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martes, 19 de noviembre de 2013

Apuntes sobre la nueva ortografía



Pensamiento ortográficos

El 17 de diciembre de 2010 se publicó la nueva edición de la Ortografía de la lengua española, once años después de la edición anterior (1999). Ya ha llovido desde entonces, pero para los que hace tres años ya habíamos dejado la escuela, creo que puede venir bien un recordatorio de algunos de los cambios introducidos en esta nueva edición, en aras de limpiar, fijar y dar esplendor (1) a nuestro, a veces, desatendido lenguaje.

Algunos detalles no tienen más importancia que la que se le quiera dar, y su corrección o incorrección pasa por una simple distinción de cultismo o incultura que a muchos les trae al pairo. No debe ser así para los que, de alguna manera gustamos de transmitir pensamientos a los demás, por lo que conviene realizar un esfuerzo y adaptarse a las normas que la evolución de la lengua de Cervantes obliga continuamente: en algunos casos no sé muy bien porqué.

Solo basta observar como ‘solo’ se ha quedado solo, es decir, sin la tilde, porque los de la RAE han decidido que no suele prestarse a confusión el  adverbio ‘solo’, que puede sustituirse por ‘solamente o únicamente’, con el ‘solo’ adjetivo, equivalente a ‘sin compañía, en soledad’. Quién se ha quedado en soledad es el ‘solo-solamente’ ya que le han birlado su signo diferencial.

Como imagináis, años de razonamiento erudito para birlar un acento gráfico.

Donde han tenido que esforzarse realmente, hasta derretirse los tegumentos encefálicos, es para hacer lo propio con la tilde que diferenciaba los pronombres demostrativos éste, ése, aquél…, de los ‘determinantes’ adjetivos demostrativos este, ese, aquel… Y para que no quede duda alguna, indican que se prescindirá de ella (la tilde) en el pronombre, ¡incluso en caso de posible ambigüedad!

Ahí no acaba la castración. Sabemos que las palabras monosílabas no se acentúan, pero ahora se extiende la norma a las palabras con diptongo o triptongo que formen una sola sílaba. No se acentúa *guión, *truhán, *ión, *crié, *crió, *guió, *lié, *lió, *rió, *frió, etc.
No deben confundirse estas palabras, que tienen como tónica la vocal abierta, con otras configuradas con las mismas letras pero con la vocal cerrada como tónica; estas necesitan llevar la tilde para marcar el hiato: guíe, guías, guía, guío, lías, lía, fíe, fío, píe, pío, río, frío, etc.

Al darse cuenta de que estaban quitando demasiadas tildes, recordaron que todas las mayúsculas, en todos los casos que sea reglamentado, se deben acentuar gráficamente. O sea, aquello de que las mayúsculas no se acentúan en español –yo todavía lo llamo ‘castellano’–, es una leyenda urbana y además completamente falsa.

Pero creo que estoy empezando, si no por el final, sí por la mitad o no por el principio. Cualquier gramática que se preste, comienza con los ‘fonemas’ de la lengua, es decir, el sonido que producen las letras al ser pronunciadas y, seguidamente, la relación gráfica de estos sonidos, a lo que se suele llamar ‘abecedario’. Sin ánimo de recargar excesivamente este pensamiento ortográfico, quiero sentar unas bases sólidas que den prestancia a lo que estáis leyendo.

El abecedario ahora consta de veintisiete letras. De él se han quitado las letras compuestas, a las cuales se las conoce como dígrafos: ch, ll, gu, qu y rr. Las veintisiete letras son las ya conocidas, excepto una: la ‘i griega’ de toda la vida (y), ahora resulta que se llama ‘ye’. Como es lógico imaginar, los académicos, que suelen ser gente de media-alta edad, seguramente lo han adoptado de la famosa canción de su tiempo juvenil, interpretada por el Dúo Dinámico: La chica ye – ye. Dado que no les quedó otra alternativa (al Dúo Dinámico) que utilizar esta onomatopeya de la i griega, ya que La chica i griega – i griega, sonaba fatal, aunque fuera el nombre del título original de la canción
Al margen de esta salvedad, las demás, son las mismas de siempre en lo que se refiere a la grafía, pero no así en lo correspondiente a la fonética. Me explico.

Primero quiero dejar claro que los fonemas en español son veinticuatro, cinco vocálicos y diecinueve consonánticos. Los fonemas se escriben entre barras, como /b/. ¿Y cuáles son los otros? Pues /ch/, /d/, /f/, /g/, /j/, /k/, /l/, /ll/, /m/, /n/, /ñ/, /p/, /r/, /rr/, /s/, /t/, /y/, /z/, y /a/, /e/, /i/, /o/, /u/.

Lo primero que me llama la atención es que no veo por ninguna parte el fonema /v/. No, no está. No existe: todas las bes y uves se pronuncian como be. Admitiendo que la Academia tiene en cuenta todas las costumbres de los países y regiones hispanoparlantes, claramente se han olvidado de los catalanes y baleares que diferenciamos sobremanera los dos vocablos: beso, vaso, tubo, tuvo. En español se pronuncian todas ellas con /b/. Con un par.

El fonema /b/, también puede usarse en la pronunciación de la consonante w (uve doble) que, en este caso, comparte aceptación con el fonema /u/. O sea, para llamar a Wenceslao, gritaremos Benceslao o Uenceslao, ambas maneras son correctas. No será por falta de libertad de elección.
El dígrafo ll (elle) es un fonema de articulación linguopalatal (suena a cochinada) lateral sonora –elle catalano-balear, de toda la vida–. Pero en la mayoría de países y regiones de habla hispana se articulan con un sonido palatal central propio de la consonante (ye) y, pronunciación que se conoce con el nombre de yeísmo. Es decir, lo que antiguamente era vulgar y barriobajero: utilizar el fonema /y/ para la elle, ‘el yeísmo’, ha pasado a ser la norma predominante o cuanto menos, en igualdad de condiciones con el fonema /ll/ que, como he apuntado anteriormente, solo utilizamos en Cataluña y Baleares. No siempre ha sido así. Ha sido peor. Todavía recuerdo a los eruditos castellanos pronunciar el apellido de aquel famoso, y no por ello menos inteligente, humorista de Cuenca, que era el bajito de la pareja ‘Tip y Coll’, y fue llenado de oprobio con el minimalismo con el que fue tratado su escaso linaje, puesto que en todas las referencias a su persona se le amputaba una ele, de manera que su apellido era pronunciado, simple y llanamente como Col, cual crucífera  común. Si no hubiera fallecido, hoy no se le arrebataría letra alguna, pero sería sustituida por otra nueva, la ‘ye’, y oiría como su apellido se parecería más a las siglas del Comité Olímpico Internacional que a su propio patronímico.
Hay que decir, en favor de la erudición académica, que se advierte en ‘La Gramática’ que los nombres de las letras son recomendaciones que no implican “interferencia en la libertad que tiene cada hablante o cada país de seguir aplicando a las letras los términos que venían usando”. Por tanto, los hablantes pueden optar por nombrar a esta letra como ye o i griega. En una palabra: yo pongo la norma y usted haga lo que le dé la gana. Aunque eso sí, unas formas son más cultas que las otras. Hay que dar margen para que la morralla cumpla la legalidad, aunque no los mínimos de cultura. Nunca se pillan los dedos los inmortales (2).
No me extenderé con cada uno de los fonemas porque no terminaría u os aburriría soberanamente, o sea, como a reyes.
‘Cambio de tercio’. Esta frase hecha viene de los toros, cuya tortura del toro está dividida en tres partes: tercio de varas (se pronuncia baras), tercio de banderillas (suena como tal) y tercio de muerte cuyos tres tercios hacen una muerte entera. Quiero decir, que voy a pasar a otro tema, por si el fregado donde me he metido fuera excesivamente resbaloso.
Las preposiciones, a las de toda la vida, hay que añadirles durante, mediante, versus y vía.
DURANTE Y MEDIANTE. En su origen, eran participios de presente de los verbos durar y mediar, uso que conserva en la expresión Dios mediante.
VERSUS. Es una preposición latina que ha entrado en el español a través del inglés (el conflicto del campus versus la ciudad). Según el contexto, equivale a contra o a frente a, que se consideran preferibles a versus.
VÍA. Procede de un sustantivo e introduce el lugar por el que se pasa (Volaron a la Argentina vía París). También indica medio: Se transmitirá vía satélite.
También admiten usos preposicionales o cuasipreposicionales los adverbios relativos DONDE y CUANDO si preceden a ciertos grupos nominales: donde su madre, cuando la guerra.
En esto de las proposiciones no tengo nada que decir, porque se es o no se es preposición, y si se ejerce de ellas sin serlo, lo mejor es nominarlas oficialmente como tales. Estos hombres y mujeres de la Real, cuando llegan sobrios es que arrasan.
Más cosas. Una cortita. La conjunción ‘o’, en condición de palabra monosílaba átona, se escribe siempre sin tilde, aunque aparezca entre cifras: 30 o 40. Estamos en la misma línea del ahorro tildar del principio de este pensamiento.
La Real Academia de la Lengua, además de por eruditos y eruditas de la lengua, está formado por monárquicos, monárquicas, republicanos y republicanas. No hace falta ilustrar más para situarse. Valga el introito para hablar de nombres propios o, mejor dicho, de sustantivos que se escriben con la inicial en mayúscula.
Los nombres que designan títulos, cargos o empleos de cualquier rango, por su condición de nombres comunes, se deben escribir siempre con minúscula inicial, independientemente de que acompañen o no al nombre propio al que hacen referencia: El rey Arturo es el personaje central de la obra. El rey se dirigió a todos los ciudadanos. No obstante, y de ahí lo de la pluralidad de la Real, se ha aceptado que cuando se haga referencia a una eximia autoridad, el Rey, sin ir más lejos, o el Papa, todavía más cerca, se puedan escribir con inicial mayúscula, excepción que no contempla la norma general, pero hay que quedar bien con la aristocracia, sea laica o religiosa, por lo que se permiten las excepciones mentadas. Por la gracia de Dios.

Es importante, dada la época que nos ha tocado vivir, hablar de los o las ‘ex’, pero en estado ortográfico, es necesario dejar el género aparte, y limitarse a los ‘ex’ en sentido prefijal. El prefijo ex- debe escribirse, como cualquier otro prefijo, adherido a la base léxica: exempleado, exministro, exalumno, exjugador, examante, etc. No obstante, el prefijo se escribe como palabra independiente, o sea, separado, si su base es pluriverbal. Es decir, si consta de varias palabras, como ocurre con las locuciones y otro tipo de grupos sintácticos: ex alto cargo, ex capitán general, ex número uno, ex primer ministro.

Todavía no han terminado las sorpresas, para los más tibios. Por primera vez se admite la escritura, aunque aún es minoritaria, en una sola palabra, de los cardinales superiores a treinta en las decenas, al pronunciarse átono el primer componente: treintaicuatro, cincuentaidós, setentaicinco, noventaiocho. Esto es muy interesante, pero incomprensible, puesto que elimina una ‘ye’ (de ‘cincuenta y dos’ ha pasado ha ‘cincuentaidós’), letra al alza desde su relanzamiento que pierde enteros en este caso: no hay quién los entienda.
No se ha tenido en cuenta este criterio en los múltiplos de mil, que se siguen escribiendo en dos palabras: tres mil, ocho mil, etc. En estos casos solo se hubieran ahorrado un espacio.

Ahora, ‘hay que atarse los machos’ –célebre frase originada en México, 1914, durante las celebraciones de la toma de Chihuahua, cuando “El Macho”, lugarteniente de Villa, cayó en la cuba donde cocían el cáñamo para la fabricación de cordones para zapatos–, porque lo que viene tiene que pillarnos firmes en el firme (valga o no la redundancia. Vosotros mismos). Pues resulta que para los nombres propios compuestos (‘Iolanda Yénifer’, p. e.), se admite, aunque aún es minoritaria, la escritura de los nombres propios compuestos en una sola palabra y con la desaparición de la tilde del primer componente, si esta le correspondía como palabra autónoma. Se trata de seguir así la pauta de unir en una sola palabra aquellos compuestos cuyo primer componente es átono: Joseluís, Mariángeles, Joseángel, Angelmaría, Juampablo, Josemilio, etc. ‘Iolandayénifer’.

A todos nos chirría alguna vez al oído un vocablo malsonante. Y que peor sonante que juntar un adverbio con un posesivo: ‘delante mío’.
Aunque muy extendidas en el uso, hoy no pertenecen al español culto: *delante mío, -a, *detrás suyo, -a, *encima nuestro, -a, *cerca vuestro, -a, *lejos mío, -a, *enfrente suyo, -a…
Hay excepciones: cuando se trata de locuciones adverbiales o preposicionales formadas con un sustantivo, la combinación con posesivos es correcta: al lado mío/a mi lado, a pesar nuestro/a nuestro pesar, de parte tuya/de tu parte, en contra suya/en su contra, etc. Todos estos sustantivos admiten, además, en estas locuciones el complemento con preposición: al lado de mí, a pesar de nosotros, de parte de ti, en contra de él/ella/ellos/ellas
El adverbio alrededor se comporta como las locuciones anteriores: alrededor mío/a mi alrededor/alrededor de mí.
Para finalizar, no he podido resistirme a los superlativos. A aquella nariz, superlativa por antonomasia, que tenía a un Góngora pegado en su dorso y que nos descubrió ‘sonetadamente’ Quevedo (disculpad por adverbializar adjetivos inexistentes, pero me he sumado a la indulgencia que tiene el vulgo para expresarme con más laxitud).
Se consideran correctos algunos superlativos con –ísimo que tienen base léxica sin diptongo (formas más cultas) tanto como los que se generan con una base léxica con diptongo: fortísimo/fuertísimo, bonísimo/buenísimo, recentísimo/recientísimo, novísimo/nuevísimo, grosísimo/gruesísimo, certísimo/ciertísimo, calentísimo/calientísimo. Todo esto suena ‘bienísimo’, por lo que seguro que nos acostumbraremos. De todas maneras, la forma culta es sin el diptongo.

Y si alguien quiere saber algo más, siquiera algo, les sugiero “La Ortografía Básica de la lengua española”, editada por la Real Academia Española de la Lengua (Imperial) en 2012.

Por otra parte, no crean que no entiendo a los académicos. Normativizar una lengua tan antigua  y vasta como la española conlleva escuchar, pensar, reflexionar, compartir, discutir, decidir, acordar y publicar: extremadamente complicado, incluso para los inmortales (2).

(1) En 1713 el propósito de la Real Academia era «fijar las voces y vocablos de la lengua castellana en su mayor propiedad, elegancia y pureza». Se representó tal finalidad con un emblema formado por un crisol puesto al fuego, con la leyenda Limpia, fija y da esplendor. Nació, por tanto, la institución como un centro de trabajo eficaz, según decían los fundadores, «al servicio del honor de la nación».

(2) Los 46 miembros de la Academia son elegidos de por vida por el resto de los académicos y se les conoce como Inmortales (quizá por influencia del uso del mismo apelativo en Francia para los académicos galos).

Colau

viernes, 8 de noviembre de 2013

Yo no ronco



Después de unos pensamientos muy poco serios, he decidido finalmente dedicarme a la filosofía de calidad. Este magnífico ensayo plantea de una manera ontológica o antológica, como prefieran, la estética del roncar. Dejar de roncar es, simplemente, proponérselo, sino lean lo que decía Nietzsche al respecto: “Además, durante toda una vida, el hombre se deja engañar por la noche en el sueño, sin que su sentido moral haya tratado nunca de impedirlo, mientras parece que ha habido hombres que, a fuerza de voluntad, han conseguido eliminar los ronquidos”.

La siguiente historia está escrita en tono masculinista —el que ronca es el hombre—, pero perfectamente se le podría aplicar un tono feminilista en la que quien roncara fuera ella. Por lo dicho, pretendo quedar exento de dudas sobre tendenciosas  referencias de género (sexo).

Yo no ronco

—Buenos días, rey mío: has roncado esta noche.

—¡No me digas! Pues debe ser que he dormido en posición de decúbito supino (de espaldas. Es que cuando estamos enamorados tenemos estos excesos lingüísticos, entre otros excesos) o del vinito que tomamos ayer: tengo la voz de cazallero. Porque yo, normalmente, no ronco.

—No te preocupes, amor, no me ha molestado; me he vuelto a dormir enseguida.

Esta pareja está enamorada y sus palabras, además del tono melifluo habitual, no pasa de una inocuidad aparente a la par que inocente. El espíritu de las frases no es el literal, y esto, de lo cual no se ha dado hoy cuenta la pareja, les pasará factura en el futuro. La primera frase en realidad lleva escrita en sus espacios vacíos la preocupación de la dama: «justamente, con lo encantador que es y lo que le quiero: ¡ronca! Supongo que es lo que él dice, pero como siga así vaya futuro nos espera». La respuesta de él es tan patética como falsa. En realidad él quería decir: «sí, ronco como un cerdo desde hace años, pero nunca nadie me ha dado el coñazo puesto que no he dormido con nadie que se despierte a medianoche y se entretenga en marcar el compás de mis ronquidos. La próxima vez lo que tiene que hacer es despertarme y verás si le daré ronquido. Por todas partes». Finalmente ella le quita hierro al asunto, y también miente, puesto que sí le ha molestado y no se ha dormido enseguida, sino que ha tenido tiempo para pensar en la miseria humana del hombre cuando se quita los Hacketts, la Façonnable y las Camper, y se le escapa un conato de apacentamiento de criadillas que espera que pase desapercibido. Mientras que ella, más pudenda y previsora, se va al baño para adecuar su bisectriz.

La cama es el reducto de la intimidad. El aroma de Chanel mengua en la misma proporción en que va aumentando el de los humores corporales y otros menos feromónicos que en alguna ocasión se escapan por rendijas que creíamos estancas. Posturas no habituales. Son síntomas de relación real,  como otros bien conocidos que aparecen en mitad de la noche, o justo cuando esta empieza, y suscitan ruidos que pueden llegar a ser molestos para el oyente. De hecho, siempre que hay un oyente son molestos.

Con el tiempo, la pareja va ganando consistencia, experiencia y menos miramientos: «¡Roncas! ¡Tienes que hacer algo!» Es el primer ataque serio y frontal a la evidencia. Cuando la pareja –ella– tiene que levantarse a las siete de la mañana y a las cinco está dando empujoncitos o haciendo sonidos onomatopéyicos con la boca emulando la llamada a las gallinas, se da cuenta de que tiene que tomar medidas de choque urgentes, y se dirige al sujeto activo –o sea, tú– para que concluyas tu festival onírico-sonoro de una vez, para siempre, y ya.

El primer paso es ir al médico. Vas al otorrinolaringólogo: ¡Craso error!

 —Doctor, ronco.

—¿Se despierta por las noches sin poder respirar? ¿Se siente cansado durante el día? ¿Se duerme conduciendo? ¿Fuma? ¿Toma habitualmente bebidas alcohólicas? ¡Tiene sobrepeso! Buenoooo… Hay que reducir peso, de fumar ni hablar, y no duerma de espaldas: cósase una pelota de tenis al pijama en la espalda, así nunca estará bocarriba. Seguro que mejora. Si no fuera así, habría que pensar en la cirugía.

—¿Cirugía?

—Sí. Es una operación sencilla se quita piel sobrante del paladar, campanilla incluida (úvula en ininteligible lenguaje médico), amígdalas y alguna rectificación nasal si hubiera desvío de tabique. No se preocupe, existen sistemas láser y quirúrgicos tradicionales muy avanzados.

—¿De pago?

—Sí. Tenga en cuenta que este tipo de operaciones no son incluidas por las compañías en sus pólizas.

Volvemos a casa dispuestos a sacrificar nuestra existencia: «¿Fumar?, no lo dejaré, pero procuraré fumar un poco menos. ¿Beber?, no tomaré destilados, solo cervecitas y vino. ¿Peso? Sí, tengo que adelgazar. A partir del lunes ensaladitas y saldré a correr, pero ¿cuándo?, no tengo tiempo. Bueno quizás con el régimen baste. Ahora, lo de la pelota sí que no. Ya me cuidaré yo de no dormir de espaldas».

Primer intento fallido. Sigues gruñendo a un buen nivel toda la noche. Llegan las primeras discusiones ya que ella te sigue reprochando sus desvelos y tú argumentas que haces lo que puedes. Ahí empieza la segunda fase: los remedios surgidos del «tengo un amigo que…», «he leído en internet…», «a mi hermano le pasaba lo mismo y…», fracasos uno detrás de otro: ¡Nada sirve! El enamoramiento subyuga hasta cierto punto, pero superado éste, ni amor ni gaitas: «¡Quiero dormir!»

Ya estás dudando si trasladarte a otra habitación u operarte, o ambas cosas. Ninguna de las dos es descartable. Ya no está el horno para bollos: la máquina de reñir, de reprochar, ahora con ojeras, no te dejará dormir. Hasta tal punto que alguna noche te tengas que marchar a dormir con los niños o al sofá de la tele, el de las siestas.

En un momento de lucidez, piensas, reflexionas y, finalmente razonas, y la razón te dice que si el problema es el ruido, con unos simples tapones en los oídos de la oyente el tema estará solucionado. Se lo comentas a tu pareja. «¡Ah, no! no oiría el despertador, además los tapones no eliminan todo el ruido y con el que tú haces… No. No es la solución, amor mío. O te operas o te trasladas a la habitación de invitados (que todo el mundo tiene una en su casa)».

Como amas a tu pareja y sientes en el alma que no descanse, puesto que su alegría es la tuya y su indisposición también es la tuya, tomas la decisión: «¡Me opero!» Médico, análisis, declaración jurada, pasta gansa –mucha–. La operación, un éxito: «ya no tendrás más problemas» te dice el médico. Tú, que ya te arrepientes, porque escupes sangre, porque ha subido un tono tu voz que ahora suena más aflautada: «mucho más bonita» te anima tu pareja. Si todo va bien y no se ha formado una gleba de sangre que provoca que no se cierre alguna herida y te llena el estómago de sangre que, al no digerir el cuerpo humano la suya propia, la va vomitando con frecuencia suficiente para que no duermas en toda la noche, hasta que la gleba, en una de las arcadas, se despega y permite cicatrizar la herida.

Al día siguiente comentas la posibilidad de intentar compartir nuevamente el lecho. La pareja accede puesto que para eso te han violado la nariz y la garganta.

—¿Qué tal? ¿He roncado?

—Un poquito, pero mucho más flojo que antes. Esto irá desapareciendo. Qué bien, amor mío, lo has hecho por mí. ¡Te quiero tanto!

No. No irá desapareciendo. Cuando estés curado de la operación, después de la convalecencia, volverás a roncar. Te venden que las tasas de éxito oscilan entre el 50% y el 70%. Optimismo del médico (embaucador). En cualquier caso, a ti te ha tocado el 30% o 50% restante. A los pocos meses vuelves a estar en plena forma y tus ronquidos traspasan muros de carga, no solamente de Pladur.

Vuelves a la habitación de invitados, u otra, pero diferente de la conyugal, y decides que solo no se duerme tan mal y que no vas a tomar más medidas, por lo menos de momento, entre otras cosas, porque no tienes ni idea de que acciones tomar. Priva una relajante y resignada tregua.

Puede suceder, de hecho se dan algunos casos, en que la pareja se rompe y cada uno se va a su casa. Bueno, la mujer se queda y tú te vas. En este caso ya no vuelves a roncar más. No es que roncases por la cercanía de tu pareja, es que ya nadie es testigo de tu sueño y tú el que menos. Sin testigos, se acabó el roncar. El roncador jamás oye el ruido de sus ronquidos: axioma irrefutable.

Pero que poco dura la alegría en la casa del pobre. Te levantas cansado, despiertas alguna vez advertido por tu subconsciente de que te habías olvidado de respirar; te das cuenta que te vas haciendo mayor y ya has perdido la cuenta de los conocidos que se han marchado con un fallo cardíaco –incluso a uno se le paró el corazón entre ronquido y ronquido– y, ahora, sin agobios ni presiones externas, pero ciertamente acongojado, empiezas a indagar sobre la existencia de soluciones serias al problema de los ronquidos y las apneas –te has enterado, por internet, que así se llaman estas pausas en la respiración. Y piensas que si el subconsciente te falla alguna vez y se te olvida demasiado tiempo respirar…–.

Descubres que el especialista al que deberías haber ido la primera vez no se llama otorrinolaringólogo, sino que hay otros a los que se les llama neumólogos que, parece ser, están más duchos en estas lides. Y lo visitas. Después de las preguntas de rigor, te suelta así, como una cosa normal, «tendremos que hacer una prueba del sueño», «¿?» contestas tú. «Es muy fácil. La enfermera te dará hora. Se trata de venir aquí, por la noche, con el pijama –no olvidarse las zapatillas– y marcharse por la mañana –a las 6:00 si tienes que ir a trabajar o a las 6:30 si estás ocioso–».

Te presentas a la hora convenida, 23:15 o 21:30 según vayas a una clínica privada o a una de la Seguridad Social. Una vez puesto el pijama –y las zapatillas, si no las has olvidado. Con pijama y zapatos de calle harías tu papel– te cablean, o sea, te colocan cables por todo el cuerpo –hasta veintiuno– y dos correas –pecho y abdomen–. De esta guisa y la incomodidad que representa arrastrar veintiún cables y dos correas por debajo de las sábanas, debes dormirte, porque van a monitorizar tu sueño para documentar lo que pasa contigo mientras recorres las distintas etapas desde el adormecimiento –ahí crees que no vas a llegar nunca–, el sueño ligero, el sueño profundo, sueño delta, fase REM, y sus alternancias. Por la mañana crees que no has dormido en toda la noche, pero sí, no solo has dormido, sino que has roncado toda la noche. «Le avisaremos cuando tengamos los resultados». Son las 6:15, es de noche y tienes prisa por llegar a casa e irte a dormir.

—Tienes apneas, veinticinco por hora, concretamente, y roncas –aquí el neumólogo no se ensaña en la palabra roncas porque es un profesional y sabe que si estás ahí es, precisamente, por ello–. Pregúntale a tu seguro privado si te cubre la instalación de una CPAP. Para que te la cubra la Seguridad Social debes tener un mínimo de treinta apneas por hora.

—¿?

—Es un apartito, un compresor, que te insufla aire con la fuerza adecuada para que no vibren las membranas del cuello cuando duermes y, por tanto, no ronques ni tengas apneas. El único inconveniente es que tienes que dormir con una mascarilla todas las noches. La enfermera te dará hora para que vengas a hacer la prueba de presión.

—¿?

—Es simplemente pasar una noche aquí, con monitorización y mascarilla conectada a una CPAP para ir regulando la presión y poder establecer el ajuste exacto de la máquina.

Otra noche cableado, con pijama y zapatillas, pero, además, con una mascarilla conectada a un tubo y éste, a su vez a un aparatito con cierto nivel acústico. La mascarilla solo te cubre la nariz, pero si abres la boca te sale aire por todos los orificios del cuerpo. Te da la sensación de que si cierras la boca te vas a hinchar como un globo hasta explotar y dejarlo todo perdido. Se ve que está muy bien pensado, puesto que al dormirte el cuerpo se adapta perfectamente al funcionamiento del artefacto. El secreto, inspirar y expirar solamente por la nariz. Esto no lo descubres en tu consciencia, sino que es tu inconsciente el que ve claro cómo funciona el invento.

—Presión de 9. 

El médico te entrega unos resultados, que entregas a tu compañía de seguros, que entrega, a su vez, a la compañía suministradora y mantenedora de CPAPs. Y van, y te instalan una CPAP  y te la gradúan a 9.0 cmH2O –con un par–.

Por fin se acabó el problema del roncar. Te acostumbras desde la primera noche a dormir con la mascarilla, y te anima levantarte descansado, como nunca antes habías hecho. Claro que te imaginas tu aspecto mientras duermes y sabes que no dista mucho de uno de los protagonistas de Monstruos, S.A. Eso, si uno duerme solo, no tiene la menor importancia; si duerme con su pareja, escasa; pero si llevas una amante ocasional, y para dormir sacas el aparato y te colocas la prótesis, aunque le consuele que no ronques, posiblemente sea la primera y la última vez que duermas con ella. Quizás, ni la primera.

Si roncas y tienes apneas, y te causa problemas conyugales o físicos –no son tan importantes como los conyugales, pero también deben cuidarse–, acude al neumólogo e imagínate a Alf durmiendo plácidamente, con un murmullo de fondo como de una rueda de bicicleta que se está deshinchando. ¡Problema resuelto! 

No ha sido exactamente como Nietzsche pensaba, pero sí de una lógica aristotélica de libro.

Colau