mía”. Es un sentimiento de propiedad. Cualquier propiedad genera celos puesto que existe la posibilidad de perderla o de que nos la arrebaten. El o la que “quiere” siente rencor por la incomodidad que causa el miedo de que le quiten el ser “querido”. En el momento que nace el deseo nacen los celos.

9)     Los celos de la pareja tienen los mismos principios. Te quiero, eres mío o mía, te necesito, te adoro, sin ti no vivo, por ti me muero, etc. Todos estos sentimientos son celosos por naturaleza. Cada átomo de sentimiento va unido a un átomo de celos, formando juntos un nuevo elemento: el amor egoísta. Este amor debe ser correspondido exactamente con el mismo nivel de intensidad y desprendimiento que el ofrecido por uno mismo. Puesto que si no es así, si existe una pequeña desincronización, se achacará a la falta de interés de uno hacia el otro, porque alguien, sin duda pensaremos, nos está arrebatando a la persona amada. El sentimiento de propiedad es el amor más egoísta de todos y el más expuesto a los celos, puesto que es “los celos en sí”, “los celos en estado puro”. No existe el amor desinteresado totalmente. Existe un amor generoso, que no exige: que da, que no espera: que actúa, que no sufre porque el otro existe, que no es celoso porque existe la lealtad, y la lealtad es el embrión de la libertad de la pareja. La pareja libre no es celosa. Sus miembros no han renunciado a sus vidas individuales, sino que las han ensamblado dentro de su relación. El respeto, la confianza y, sobretodo, la seguridad de que todos cambiamos con el tiempo, nos confirma que corremos y aceptamos el riesgo de que los sentimientos también cambien y que, si esto se produce, existe la posibilidad de perder al ser amado.

Esta vida no es un parque de atracciones. No debemos sentir celos puesto que los celos producen sufrimiento, y el sufrimiento influye en el ánimo que a su vez influye en la relación y aparecen más motivos para los celos. Todo ello sin posibilidad de bajarnos de la atracción y tomarnos un helado.

La pérdida de la pareja es un mal latente en la vida a dúo. Existe un gran riesgo de que en una larga relación esta circunstancia se produzca. Si se origina, no será el azar ni el hado ni la providencia quien lo habrá propiciado. Deberemos buscar en nuestro interior. Preguntarnos que hemos hecho mal para llegar a esta situación, por haber permitido que alguien se llevara nuestro amor o que nuestro amor prefiriese a otro u otra a partir de cierto momento. Si esto sucede en un amor egoísta, las consecuencias pueden ser imprevisibles, en cuanto a sufrimiento, ira, rencor, venganza, etc. Pero si sucede en un amor alegre y maduro, podrá optarse por pasar el duelo (tiempo de sufrimiento necesario para que éste desaparezca) y, pasado éste, seguir con una vida sentimental normal, apreciando y agradeciendo los momentos vividos con la anterior pareja; o mantener el mismo amor hacia la persona que nos amó en su momento, sintiendo todos los días la alegría del saber de su existencia, del poder de su sonrisa, de la debilidad de sus defectos, y mantener la esperanza de que algún día puedan recuperarse. Esta última posibilidad no es la más acertada, hay que pasar página, pero si no es así, nunca permitir que nuestro cerebro se convierta en una máquina de procesar celos, de crear resentimientos, de flagelarse con ensoñaciones masoquistas, de vaciarse de vida para llenarse de miseria y autocompasión. Los celos son el cáncer del amor, pero éste los lleva en sus genes.

Los celos son la principal causa de los asesinatos que se registran en el seno de la pareja o en la relación de expareja. Suelen darse cuando uno de los dos decide abandonar al otro. Cuando es la mujer la que da el paso, el hombre, que suele ser muy bruto y muy poco dado a la prudencia y al control de sus impulsos más primarios, se deja llevar por la ira derivada de la pérdida. Un nivel elevado de ira conduce a la ofuscación y ésta al arrebato criminal. Luego viene la asunción del acto malvado. Si ha supuesto una liberación para el hombre y ha calmado sus ansias de venganza, se entregará sumisamente a la policía. Si descubre que acaba de matar a la persona que más “creía” querer en el mundo, optará por el suicidio, incapaz de soportar la acción criminal y la ausencia del ser que percibía como suyo.
 
Me repito y termino. Los celos son un sentimiento ilusorio, no existen en la realidad, son un ente abstracto sólo sustanciado por la debilidad de la mente, por esa tendencia irracional de preferir pensar en el mal en lugar de pensar en el bien. La terrible determinación por lo negativo nos llena de dolor que creemos inevitable, pero lo cierto es que resulta enfermizo y completamente inútil.

La confirmación de las sospechas dejan de lado los celos para adentrarnos en sentimientos más reales  y justificables: miedo, pánico, rencor, ira, arrebato, demencia o pérdida total de los valores morales. En este estado podemos convertirnos en individuos de alto riesgo psicótico.
Celos no: confianza y deportividad.
 
Colau

brotet-de-cel.blogspot.com.es

lunes, 10 de junio de 2013

Especial o diferente

¿Especial o diferente?

Hace relativamente poco tiempo, no sé si causado por la incursión de nuestras vidas en el mundo digital, o por una simple moda importada, como no, de los telefilmes norteamericanos (Disney Chanel, entre otros), cuando a un joven o una joven le gusta a otro/a, o siente cierto grado de enamoramiento o incluso de amor, se oye casi siempre el mismo calificativo: “--Eres especial”. “--Gracias, amor mío, tú también eres muy especial”, le responde la pareja cautivada.

Durante años, el léxico para seducir, coquetear, galantear, o engatusar  a la persona amada, ha sido mucho más rico en esencias y matices, por ejemplo le podemos decir al chico que queremos que es atractivo, cautivador, cordial, simpático, agradable, afable, admirable, idílico, afectuoso, entrañable, tierno, sentimental, erótico, generoso, poético, atento, virtuoso, amable, cariñoso, cálido y muchos etcéteras más, que sirven para distinguir las características de un ser humano respecto del otro, y no me meto, en este caso para no liar, en diferencias físicas.

--¿Sabes qué diferencia existe entre un cuervo?
--¿…?
--Tiene las dos alas iguales, sobre todo la izquierda.

(Comte-Sponville)

 Es una alegoría de lo que supone la pluralidad diferencial en el universo espacio-tiempo. Aristóteles, en su Metafísica, indica que “diferente se dice de cosas que, aun siendo diferentes, tienen alguna entidad, no según el número, sino según la especie, o el género, o por analogía”. Podemos comprar un cuervo con otro cuervo, o con otra ave, o con otro animal, independientemente del número que comparemos de éstos. Incluso admite la comparación con uno mismo, que será idéntica siempre que no haya variado el espacio-tiempo.

Todos, absolutamente todos, nos diferenciamos el uno del otro. Todo difiere de todo, excepto de uno mismo en ese preciso instante, pero se diferencia de sí mismo en otro momento. “Cada grano de arena o de polvo es diferente de todos los demás” (Prajnânpad).  

Todos somos desemejantes, con nuestras propias características distintivas. Entones, ¿qué es lo que nos hace especiales? Nada. O todo. Puesto que uno nunca es especial por sí mismo, sino que, en el mejor de los casos, es otro ser humano el que lo considera especial. Especial por lo diferente. No porque especial sea una característica en virtud de la cual uno pueda enamorarse de otro, ni que singularice a su amante frente al resto de los mortales.

El diccionario de la RAE indica que especial es algo que “se diferencia de lo común o general”. María Moliner añade “mejor de lo corriente”. Pero en corriente dice “no especial, no extraordinario”.

Y me pregunto yo, ¿qué hay de extraordinario en las características humanas? Una persona, por ser muy inteligente, ¿es extraordinaria? No, puesto que hay muchas otras que son muy inteligentes. Por ser muy hermosa, ¿es extraordinaria? No, puesto que hay muchas que son hermosas. En la mayoría de casos trataremos con apreciaciones subjetivas, y aportadas en momentos de activo desorden sentimental.

El ser humano puede considerarse extraordinario si valoramos su complejidad, pero sólo desde la ignorancia que tenemos sobre nuestro género. Sus virtudes no tienen nada de extraordinarias. Serán muchas o pocas, más virtuosas o más viciosas, pero no diferirán sustancialmente de un humano a otro. 

Cuando decimos “eres especial” queremos decir “eres extraordinario”, “fuera de lo común”, pero ¿qué es lo común?, otra subjetividad. Extraordinario, imborrable, fabuloso, formidable, perfecto, único, prodigioso, sensacional, sorprendente, especial, fascinante, portentoso, soberbio, no aclaran nada concreto del carácter o personalidad humana. No realzan ninguna de sus cualidades concretas, y al querer destacarlas a todas, quizás se ponga en evidencia que no se conoce a ninguna.

Especiales, lo somos todos o ninguno, depende de quién nos juzgue. Pero, decirle al ser querido “eres especial”,  como un acto de seducción, es una vulgaridad imperdonable.

¿No convendría preocuparnos un poco más de la formación léxica de nuestros hijos?, quizás no de forma directa, puesto que puede que nuestra formación no nos lo permita, pero ¿qué tal con un poco de lectura extraescolar? Quizás no consigamos hijos extraordinarios, pero sí cultos, y con capacidad de expresar sus sentimientos, con frases correctas y explícitas, sin abusar de los tópicos tiví.



Colau
brotet-de-cel.blogspot.com.es

jueves, 6 de junio de 2013

Reivindicación o resignación. Resaca de un acuerdo.


¿Reivindicación o resignación?
En toda negociación sindical existen dos momentos diferenciadores, el de las reivindicaciones y el de las resignaciones. De todo ello, sólo nos consuela la seguridad de haber hecho todo lo que estaba en nuestras manos, que era más bien poco, para defender lo nuestro, lo de todos. Nos horroriza observar como dos partes, legítimas ambas, tienen el derecho de pernada sobre nuestro patrimonio salarial y social, tanto coyuntural como estructuralmente.
Suponemos que la parte sindical debería defender, aún en contra de sus intereses corporativos, los derechos adquiridos por los trabajadores durante años de luchas y tensas, pero nobles, negociaciones.
Ser ético es actuar conforme a la moral, y la moral es la forma humana de comportarse cuando no existe amor entre semejantes, que es en la inmensa mayoría de ocasiones. ¿Actúan los sindicatos con principios éticos?
¿Debería, los entes jurídicos, estar sujetos a las normas morales? Rotundamente sí, simplemente por el hecho de que éstos  están dirigidos por personas físicas, sujetos con sentimientos y principios individuales que, de no ser por una pusilanimidad espiritual y vital, deberían defender el bienestar de las personas muy por encima de sus intereses subrogados del ente jurídico.
“La empresa”, eterno ente abstracto, por boca de la sociedad y sus directivos, que al dirigirse a ella parece como si hablaran de una estructura límbica, de una existencia “demónica” de independencia y desarraigo absoluto respecto de lo terrenal, siempre por encima del bien y, en muchas ocasiones, por debajo del mal, pero siempre sometida a la tiranía de los balances. Con estas premisas, “la empresa” actúa de forma independiente y exime por completo a las personas (directivos) que son los que realmente deciden y aplican sus decisiones en aras de la obtención de unos objetivos, en los cuales casi nunca figura, con prioridad mínima, o simplemente no figura, la preocupación por el bienestar de las personas.
Hay que tratar con la misma dureza a las personas que dirigen “las empresas” y “los sindicatos”, puesto que actúan en nombre de seres abstractos, con características teológicas y apocalípticas, idolatrables, con un sometimiento tal a la disciplina decisoria de sus entes jurídicos (personas), que no les eximen de su sometimiento a los más básicos principios de la moralidad.
Lo lamentable de toda esta situación es que la disciplina de asumir las decisiones del nivel superior, no se queda en un simple acto de obediencia funcional, sino que se arraiga en la mente de los individuos hasta creérsela “a pies juntillas” y hacer de ella una bandera. Si es así, los convierte en simples lerdos. Pero si, por el contrario, son conscientes del embuste al que les han sometido sus insignes caudillos y han aceptado acuerdos con conciencia de lo que hacían, no tienen otro nombre que el de bellacos.
Estamos viendo, todos los días, defensas de decisiones y acuerdos que son completamente indefendibles y un insulto a la razón del ser humano y, a su vez, una humillación inadvertida de los propios calzonazos que se enorgullecen de su triunfo inmoral. Otorgar patente de corso a la empresa para que expolie a su antojo a sus empleados, no puede decirse que glorifique ningún ente terrenal destinado a la defensa del trabajador (eufemismo de fariseo, o de agente social, salvo honrosas excepciones), aunque, eso sí, aplaque su codicia y sus vicios más abyectos.
Me gusta la definición de ética, según la cual ésta trata de una rama de la filosofía que se ocupa del estudio racional de la moral, la virtud, el deber, la felicidad y el buen vivir. Por supuesto, la resignación no es una virtud, es la reacción de un individuo exhausto, incapaz, pero que además se rinde. Es la victoria de la sinrazón, de la injusticia, del atropello, del abuso y el más rancio despotismo. Existen virtudes para contrarrestar las arbitrariedades, tales como la valentía, la perseverancia, la prudencia, la humildad, el altruismo, la magnanimidad, el esfuerzo, la justicia y el perdón. Pero necesitamos actitud solidaria, sobre todo generosa: hacer algo para el grupo que está por encima de nuestros intereses, precisa de una gran carga de generosidad.
Existe, por descontado, el momento de las reivindicaciones. Unos lo hacen, otros no se atreven, otros creen que no lo necesitan, otros temen ser estigmatizados, otros se alinean con empresa o los sindicatos (en lugar de con la razón),  otros no saben, no contestan. El que reivindica es generoso. Si consigue algo lo disfrutará el grupo entero, si fracasa fracasará el grupo entero, pero sus esfuerzos no habrán sido en vano. La frustración se apodera del sedentario, no del atrevido defensor de derechos o, quizás mucho más importante, del adalid de unos ideales, simplemente, porque los tiene.
Las reivindicaciones no obligan a nada a la parte empresarial, a no ser que se conviertan en una causa evidente de desprestigio o en una desviación notable de su cuenta de resultados. De todos modos, cuando la “empresa” actúa dentro de los márgenes legales sin abusos insolentes causados por la política de hechos consumados, suele ser sensible a la voz de la plantilla. Cuando no es así, el envilecimiento de la sociedad es imparable.
Ahí aparecen los vicios que solamente pueden darse en seres humanos, aunque se achaquen a la “empresa” como si tuviera sentimientos. La soberbia, la arrogancia, la vanidad, y todo aquello derivado de un mezquino egoísmo individual, atenta contra toda moral, contra toda virtud y contra todo deber para con los demás, y esto sólo puede ser atribuido a humanos. Las consecuencias no pueden ser más patéticas. El atropello de la dignidad engulle nuestra opción de felicidad o de buen vivir, es decir, atenta contra la Ética. Y una sociedad que no se fundamenta en valores éticos es una sociedad tendente a la corrupción, a la insensibilidad, a la despreocupación hacia el prójimo, a la desaparición de los escrúpulos que han evitado regularmente convertirnos en una sociedad huérfana de faros virtuosos en los que guiarse. Quizás nos estemos acercando, de cada vez más, a las actitudes, creencias y ligerezas que llevaron a la decrepitud moral a la más importante de todas las sociedades conocidas: el Imperio Romano que, como todos recordaremos, ciertos vicios recurrentes en la actualidad lo redujeron a un amasijo de oprobio.
Ha llegado el momento de humanizar a los humanos, de recobrar los valores olvidados, de defender nuestros principios con el mismo ahínco con que respetamos los de los demás, que sepamos que las empresas son seres humanos que cobran un sueldo por dirigirlas o conseguir unos réditos, y que como tales deben comportarse, que tenemos una dignidad a la que no debemos renunciar, puesto que un mundo con una parte de sus habitantes sobre un pedestal y el resto de rodillas mirando el suelo, ha sido y sigue siendo la semilla de todas las revoluciones. Pugnemos por la ética para que un día no debamos pelear por la subsistencia.
Colau
 

domingo, 2 de junio de 2013

Mañana Gris


¿Mañana gris?

Qué triste se ve la vida detrás de los cristales de la oficina. No debería tener connotaciones negativas ya que sólo es una observación subjetiva durante el desarrollo de un trabajo cualquiera, de índole y condición azarosa. ¿Puede que sea intelectual? o ¿psicológico? o ¿metafísico? De todas maneras, la oficina tiene un deje administrativo y funcionarial además de onírico. El cerebro también sueña. Sueños sombríos. El tiempo afuera es plano, bidimensional, abraza lánguidamente los ordenadores y empaña los cristales y los convierte en un filtro que plomiza el exterior. Sentimos la dentellada de los celos en el pecho, porque no se puede admitir un mundo gris cuando la exclusividad del color nacido de la mezcla de dos complementarios está en nosotros mismos. El cristal que homogeneiza la tristeza de la intemperie, nos arrebata el silencio hastiado de la mediocridad. Pero la tristeza no siempre es mediocre, puede ser sublime, juvenil, hermosa y lozana: puede regenerar el alma. A cualquier alma triste le sigue el vigor de la serenidad, de la intimidad, de la introspección vital que desemboca en el río de los proyectos latentes de nuestro ostracismo menguante, de los deseos y las sonrisas denostadas.
El aire de la oficina está viciado, se estornuda a menudo. Deben ser las motas de la fisión de las emociones. Éstas, al romperse, generan energía como cualquier otro átomo, pero no son átomos, son motas, como el polvo que hace pastoso el fluir de las palabras. ¡Qué gris es la gente gris! Y cuánta de esta gente comprueba, horrorizada, como el humo de motas le congela el diafragma y le dificulta la respiración, el principio básico para el amor. No se puede amar sin un diafragma atlético y colorido. El vigor de las emociones rotas crea sentimientos policromos capaces de destilar cualquier contingencia amorfa de nuestra inteligencia. El sobrante, transformado en potencia impúdica, altera los sonidos metálicos del corazón. Somos alérgicos al polen de las emociones. La energía circula y nos abraza invisible como un campo magnético huérfano, sin un objeto que magnetizar y, cuyo norte, se encuentra mucho más allá de las cortinas Gradulux.
¿Quién puede sustraerse a la tentación de una copa de melancolía, abstemios de historia y futuro, que sea capaz de enjuagar la garganta de amores quejumbrosos y  de las horas amarillas de un rastro inapetente de esperanza?
Qué obscena es la oscuridad fría de la razón. Cuan latente espera el tiempo el error del ser, en cuanto a ser mortal, en cuanto a ente sublimado por la decadencia. Qué esperáis en un despacho de vidas etéreas, de esperanzas marchitas y de luces centelleantes como de estrellas lejanas que atraen a la nada. Los faros impiden que la nave colisione contra las rocas de la muerte. La muerte es el faro que deslumbra la nave de nuestra condición, enterrada hace años por la egolatría antropomórfica de los cretinos. Brazos, piernas y cabezas deformados por la presión recurrente de la materia piroplástica de centenares de erupciones de nuestra voluntad. Qué frío siento en los riñones. La sangre sin depurar es fría y estéril, como la vida sin sentimientos, como los sentimientos muertos.
Colau
brotet-de-cel.blogspot.com.es