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sábado, 25 de enero de 2014

La ley de símbolos



La ley de símbolos

Nombre: Ley 9/2013, de 23 de diciembre, sobre el uso de los símbolos institucionales de las Illes Balears = 3750 palabras (el número de palabras es cosa mía).

COMPOSICIÓN DE LA LEY

EXPOSICIÓN DE MOTIVOS: Intento por convencernos de la absoluta necesidad de esta ley: 1231 palabras. El 33%.

TITULO I DISPOSICIONES GENERALES: Artículos básicos de la ley: 832 palabras. El 22%.

TÍTULO II RÉGIMEN SANCIONADOR: Lo que te espera si no cumples: 1145 palabras. El 31%.

OTRAS DISPOSICIONES: Cambios que supone en otras leyes, derogaciones, plazos, etc.: 542 palabras. El 14%.

Ya sé que no es matemático, ni lógico, ni tiene ningún sentido, y todo tiene su explicación, pero, ¡es curioso!, el 64% de la ley se ha utilizado para convencernos de su necesidad y para reñirnos si la incumplimos. La ley en sí es muy poca cosa (el 22%). Veámosla, pero permitidme unos razonamientos previos.

Sin prejuicio alguno, uno empieza a leer la nueva ley esperando encontrar una herramienta para mejorar la relación entre los ciudadanos, y un referente de justicia y equidad que debería privar en todas las leyes. Las leyes son justas o no son leyes, sino normas para tener entreverada la libertad de los no alineados con las conveniencias de quienes las dictan.

Esta ley, es considerada injusta e innecesaria por una parte de la población: esto no es ni mínimamente aceptable. Con esta percepción (aunque sea solo de algunos) una sociedad no puede vivir en ese estado tan hermoso al que Aristóteles llamo “amistad cívica”. Es indispensable que los poderes ejecutivos se esfuercen en “descubrir acuerdos sobre mínimos de justicia” que, cuando menos, integren a la mayoría de ciudadanos.

No debemos perder de vista que el poder legislativo, en representación de todas las personas de su ámbito de actuación, debe proteger los derechos de las personas, y no lo contrario, puesto que está obligado en justicia a hacerlo.

La prudencia y la justicia, además de la fortaleza y la templanza (virtudes cardinales), son las virtudes que constituyen el marco de una vida plena, el marco de la “amistad cívica”. AdelaCortina llama “cordura” a la unión de las dos primeras. Si los poderes ejecutivos y legislativos no tienen en cuenta estas dos virtudes a la hora de legislar, pueden zambullir al pueblo que representan en un vertiginoso tirabuzón hacia el pasado, en aras de conveniencias implícitas de los aparatos de los partidos que aplican la “alineación” como corsés para las libertades individuales.

Entremos ya en materia, y veamos si esta ley cumple con las premisas mínimas (como cantaba Serrat) antes aludidas y si era estrictamente necesaria para el desarrollo cívico de la sociedad. En definitiva si, una vez aplicada, la comunidad balear será una sociedad más libre y más justa.

Resulta interesante observar que la ley empieza con una “EXPOSICIÓN DE MOTIVOS”, donde uno espera encontrar las razones de bien público que justifican la ley. Al comenzar su lectura, nos damos cuenta que los cinco primeros párrafos hacen referencia a las leyes, vigentes en la actualidad, que regulan los símbolos a nivel estatal y autonómico:

1)    Artículo 6 del Estatut de Autonomia (sobre la bandera autonómica y la de cada isla).
2)    Ley 39/1981 (sobre la regulación estatal de banderas y símbolos).
3)    Ley 7/1981 (sobre la regulación autonómica del escudo y su uso).
4)    Ley 4/2001 (sobre que el presidente de la Comunitat puede utilizar la bandera como guion).
5)    Constitución Española art. 148.1.1ª (sobre las competencias de las comunidades autónomas en materia de organización de sus instituciones de autogobierno).

Una vez leídos los puntos anteriores, me pregunto que, si ya está todo legislado, habrá alguna razón de peso que justifique la ley. Si seguimos leyendo, en el párrafo seis encontramos los primeros motivos: “[…] en estos momentos se considera conveniente regular con más detalle el uso de símbolos institucionales […], así como qué símbolos se pueden utilizar o colocar en los inmuebles o muebles afectos a servicios públicos de la CAIB. En primer lugar me referiré al “en estos momentos se considera conveniente”. ¿Qué momentos son estos? ¿Por qué se considera conveniente? ¿Qué tienen de particular los momentos actuales para sacar esta ley? ¿Qué sucesos han acaecido en la comunidad balear que el Ejecutivo entienda que deban regularse? No hay respuesta, pero sabemos que las conveniencias surgen de las contingencias y que los momentos son ajenos a éstas.
[…] así como qué símbolos se pueden utilizar o colocar en los inmuebles o muebles afectos a servicios públicos de la CAIB. Esto es nuevo. Ahí asoma el primer conejo. Toda la legislación apuntada en los seis primeros párrafos atiende a los símbolos oficiales, su utilización y su idoneidad. Ahora nos habla únicamente de “símbolos”, en general. Es decir, hay que ampliar los conceptos bandera, escudo, etc., a los conceptos carteles, lazos, pancartas, o cualquier tipo de señal que, aun siendo respetuosa con los símbolos oficiales, no gusten a los valedores de la ley.
No menos importante es la segunda parte del entrecomillado, puesto que por primera vez no se hace referencia a los inmuebles oficiales, sino a los “inmuebles afectos a servicios públicos”. Cabe suponer que hay algunos centros que hasta ahora no se consideraban inmuebles oficiales, pero que entran de lleno en la nueva definición –sin ir más lejos, los colegios públicos y los concertados–. Me pregunto, ingenuamente, si los símbolos religiosos de algunos colegios concertados se considerarán símbolos tóxicos. Ya sé la respuesta: no.

El séptimo párrafo no me gusta (pero no lo puedo arrancar como harían Groucho y Chico Marx). Tiene ciertos tintes de cinismo, cuando menos de sarcasmo, cuando dice que “con esta ley […] se pretende objetivar el uso de los símbolos en los muebles o inmuebles afectos a servicios públicos […] para garantizar este desarrollo pleno de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a las libertades fundamentales, sin interferencias ideológicas de ningún tipo”. (Podéis sonrojaros tranquilos). Me preocupa que el papá gobierno se ocupe de mi ideología o de la de cualquier otro ciudadano, pero no es cuestión ideológica estar de acuerdo o discrepar sobre actuaciones gubernamentales consideradas impuestas y, precisamente, eso es lo que prohíbe la ley. Permite la ideología, pero no la libertad de expresión: ni un símbolo en el balcón ni un eslogan en la puerta del despacho. Contrarios a la acción del gobierno, se entiende.

En el párrafo octavo se confirman las sospechas de a quién va dirigida la ley. Leer “libertad de enseñanza”, “la educación tendrá como objeto…”, es decir, un panegírico a favor de los derechos de los niños, al aprendizaje y al “desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a las libertades fundamentales”. Ahí uno ya empieza a atar cabos: “En estos momentos se considera conveniente” + “Qué símbolos se pueden utilizar” + “Inmuebles afectos a los servicios públicos” + “Libertad de enseñanza” = Leche.

El párrafo noveno intenta otra justificación, atendiendo a que “la Constitución Española consagra el principio de objetividad e interés general en las actuaciones de las administraciones públicas […] esta norma debe impregnar toda actuación y todo uso que se puede hacer de los bienes y espacios destinados a los servicios públicos que prestan estas administraciones”. ¿Significa esto que el Gobierno Balear se arroga la potestad constitucional de decidir que esta ley es para nuestro bien e indispensable para la salud democrática, por lo que la considera de “interés general”? Bien mirado, todos recordamos las multitudinarias manifestaciones exigiendo esta ley que, después de 2500 años de historia democrática universal sin ella, por fin, el Sr. Bauzá se ha dado cuenta de que no podíamos vivir un día más con esta carencia. Y todo por el interés general, es decir por el interés de la inmensa mayoría ¿?

El décimo párrafo nos introduce un nuevo objetivo. Aparecen aquí “los sufridores”, aquellos que están bajo dominio total de la administración, y que cada vez que se reparten collejas a ellos les toca alguna. Me refiero a los que puede controlar la administración, a los que saben, a los técnicos, a los docentes, a todos aquellos a quienes se les teme: los funcionarios. No veo yo la necesidad de crear una ley para regular las actuaciones de los funcionarios, puesto que quiero creer que en sus regímenes disciplinarios y códigos éticos todos estos temas estarán más que resueltos y, si así no fuera, resultaría más fácil y económico regularlo internamente, y no a través de una ley. De hecho, el párrafo en cuestión es explícito “la ley 7/2007 del Estatuto Básico del Empleado Público […] establece […] como fundamento de actuación […] la objetividad, la profesionalidad y la imparcialidad en el servicio”. Continuando con esta misma ley, el párrafo siguiente describe el artículo 53, en el que “dispone que la actuación de los empleados públicos debe perseguir la satisfacción de los intereses generales de los ciudadanos y se debe fundamentar en consideraciones objetivas orientadas hacia la imparcialidad y el interés común, al margen de cualquier otro factor que exprese posiciones personales, familiares, corporativas, clientelares, o cualesquiera otras que puedan topar con este principio”. ¿Está suficientemente claro? Empiezo a preocuparme, ya que me da la sensación de que lo que se pretende es establecer por ley un régimen disciplinario y, en consecuencia, sancionador, que dé vía libre a las amonestaciones y a los despidos, por la libre apreciación o simple inquina de los guardianes de la ley. ¿Dónde están los márgenes que debe guardar el funcionario?, ¿cuáles son los criterios?, ¿por qué incluirlos en esta ley si la 7/2007, de 12 de abril, ya lo regula, y la 3/2007, de 27 de marzo (párrafos 12 y 13) que contemplan como “falta muy grave para el personal al servicio de las administraciones públicas la violación de la neutralidad o la independencia políticas haciendo valer su condición de personal funcionario”. Me imagino que habrá que incluir también a los empleados no funcionarios, trabajadores de centros concertados, entre otros, ya que esta ley se refiere a los empleados de las “administraciones públicas” y no a los que trabajan en “inmuebles afectos a servicios públicos de la CAIB.

Los siguientes párrafos (14, 15 y 16) hablan de “seguridad jurídica”, “potestad legislativa”, “neutralidad y lealtad institucional”, etc. Se reitera para justificar la ley, utilizando frases tan grandilocuentes como ambiguas, confusas e interpretables a gusto del legislador. La retórica no es necesaria en una ley.

No sé si ha quedado claro lo que pretende la ley, pero esto es lo que argumenta en 1231 palabras.

TÍTULO I DISPOSICIONES GENERALES

Los tres primeros artículos de estas disposiciones generales (consta de 5 artículos) se limitan a describir los “símbolos oficiales de las Illes Balears”, “la bandera de las Illes Balears” y el “ámbito de aplicación”.  Hasta ahí todo es completamente innecesario por redundancia con leyes anteriores.

El artículo cuatro ya apunta alguna modificación importante. Ya en su título dice mucho “Uso de los símbolos en los inmuebles o muebles afectos a los servicios públicos de la CAIB. Aquí vemos como lo indicado en la “exposición de motivos” se convierte en artículo de ley. Además vemos que no se limitan a legislar sobre los símbolos en los inmuebles, sino también en los muebles, es decir, a todo el interior del edificio, despachos, puertas, pizarras, bibliotecas, etc. En sus tres primeros apartados, este artículo relaciona los símbolos permitidos: bandera UE, bandera de España, escudo de España, los símbolos oficiales propios de las Illes Balears (que se detallan en el artículo dos de esta ley). Además, “símbolos conmemorativos de carácter oficial […] representativos de declaraciones oficiales […] representativas de luto declarado oficialmente […] símbolos históricos o artísticos que formen parte de los conjuntos arquitectónicos de los inmuebles o muebles afectados”. En su apartado tercero indica que “cualquier otro símbolo diferente a los descritos […] deberá ser autorizado por la consejería competente”.
En el apartado cuarto obliga a los “bienes inmuebles afectos a los servicios públicos propios de la comunidad autónoma” a “disponer de una placa identificativa en la entrada del edificio con el logotipo del Gobierno de las Illes Balears…” Además, debajo del logotipo, se hará constar la circunstancia de que se trata de un centro subvencionado con fondos públicos. Quizás valdría la pena que el Gobierno se planteara colocar una placa en cada edificio oficial, en cada consejería, incluso en presidencia del gobierno, con el anagrama de la ciudadanía y un texto con el recordatorio de que este ente oficial está subvencionado por los ciudadanos.

El artículo cinco se limita a dejar claro de quién es la responsabilidad de que se cumplan o no los artículos anteriores. En primer lugar la responsabilidad recae sobre “la persona que por su cargo ocupe el lugar de más responsabilidad en los inmuebles…” y “en caso de ausencia de éste, la responsabilidad recaerá sobre el que le sustituya”. Este artículo no pertenece al “régimen sancionador”, pero está mucho más cerca de éste que de las “disposiciones generales” que, en realidad, solo tendría en pureza cuatro artículos.

TÍTULO II RÉGIMEN SANCIONADOR

El artículo seis, primero del “régimen sancionador”, detalla quien ostenta la potestad sancionadora que, por una parte corresponde “a la consejería a la que esté afecto el servicio público…”, y por otra corresponde “a la administración local a la que esté afecto el servicio público, las presuntas infracciones de aquello que establece el artículo 3 de la ley”. En pocas palabras, cuando se trate de un problema de banderas y similares, las medidas deberán ser tomadas por el ayuntamiento de la localidad mancillada, mientras que si son reivindicaciones o protestas por imposición de decretos lingüísticos, será la parte dura del rodillo del aparato gubernamental el que asumirá la potestad sancionadora: la consejería correspondiente, que es lo mismo que decir al presidente de la comunidad.

Me reconcilia con el legislador leer el primer párrafo del artículo siete, sobre infracciones leves: “Constituyen infracciones leves los incumplimientos de las obligaciones que recoge esta ley cuando no sean infracciones graves o muy graves”. Queda clara la obviedad. Supongo que es un guiño del legislador para quitar tensión al momento de la lectura.
Resulta curioso que utilizar siglas o símbolos de partidos políticos, sindicatos, etc., sea falta leve. ¿Dónde está el “respeto a los derechos de los ciudadanos”? ¿Dónde está “evitar confusiones a los ciudadanos”? ¿Dónde está aquello de “no se trata de impedir la libertad de expresión, sino de que ésta no se desarrolle en espacios que, per se, no deben tener ninguna connotación ideológica”? O sea, que lo que conculca claramente esta ley está considerado falta leve. Claro, eso serán errores inocentes, de incompetencia interesada, de simpatizantes ideológicos cuyo expediente se cerrará con un ¡huy, huy, huy! ¡Qué travieso! Que no se repita.
También está calificado de falta leve, no disponer de la placa identificativa. Yo, en este punto, le aconsejaría al Gobierno que mandara fabricar cuantas placas fueran menester, las instale, como si del cambio de nombre de una calle se tratara, y aquí paz y después gloria: nadie incurre en falta leve. Ninguna sanción. Además el gasto podría deducírseles de la subvención percibida. De esta manera, todos los empleados, al cruzar el umbral de su empresa, recordarán que allí debe cumplirse la ley de símbolos.
Es curioso que el apartado c) del artículo siete, indique que: “Incumplir lo establecido en los apartados 1, 2, 3 y 4 del artículo tres de esta ley…” se considerará también falta leve. Es decir, toda incorrección relativa a las banderas española, de la comunidad autónoma, de cada isla, de cada localidad, etc., se considerará falta leve. Se entiende, sobretodo porque este tipo de errores serán cometidos por políticos o funcionarios bajo las órdenes de éstos, por lo que no es necesario derramar demasiada sangre.

El artículo ocho considera infracción grave “no adoptar las medidas adecuadas a fin de que cese de manera inmediata el uso no permitido o no autorizado…”. En otras palabras, es infracción grave que el director de un colegio público no retire los emblemas o eslóganes en contra de una imposición del Gobierno.

Pero la infracción más grave no es la del responsable del centro, sino de la persona que coloque los símbolos no permitidos. En este caso el artículo nueve califica la acción de muy grave.

Los artículos diez, once y doce estipulan el importe de las sanciones de acuerdo con la gravedad de la falta. Van de 500€ a 2000€ para las faltas leves; de 2001€ a 5000€ para las faltas graves y de 5001€ a 10000€ para las faltas muy graves.

El artículo trece prevé que puedan existir casos constitutivos de delito, y la forma de actuar en estos casos, y hace incompatible la pena judicial con la sanción administrativa, pero no por el hecho de una absolución penal se libra uno de la falta administrativa: hay varios tipos de justicia.

El artículo catorce es paradójico, ya que presenta otra graduación de las sanciones, esta vez de carácter completamente subjetivo. Da la sensación de que lo estipulado en los artículos siete, ocho y nueve no acabara de asegurar una sanción, al esconder algún resquicio para que la conculcación de la ley quedara impune. Este artículo detalla, con aparente falta de rigor jurídico, que “las sanciones se graduarán en consideración a las siguientes circunstancias: a) Intencionalidad o reiteración. b) La naturaleza de los perjuicios causados. c) La reincidencia…”. Me pregunto ¿qué datos objetivos puede manejar la consejería correspondiente para evaluar los perjuicios que causa un símbolo no contemplado en la ley; o la intencionalidad o la reiteración? ¿Qué conocimientos tiene la administración para juzgar, y que derecho para interpretar? Se observa una forma de catalogar la presunta falta según el grado de humillación al que se vean sometidos los miembros del Gobierno.

El artículo quince hace referencia a la persona sobre quién recae la responsabilidad de las acciones. El artículo dieciséis regula las prescripciones de las infracciones y sanciones. Y el artículo diecisiete detalla los procedimientos administrativos sancionadores o el régimen disciplinario a aplicar.

Las disposiciones, adicional, transitoria, derogatoria y finales, no aportan excesivo interés para el ciudadano, por lo que si alguien está interesado en leer la ley al completo, no tiene más que pulsar AQUÍ  y…, “et voilà!”.

Después de lo expuesto, parece que no hacían falta alforjas para este viaje. Como se puede comprobar en la “exposición de motivos”, el tema de símbolos estaba sobradamente legislado, tanto en el ámbito estatal como en el autonómico. En cambio, se percibe una cierta inquina sobre alguien innombrado, pero que delatan en el octavo párrafo de esta exposición: es el colectivo de maestros y profesores de la enseñanza pública y concertada. ¿Los motivos? parecen obvios: 1) dar una respuesta autoritaria y contundente a las movilizaciones del sector educativo, y 2) la humillación que sufrió el gobierno del Sr. Bauzá tras el fracaso absoluto de su campaña para la elección de la lengua en las escuelas.
El tema de los funcionarios es para atar manos y advertirles que sus puestos de trabajo están en manos del Gobierno: todos los maestros y profesores de centros públicos son funcionarios.

El resto de mortales no debemos temer nada, de momento. Podemos lucir una “estelada”  en la solapa o un pin con la bandera republicana o una camiseta anarquista, hasta que alguien a un símbolo pegado, vitupere a algún político, entonces la ley se hará extensiva a toda la sociedad. Pero que sepan que quitar las insignias de balcones, puertas o solapas no destruye las ideas, sino que las consolida y fortalece aún más, si cabe. Solo sería un paso más en la supresión de libertades a las que nos está acostumbrando el Gobierno desde el acceso al poder de los tecnócratas, y la deshumanización consecuente de la política, la empresa y la sociedad.

La “amistad cívica” de Aristóteles y la “cordura” de Adela Cortina están en las antípodas de esta ley. La ética no era eso.

Colau

lunes, 13 de enero de 2014

La muerte: ¿fuente de angustia?



La muerte no es simplemente el último momento de la vida. «Estamos muriendo desde el nacimiento; el final está presente desde el principio» (Manilio). Está tan inexplicablemente unida a la vida que su consideración permanente enriquece la existencia y no al contrario: aunque el hecho físico de la muerte destruya al hombre, la idea le salva. Heidegger sostuvo que hay dos maneras fundamentales de existir en el mundo: 1) un estado de descuido de uno mismo y 2) otro de cuidado de uno mismo. Cuando uno vive en un estado de descuido del ser, se encuentra sumergido en el mundo de las cosas y en las diversiones cotidianas de la vida: el ser se mantiene en un «nivel inferior», absorto en los «necios parloteos», perdido en «los demás». Uno se rinde en el mundo cotidiano ante la preocupación de la manera de ser de las cosas.

En el otro estado, el cuidado del ser, uno no se maravilla por la manera de ser las cosas, sino por el hecho de que existan; se trata, pues, de una continua conciencia del ser. Este estado, que generalmente se conoce con el nombre de «modo ontológico» (del griego ontos, que significa «existencia»), se traduce en el cuidado del ser, por la responsabilidad que uno tiene con respecto a sí mismo. En este estado, se tiene plena conciencia de uno mismo como yo trascendental, así como del yo empírico. El ser capta sus propias posibilidades y límites; se enfrenta a la libertad absoluta y a la nada y experimenta angustia frente a las dos. Entre estas experiencias, la muerte es incomparable: es la condición que nos permite vivir la vida de manera auténtica.

Somos las únicas criaturas mortales que conocemos nuestra mortalidad, porque poseemos una conciencia de nosotros mismos. Negar la muerte a cualquier nivel es negar la naturaleza básica del hombre, lo que restringiría cada vez más la conciencia y la experiencia. En cambio, su integración nos salva; en lugar de sentenciarnos a una existencia de terror y pesimismo, actúa como catalizador para impulsarnos a un modo de vida más auténtico y realza el placer y el disfrute de nuestra existencia.

Es verdaderamente significativo el cambio que puede experimentar una persona al enfrentarse cara a cara con la muerte. Como ejemplo sólo quiero recordar la experiencia de un grupo de mujeres, con cáncer de pecho, terminal, en un grupo de terapia del Dr. Irvin D.Yalom: «[…] Ellas solían hablar de una etapa dorada una vez que superaban el pánico ante la evidencia de una muerte próxima. Unas decían que vivir con el cáncer las había hecho más sabias, más conscientes de sí mismas, mientras que otras habían reordenado sus prioridades, se habían hecho más fuertes, aprendido a decir no a cosas que ya no valoraban y sí a las cosas que importaban de verdad, tales como amar a sus familiares y amigos, observar la belleza, saborear el cambio de las estaciones. Pero qué pena, se lamentaban muchas, que sólo hubieran aprendido a vivir después de que el cáncer invadiera sus cuerpos…” Irvin D. Yalom (La cura Schopenhauer).

También, Yalom, explica algunas experiencias de suicidas que sobrevivieron después de haberse arrojado por el puente Golden Gate, cuyos comentarios iban desde: «El deseo de vivir se ha apoderado de mi… Ahora tengo un poderoso impulso de vivir… Toda mi vida ha renacido… He roto con todos mis patrones anteriores… Actualmente puedo percibir la existencia de otras personas…»

Muchas personas, cancerosas desahuciadas, aprovechan la crisis y el peligro para cambiar. Hablan de sorprendentes modificaciones y cambios internos, que sólo pueden atribuirse a un «desarrollo personal»:
  • ·         Reestructuración de las prioridades de la vida: trivialización de lo trivial.

  • ·         Sentido de liberación: la capacidad de elegir sólo lo que se desea hacer.

  • ·         Sentido realzado de la vida en el presente inmediato, en lugar de posponerla para cuando uno se retire o para algún otro momento futuro.

  • ·         Profundo aprecio por los hechos elementales de la existencia: el cambio de las estaciones, el viento, la caída de las hojas, la última Navidad, etc.

  • ·         Comunicación con las personas amadas más profunda que la mantenida antes de la crisis.

  • ·         Menos temores interpersonales, menos miedo al rechazo, mayor predisposición a arriesgarse que antes de la crisis.

La conciencia de la muerte crea síndromes psiquiátricos que no son otra cosa que reacciones ante la angustia que ésta provoca. Los filósofos describen esta angustia con diferentes atributos: «fragilidad del ser» (Jaspers), temor de «no ser» (Kierkegaard), «imposibilidad de posibilidades posteriores» (Heidegger), «ansiedad ontológica» (Tillich)

Distinguimos cuatro tipos de miedos: 1) a la forma de llegar a la muerte, 2) al «hecho» de morir, 3) a lo que viene después de la muerte  y 4) a la extinción del ser. Los tres primeros son temores relacionados con la muerte. En cambio, el cuarto, el miedo a «la extinción del ser» (la destrucción, la desaparición, el aniquilamiento) es el realmente básico.

Kierkegaard fue el primero que hizo una clara distinción entre el miedo y la angustia (temor), al contrastar el miedo a algo con la angustia, que es un miedo a nada en particular, «a una nada a la que el individuo es ajeno». Uno teme (o a uno le produce angustia) perderse y convertirse en la nada, y además este temor no puede localizarse ni explicarse. ¿Cómo podemos combatir la angustia? Desplazándola de la nada a algo. Esto es lo que Kierkegaard quiso decir cuando afirmó que «esa nada de la que sentimos temor, se va convirtiendo paulatinamente en algo». Rollo May lo ha expresado diciendo que «la angustia busca convertirse en miedo». Si convertimos el temor a la nada en un miedo a algo, podemos organizar una campaña defensiva: evitaremos la causa de nuestra inquietud, buscaremos aliados para enfrentarnos a ella, inventaremos rituales mágicos para conjurarla o planificaremos una lucha sistemática para despojarla de su contenido siniestro.

Se ha confirmado empíricamente que los individuos con gran devoción religiosa y los ancianos perciben la muerte con una «actitud bastante positiva, pero cargada de una angustia considerable en los niveles más profundos», mientras que los jóvenes que han perdido a uno de sus progenitores, demuestran mayor ansiedad evidente. Existen muchas formas de medir la ansiedad, que no analizaremos, pero lo que sí tiene relevancia es el hecho de que también existe, y resulta trascendental, la angustia inconsciente ante la muerte. Este tipo de angustia se manifiesta de muchas formas, aunque es difícil demostrar su procedencia, por lo que se deben realizar pruebas específicas de orden psicológico o humanístico para desenmascarar sus raíces. 

Parece bastante claro que existen dos tipos de caracteres en la manera de afrontar la ansiedad, si bien no resulta de una bipolaridad extrema, sino que forma más bien un abanico sintomático que  se desprenden de la afirmación de Fromm cuando escribió que el hombre va «anhelando la sumisión o codiciando el poder». 

Demos por sentado que la negación de la muerte siempre está presente y se manifiesta de diferentes maneras, pero existen dos básicas: 1) creer que uno es especial y no le puede ocurrir nada, y 2) creer que en última instancia un salvador nos rescatará. El primero se cree especial e inviolable (y busca individualizarse, independizarse y separarse) tal vez sea narcisista, actuará casi siempre de forma compulsiva, será propenso a expresar abiertamente su agresión, confiará en sí mismo hasta el extremo de rechazar ayuda ajena, en muchos casos  necesaria y adecuada, probablemente se niegue a aceptar sus propias fragilidades personales y sus límites, y será muy propenso a mostrar rasgos expansivos y grandiosos. El segundo individuo, completamente convencido de la existencia de un salvador (y que tiende a la fusión, la inmovilidad y la dependencia) buscará la fortaleza fuera de sí mismo, adoptará una actitud dependiente y suplicante hacia los demás, reprimirá la agresión, quizá muestre rasgos masoquistas y probablemente se deprima mucho cuando pierda a la parte dominante de la relación. Esto se resume en la existencia de dos tipos de «estilos cognoscitivos» que oscilan entre la independencia casi misantrópica hasta la dependencia más empalagosa. Ambos producen sus particulares disfunciones psíquicas cuyas únicas referencias que tenemos son la ansiedad y la depresión que son las consecuencias, no la angustia a la muerte, que es el origen.

Existen otras causas existenciales capaces de alterar nuestra salud psicológica. Algún día trataremos las alteraciones que producen la responsabilidad y la voluntad emanadas de la libertad intrínseca de la «realidad humana»; del aislamiento existencial, y de las dificultades anímicas de no disponer de un sentido  o proyecto vital claro y definido. Pero esto será otro día. 

Ahora quiero dejar claro que la incorporación de la muerte a la vida enriquece a ésta y permite a los individuos liberarse de trivialidades sofocantes y vivir de una manera más intencional y auténtica. Sin embargo, la muerte es una fuente primaria de angustia; impregna la experiencia interna y nos defendemos de ella mediante una serie de dinamismos de la personalidad.

No hagamos lo que hicieron las mujeres con cáncer del grupo de terapia de Yalom: aprendamos a vivir antes de que el cáncer invada nuestros cuerpos. 

¡Vivamos mientras estemos vivos! No cosifiquemos una vida que es tremendamente humana.

Colau


NOTA: los datos psicológicos y terapéuticos que aparecen en el post están recogidos del libro “Psicoterapia existencial
de Irvin D. Yalom.