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jueves, 29 de junio de 2017

COMENTARIO SOBRE EL PREFACIO Y LA INTRODUCCIÓN DE LA CRÍTICA DEL JUICIO DE KANT

Immanuel Kant nace en 1724 en la ciudad prusiana de Königsberg, y fallece en 1804 en la misma ciudad. Crece y se educa dentro de la Ilustración, donde la razón es liberada de cualquier tutela política o religiosa  y se usa para explicar la realidad sin tener en cuenta la religión. Políticamente predomina el despotismo ilustrado,  y Prusia goza de años de prosperidad bajo el trono de Federico II el Grande y de su hijo, Federico Guillermo II. Newton fallece cuando Kant era casi un recién nacido, pero le sigue una época de enormes avances científicos, toda vez que la ciencia se ha liberado de la tutela de la Iglesia. En el plano filosófico Kant bebe de las fuentes del racionalismo y del empirismo, que dominan las ideas ilustradas de la sociedad del siglo xviii, tanto en lo moral, en lo político, en lo científico como en lo religioso.
En cuanto al cuestionamiento que de la belleza habían hecho los representantes de estas corrientes, el racionalismo se basaba en la racionalización del pensamiento que había hecho Descartes en el siglo xvii, quien había puesto las bases de una estética basada en la razón y en las normas de la naturaleza, estableciendo una separación radical entre la razón y la pasión. Toda estética racionalista era objetivista y defendía que lo bello era cuantificable y se podía reglamentar. Solo se podía llegar a la verdad a través de un método de conocimiento, de la misma manera que el artista no podía llegar a la belleza si no era siguiendo el método artístico establecido, lo que daba a entender que verdad y belleza eran diferentes expresiones de una misma cosa. La insistencia de Descartes en la metodología científica para llegar a la verdad y la importancia que otorgaba a la razón frente a los sentidos fueron sus grandes aportaciones: «la belleza se piensa, se puede medir y someter a argumentos». La otra gran corriente que, junto con el racionalismo, sería la base de la Ilustración y que tuvo influencia en el pensamiento kantiano, fue el empirismo. Uno de los cambios fundamentales de esta corriente fue considerar que la belleza no se relacionaba con ideas abstractas, sino con el sentimiento: «Se considerará bello todo aquello que genere un sentimiento de placer fundado en el apego o amor que produce, y no ya en la idea de terror como en el caso de lo sublime», como sugirió Burke, y para el cual, las propiedades de los objetos que se considerasen bellos debían ser completamente aprehensibles por los sentidos. Es muy importante la separación que hizo este autor entre el ámbito del objeto y del sujeto. Otros autores, como Hume, habían dicho que la belleza existía tan solo en la mente que la contemplaba y que cada mente percibía una belleza distinta; incluso Hobbes llegó a decir que belleza es todo aquello que con su aspecto nos promete el bien. Kant, influido por esas ideas, creó una forma propia de tratar la belleza, la cual proponía que los objetos podían ser juzgados bellos cuando satisfacían un deseo desinteresado que no implicara intereses o necesidades personales. Además, para Kant, el objeto bello no tenía propósito específico y los juicios de belleza no eran expresiones de las simples preferencias personales sino que eran universales.
Kant llama a su pensamiento «Filosofía Trascendental», entendiendo por tal el examen al que hay que someter a la razón humana para indagar las condiciones que hacen posible el conocimiento a priori, a la vez que se plantea cómo son posibles los juicios sintéticos a priori, incluso cómo es posible la naturaleza. Su planteamiento establece que todo conocimiento exige la existencia de dos elementos: un objeto de conocimiento y el sujeto mismo cognoscente. Kant basará sus principios filosóficos en analogía a la revolución copernicana, y, mientras los filósofos precedentes —racionalistas y empiristas—, habían puesto el acento en el objeto de conocimiento, Kant pondrá el acento en el sujeto que conoce y, en lugar de estudiar los objetos, focalizará sus estudios en las estructuras humanas, que son las que hacen posible captar dichos objetos. Kant defiende que el hombre tiene un a priori teleológico, es decir, unas estructuras que no dependen de la experiencia y que las tiene el ser humano por ser tal. Para reflexionar sobre estos temas escribirá la Crítica de la razón pura (1781), que será el primer pilar de su gran obra.
En esta primera Crítica, Kant establece como criterios a priori de la sensibilidad el espacio y el tiempo, lo que implica que no podemos tener experiencia alguna de esos dos conceptos, más bien al contrario, el espacio y el tiempo son unos a priori de la sensibilidad humana, y son ellos precisamente los que nos permiten tener algún tipo de experiencia. Lo que hace la imaginación es captar las intuiciones y transformarlas en fenómenos, mientras que el sentimiento organiza la materia que ofrece la imaginación y los sitúa bajo conceptos a priori, cuyo reflejo se materializa en las categorías kantianas. En el último nivel de conocimiento, la razón intenta dar forma bajo tres ideas regulativas: la idea de mundo, la de dios y la de razón, que, según Kant, mantienen la humanidad en marcha. La conclusión de esta Crítica es que el hombre no puede utilizar el conocimiento para hablar de dios, del mundo o de él mismo como si fuesen objetos de la experiencia, sino que existen unas estructuras cognitivas (a priori), que son comunes a todos los humanos.
En su segunda Crítica (Crítica de la razón práctica. 1788), Kant también busca unos a priori, algo común y universal por los que regirse y organizarse en la experiencia moral. Pero en ese caso no encuentra dichos universales, por eso se dice que así como en la primera Crítica encontró el reino de la necesidad, en la segunda encuentra el reino de la libertad. Por tanto, al no descubrir a priori alguno, nos da uno, su imperativo categórico: «Obra solo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal».
En la primera Crítica, Kant había establecido unos a priori universales que podían explicar el conocimiento, mientras que en la segunda, tal como afirma Sergio Givone, «exigía para los contenidos de la experiencia moral un certeza no menos absoluta de la que posee la ciencia a nivel fenoménico» (Givone 1999: 38). Pero se había dado cuenta de que establecemos conceptos sobre lo sensible para clasificarlo, y esto supone un a priori inapreciable que Kant creía haber descubierto, pero para explicarlo necesitó una tercera Crítica, la Crítica del juicio (1790), con la cual cobraran sentido las dos anteriores y formarán un grupo homogéneo y sólido de ideas que recibirán nombre al «criticismo».
La Crítica del juicio se compone de un prólogo o prefacio y una introducción compuesta por nueve secciones. Ambos textos son el objeto de los comentarios que a continuación se exponen. El resto de la obra se divide en dos partes: «La Crítica del juicio estético» y «La Crítica del juicio teleológico», con sus correspondientes libros y secciones, que no se tratan en este trabajo.
Cabe llamar razón pura a la capacidad cognoscitiva por principios a priori, y al examen tanto de su posibilidad como de sus límites cabe llamarlo «Crítica de la razón pura» […] Igual que a la razón, que no alberga principios constitutivos a priori, sino con respecto a la capacidad de desear, le fue indicado su dominio en la «Crítica de la razón práctica» […] La presente «Crítica del juicio» se ocupa de averiguar si el juicio, que supone un término intermedio entre la razón y el entendimiento, posee también de suyo principios a priori y si estos son constitutivos o simplemente regulativos. (Kant 2003: 109-110, Biii-Bvi).
Kant empieza reconociendo un error en el planteamiento de su filosofía. Cuando terminó su primera Crítica —basada sobre el sistema físico-matemático de Newton—, pensaba que sería suficiente para explicar todo su sistema filosófico, pero al analizar lo que había dejado fuera del campo del entendimiento y que no cabía en la ciencia, ya fueran ideas regulativas, libertad, moral, fantasías, quimeras, etc., tuvo que aplicarse y poner orden a todo lo que había dejado fuera, escribiendo su segunda Crítica. En el prefacio —y en el texto seleccionado— se refiere a lo demostrado hasta ese momento, y realiza un pliego de intenciones en cuanto a lo que va a hacer a partir de lo hecho, dado que se ha abierto un abismo entre lo teórico y lo práctico, es decir, ha sistematizado la ciencia y la moral, pero le falta algo, detecta un problema en su sistema que intenta resolver en esta tercera Crítica. Hasta el momento ha sistematizado la ciencia y la moral y, mientras que a la primera le corresponde el concepto de naturaleza, a la segunda le corresponde el concepto de libertad. Por naturaleza entiende lo que hay de naturaleza en el hombre, es decir, el entendimiento, las categorías, la necesidad, etc.; pero en la moral hay un concepto de libertad que resulta opuesto al anterior (necesidad frente a libertad). Cuando habla de libertad, observa tan libre al ser humano que tiene que administrarse leyes él mismo por lo que se impone el imperativo categórico, que actúa como una categoría sobre el fenómeno moral, como si fuera un a priori pero sin serlo. En ese momento, Kant tiene dividido su sistema entre dos esferas totalmente opuestas y necesita unirlas. La tercera Crítica detentará esta función: unir el mundo de la libertad y el de la necesidad bajo un mismo sistema. Por lo tanto, no está orientada a analizar la naturaleza concreta del arte y la belleza, simplemente los utiliza para «demostrar que no tienen nada que ver con la verdad, porque la belleza es ‘apariencia’, es decir, guarda relación […] con nuestra reacción subjetiva al acto de percibirlos», en consecuencia, el arte será entendido por Kant como un ‘juego’ que «expresa el libre y armónico ejercicio de las facultades independientemente del hecho de estar dirigidas a un fin» (Givone 1999: 37). En definitiva, Kant hace un análisis de la capacidad de juzgar, porque en esa capacidad puede que exista un a priori, algo universal que ha obviado y que sirva para unificar sus principios regulativos a la razón y los del entendimiento. Por eso, situará a la Crítica del juicio y su facultad de juzgar o discernir en medio de las otras dos, puesto que esa facultad interviene tanto en el entendimiento como en la razón, en consecuencia, debe existir un principio a priori que afecte por igual a esas dos facultades. Si lo encuentra, tendrá su sistema acabado.
En la Introducción nos explica, en ocho secciones, los pasos que ha seguido para unir los dos ámbitos, y una novena en la que confirma el «enlace de la legislación del entendimiento y de la razón por medio del juicio». (Kant 2003: 8).
En la sección i, «Sobre la división de la filosofía», empieza diciendo:

Se procede con entera corrección cuando se divide a la filosofía en teórica y práctica, tal como suele hacerse, en cuanto contiene principios del conocimiento racional de las cosas (y no simplemente, como la lógica, principios de la forma del pensar en general, sin diferenciar los objetos). (Kant 2003: 115, Bxi).
En esta primera frase deja claras las dos partes en que se divide la filosofía: teórica y práctica. En la filosofía teórica, la facultad central es el entendimiento (facultad que permite emitir juicios gracias al material proporcionado por la sensibilidad) y legisla o rige con sus principios constitutivos a priori, que son las categorías y se asocia al concepto de naturaleza, por tanto de necesidad; mientras que la filosofía práctica o de la moral, legisla con la libertad. El conocimiento está sometido a la naturaleza y legisla a priori constantemente y constituye los objetos, pero vemos la realidad en las condiciones de espacio y tiempo que son intuiciones puras, necesarias para percibir. A estas condiciones las imponemos desde nuestras mentes y no hay forma de probar que existan anteriormente, es decir, existen antes en la mente del ser humano que en la experiencia, por eso se dice que son a priori y no aportan conocimiento, pues son estructurales o formales, aspecto que deja claro ya al comienzo de la sección ii, «Acerca del dominio de la filosofía en general», cuando indica que:
Los conceptos de la experiencia tienen terreno en la naturaleza en cuanto conjunto de todos los objetos de los sentidos, pero no un dominio, pues ciertamente generan legalmente, mas no son legisladores, sino que las reglas fundadas sobre ellos son empíricas y por tanto contingentes. (Kant 2003: 119, Bxvii).
También en esta sección cabe destacar la referencia de Kant entre el la naturaleza y la libertad, que califica de ‘abismo’:
Por mucho que se constate un insondable abismo entre el dominio del concepto de la naturaleza, como lo sensible, y el dominio del concepto de la libertad, como lo suprasensible, de tal modo que no sea posible tránsito alguno del primer dominio al segundo (por medio del uso teórico de la razón), tal como si fueran dos mundos totalmente distintos de los cuales el primero no puede tener ningún influjo sobre el segundo […]. (Kant 2003: 110, Bxix).
Naturaleza —sensible— y libertad —suprasensible— son dos formas de dar a entender la división existente entre una y otra, y dejar constancia de que no hay tránsito posible entre esos dos mundos, pero luego añade que:
[…] Tiene que haber un fundamento para la unidad entre lo suprasensible que se halla a la base de la naturaleza y lo que contiene de práctico el concepto de libertad […]. (Kant 2003: 121, Bxx).
Es decir, tiene que haber una unidad que sin duda cree necesitar para, mediante la finalidad, obtener una visión entera del universo.
Kant, en la sección iii, «De la Crítica del juicio como un medio para unir en un todo las dos partes de la filosofía», describe las facultades:
Todas las facultades o aptitudes del alma pueden reducirse a las tres que ya no cabe derivar ulteriormente a partir de un fundamento común: la facultad cognoscitiva, el sentimiento de pacer y displacer y la facultad desiderativa. (Kant 2003: 122-123, Bxxii).
La capacidad de un conocimiento teórico se refiere a la naturaleza, con respecto a la cual solo es posible dar leyes a través de conceptos a priori de la naturaleza (en cuanto  fenómeno), que propiamente son conceptos puros del entendimiento. La facultad de conocer, legislada por el entendimiento es propia de la Crítica de la razón pura. Por su parte, la segunda Crítica o Crítica de la razón práctica, se ocupa de la facultad de desear que está legislada por la razón y por el imperativo categórico; se trata de una facultad superior según el concepto de libertad. Kant reconoce otra facultad, el sentimiento de placer o dolor, que sitúa entre la de conocer y la de desear, lo que supone que entre las facultades cognoscitivas del entendimiento y la razón, interponga la del juicio que, presumiblemente, entraña también un principio a priori. Pero como el juicio y la facultad de desear están vinculados, el placer o el dolor promoverán un tránsito desde la facultad cognoscitiva, es decir, desde el dominio de los conceptos de naturaleza, hacia el dominio del concepto de libertad, de igual forma que «en uso lógico hace posible el tránsito desde el entendimiento hacia la razón». (Kant 2003: 124, Bxxv). La facultad de juzgar nos permite subsumir lo particular de lo general, por lo que esta facultad se ejerce cuando nos enfrentamos a una naturaleza fenoménica, pero también cuando nos enfrentamos a una del ámbito suprasensible.
En la sección iv, «Del juicio como una capacidad legisladora a priori», cabe destacar la diferencia que hace Kant entre el juicio determinante y el juicio reflexionante:
El juicio en general es la capacidad de pensar lo particular como contenido bajo lo universal. Si está dado lo universal, entonces el juicio, que subsume lo particular bajo lo universal […] es determinante. Si solo está dado lo particular, para lo cual el juicio debe buscar lo universal, entonces el discernimiento es tan solo reflexionante. (Kant 2003: 124, Bxxv).
La subsunción que propone Kant se obtiene a través de una regla objetiva formada por el intelecto sobre la base de la estructura trascendental del conocimiento, o, en su defecto, mediante un principio subjetivo que el sentimiento considera adecuado cuando la forma fenoménica colma sus exigencias. La diferencia la explica Givone: «un juicio es reflexionante cuando está limitado a consideraciones puramente formales que no tienen que ver con la constitución del objeto; es determinante porque hace que el objeto sea lo que es y, por consiguiente, lo constituye y determina» (Givone 1999: 39).
Kant dirá que no habríamos llegado a ver la teleología cuando esta actuaba en el campo del conocimiento, pero sí que se manifiesta claramente cuando las facultades se fijan con estructuras u obras de arte, porque ahí no hay ninguna necesidad de conocimiento. En este caso, lo que hacen las facultades es participar del libre juego de la imaginación y del entendimiento. Es decir, cuando vemos una obra, no estamos en modo conocimiento, por lo tanto nuestra imaginación puede volar libremente. Pero, con un sujeto que goza de ciertas facultades y se encuentra en el contexto de conocimiento, Kant dice que la facultad de juzgar realiza juicios determinantes y, cuando estamos en contextos de observar la obra de arte, lo que hace la facultad de juzgar es emitir juicios reflexionantes. Lo que implica que las facultades de todo ser humano participan en el libre juego cuando se contempla una obra de arte cuya estructura y forma despiertan estas facultades y proporcionen placer. De forma sinóptica, podríamos deducir que un juicio es determinante cuando se subsume el particular bajo el general dado, y es reflexionante cuando, dado un particular, no se da un concepto o regla general.
En la sección v, «El principio de la finalidad formal de la naturaleza es un principio trascendental del juicio», Kant deduce el ‘principio de finalidad’
Este concepto trascendental de una finalidad de la naturaleza no es ni un concepto de la naturaleza ni un concepto de la libertad, porque no añade nada al objeto, sino que solo representa el único modo relativo a cómo hemos de proceder en la reflexión sobre los objetos de la naturaleza a propósito de una experiencia coherente y, por consiguiente, representa un principio subjetivo del juicio; por eso nos alegramos (al zafarnos de una necesidad), como si fuese un azar favorable a nuestro propósito, meramente empíricas, aunque hayamos de admitir necesariamente que una unidad tal existe, pese a que no seamos capaces de comprenderla ni demostrarla. (Kant 2003: 130, Bxxxiv).
Este principio regula sobre los dos mundos, pues tanto ejerce de motor en la ciencia como en la moral. La finalidad se concreta en buscarle el sentido a la vida, a la existencia, pues en el ámbito de la naturaleza, entendida como fenómeno, también actúa el mecanicismo ya que, como nos sugiere Kant, nos da leyes pero la finalidad nos mueve a articularlas. Cómo se percibe la finalidad es una cuestión compleja ya que, por ejemplo, parece que las formas orgánicas se materialicen para una función determinada, pero ¿cuál? El universo puede que tenga una finalidad —Newton, con su mecanicismo puro, nos dio leyes, pero no nos habló de finalidad—, mientras, el ser humano, sigue preguntándose por la finalidad, lo que hace que la facultad del juicio, que siempre está subsumiendo particulares en generales, se accione y se mueva. El principio a priori de la finalidad es el que actúa de motor en la facultad del juicio, y esta, a su vea, actúa de motor en los campos de lo sensible o fenoménico y de lo suprasensible.
Como indica Kant en el texto, no es un concepto que pertenezca al entendimiento ni a la razón, ni a la facultad de conocer ni a la de desear, sino que pertenece a la facultad de sentir. Y, a continuación, añade que se trata del principio que nos permite buscar una experiencia general conexa, puesto que el juicio siempre está en movimiento y este deseo de discernir nunca es suficiente. Después de que Newton hubiera explicado la ley de la gravitación universal, el hombre quería saber por qué el mundo funcionaba de esta manera, es decir, siempre busca más explicaciones y, finalmente, la explicación de Newton será subsumida será subsumida por otra más general. Añade, a continuación, que «nos alegramos», por lo que parece plantear que la facultad del juicio es donde se origina la necesidad de la facultad de conocer y de la de desear, la necesidad de buscar siempre una explicación, que sería lo mismo que disponer de una ley general que subsuma otras leyes o proposiciones particulares.
Acaba el texto dándonos a entender que la facultad del juicio nos mueve a buscar una sistematización, una finalidad en la naturaleza y, siempre que damos un paso adelante en su conocimiento, estamos liberando una necesidad. Por eso la llamó finalidad trascendental y la consideró un a priori.
En la sección vi, «Del enlace del sentimiento de placer con el concepto de finalidad de la naturaleza», Kant nos habla del enlace entre la naturaleza y la libertad. Toda vez encontrado el principio a priori de la facultad del juicio, lo conecta a la facultad del sentimiento de placer y displacer.
El logro de cualquier propósito está ligado con el sentimiento de placer; y si la condición de dicho logro es una representación a priori, tal como lo es aquí un principio para el discernimiento reflexionante en general, el sentimiento de placer también se verá determinado por un fundamento a priori y válido para cada cual […]. (Kant 2003: 133, Bxxxix).
El sentimiento de placer y displacer al ser subsumido por la facultad del juicio —lo particular bajo lo general—, produce placer. En dicho sentimiento no se está en disposición de conocer, sino que se expresa simplemente una sensación positiva o negativa ante un objeto o acción, pero, al no ser una función cognoscitiva, no aporta nada al sujeto, sino que, como afirma en el «El juicio del gusto estético», el sentimiento estético refiere no al objeto sino al sujeto:
Para distinguir si algo es o no bello no referimos la representación mediante el entendimiento al objeto para obtener conocimiento, sino por medio de la imaginación al sujeto y a su sentimiento de placer o displacer. (Kant 2003: 151, B4).
De acuerdo con lo anterior, deberíamos preguntarnos en qué situaciones o ante qué objetos —ya sean artísticos o de la propia naturaleza— se hace patente el sentimiento de placer. La respuesta que sugiere Kant es que cuando los objetos tienen una forma que nos hace reflexionar y se activa la facultad del juicio, se acentúa el impulsor de búsqueda de una finalidad ya que, frente a formas orgánicas, nos place ver cómo está hecho el objeto y se activa automáticamente la imaginación y el sentimiento analizando la forma. Este tipo de experiencias pueden darse ante organismos naturales que no hayan sido explicados por el mecanicismo, o bien ante un objeto artístico de cualquier naturaleza; a partir de ese momento se activa el a priori de la facultad del juicio, que mueve a la facultad de conocer y a la de desear, es decir, ha encontrado una facultad y un fin a priori que conectan con las otras dos facultades, lo que cierra su sistema.
Toda vez que ha cerrado los juicios estéticos, abre una segunda parte para tratar los juicios teleológicos, a los que no haré referencia pues se escapan del temario, por tanto pasaré a la sección ix, «Del juicio como vínculo entre las leyes del entendimiento y la razón», que sería lo mismo que hablar del enlace de la legislación del entendimiento y de la razón por medio del juicio o discernimiento. El entendimiento, resume Kant, es legislador a priori para la naturaleza como objeto de los sentidos, y la razón es legisladora a priori para la libertad y su propia causalidad, como lo suprasensible del sujeto. Mientras que el concepto de libertad no determina nada con respecto al conocimiento teórico de la naturaleza; ni tampoco el concepto de naturaleza determina nada con respecto a la ley práctica de la libertad; y no es posible tender un puente de un dominio al otro. Este era el problema que se planteaba resolver Kant y, a fe que lo consigue, en cuyas palabras finales de esta sección lo explica definitivamente:
El concepto que formamos mediante el juicio de la finalidad de la naturaleza, pertenece también a los conceptos de la misma; pero solo, como principio regulador de la facultad de conocer, aunque el juicio estético que tengamos sobre ciertos objetos (de la naturaleza o del arte) y que dan ocasión a este concepto, sea un principio constitutivo, relativamente al sentimiento de placer o de pena. La espontaneidad en el ejercicio de las facultades de conocer, que produce este placer en virtud del acuerdo de las mismas, hace que este concepto pueda servir de lazo entre el dominio del concepto de la naturaleza y el concepto de libertad considerado en sus efectos, porque es lo que prepara al espíritu a recibir el sentimiento moral. (Kant 2003a: 26).







BIBLIOGRAFÍA

Givone, S. 1999. Historia de la estética. Tecnos. Madrid.
Kant, I. 2003. Crítica del juicio. Traducción y edición de R. Aramayo y Salvador Mas.
           Mínimo Tránsito. Madrid.
Kant, I. 2003a. Crítica del juicio. Traducción de A. García Moreno. Nueva Biblioteca
Filosófica. Edición digital de Biblioteca universal digital (proporcionada como material lectivo).


LA VERDADERA POLÍTICA EN LAS CIUDADES-ESTADO


Crítica del texto El nacimiento de la política, de Moses I. Finley
 

FINLEY, MOSES I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. 199 Págs.

Hannah Arent escribió: «No creo que sea posible ningún curso de pensamiento sin experiencia personal. Todo pensar es un repensar […]».[1] Parece evidente que la afirmación de la primera parte de la cita resulta imposible de aplicar en primera persona cuando tratamos de momentos históricos, experiencia que debe suplirse con el análisis de todos los datos disponibles, dando por ciertas las experiencias dejadas por escrito por los que las vivieron o, simplemente, los que las oyeron contar. Pero, si a lo anterior, le añadimos una escasez manifiesta de la información, no queda otra solución que aceptar de buen grado la segunda reflexión de Arent. Pensar y repensar, analizar, usar la lógica e interpretar los datos y, sobre todo, realizar el esfuerzo de situarse a pie de calle, en unas «sociedades cara a cara»,[2] como fueron la ateniense y la romana, para poder indagar en sus más atávicas costumbres y su más íntima psicología. Al hacerlo, Finley nos presenta un estudio escrupuloso de la vida pública en un lapso de tiempo que va desde el siglo vi a. C. con las reformas de Solón, hasta la caída de la res publica y el nombramiento de Augusto como primer emperador del Imperio romano. Se trata de un análisis eminentemente práctico del estudio de la política como actividad, de «las consecuencias del modo con que se lleva un gobierno, de las decisiones gubernamentales que se adoptan y de la ideología adscrita a él».[3] 
            Los entresijos de la política, el conflicto, el debate y las decisiones que toman los ciudadanos que detentan el poder, así como el ámbito en que se produce su legitimación —si es que se produce—, nos puede acercar a comprender las zonas más complejas de la sociedad. Para ello, Finley se basa en el análisis de las relaciones de poder y del debate político y social en las ciudades-estado de Grecia —especialmente Atenas y, en menor medida, Esparta—, y de las de la península itálica —esencialmente Roma. Para ello se sirve de cuatro conferencias que pronunció en la Queen’s University, de Belfast, en mayo de 1980 y de dos artículos posteriores, presentados en la Royal Danish Academy of Sciences and Letters en 1982. Todo junto hace que el texto no excluya ningún aspecto significativo para la comprensión de la política de las ciudades-estado. La participación política temprana de las clases populares libres, los efectos de las guerras —y stasis— y la conquista sobre la estabilidad política, así como las presiones ideológicas que influyeron en el curso de los conflictos internos, son temas sobresalientes en esta estimulante investigación de la naturaleza del gobierno en Atenas y Roma.
            Las diferencias de clase, especialmente entre ricos y pobres, y la detentación del poder son los temas tratados en el primer capítulo: «Estado, clase y poder», que comienza con unas palabras rotundas de Aristóteles: «[…] La diferencia real entre democracia y oligarquía es la pobreza y la riqueza».[4] Es un hecho, que existía una gran diferencia entre los que poseían el rango de ciudadano y el resto, entre los que se incluyen las mujeres dada su exclusión de la actividad política, la gran cantidad de esclavos y los metecos, atendiendo a las severas restricciones para acceder a la ciudadanía; pero  incluso dentro de los propios ciudadanos, se daba una gran diferencia de clases de carácter económico. En Atenas, Solón recibió el mandato de «reducir el poder de los ricos» y así lo hizo, pero sin dar demasiado poder a los pobres para que «no actuaran en su propio interés»[5], es decir, se trataba de remediar ciertas injusticias, pero no de alcanzar la igualdad entre clases sociales. En Roma la división de clases era más que evidente, y se lamenta Finley de que los historiadores modernos hayan podido mantenerse en silencio a este respecto. La república de Roma fue siempre una oligarquía y, pese al ideal de justicia presente en todo momento «no lograron mitigar la diferencia entre ricos y pobres».[6] Las sociedades, eminentemente agrarias, mantenían regularmente conflictos de clases y, de forma casi exclusiva, entre los acreedores propietarios de la tierra y los campesinos deudores de arriendos. Tras una serie de ejemplos, Finley se muestra convencido de la existencia de clases, de la conciencia de clase y del conflicto que, en sus relaciones, estas provocaron.
            El poder y la autoridad eran «monopolio de los acreedores aristocráticos»,[7] puesto que la importancia de los aristócratas se concentraba en su capacidad para controlar los recursos  y la mano de obra, tanto en beneficio propio —adquisición de armas y caballos para su uso, importación de artículos de primera necesidad—, como en beneficio de la comunidad —construcción de barcos, templos y realización de obras públicas en general. Pero la elección de los que debían gobernar, así como su modo de hacerlo, dependía, según Finley, de la estructura de la propia sociedad. Esta afirmación nos lleva a recordar la idea de Aristóteles en cuanto a que las formas de gobierno son reflejo de cada sociedad en un momento determinado. A partir de este punto, le interesa abordar los cambios que se produjeron en la participación ciudadana; así, en Roma, el patriarcado, a medida que fueron desapareciendo las familias patricias, «se vio desplazado por una nueva aristocracia (nobilitas), incorporando nuevos linajes (gentes), de los cuales una mayoría eran plebeyos».[8] En general, todas las ciudades-estado incorporaron campesinos y artesanos a la comunidad política como ciudadanos; «incluso los que carecían de la obligación de usar armas».[9] Fue un reconocimiento sin precedentes, que tuvo su simbolización en la subdivisión del estado en unidades territoriales más pequeñas, ‘demos’ en Atenas y ‘tribus’ en Roma.
            Resultan muy interesantes las referencias realizadas a la expansión hacia el exterior y la notable diferencia entre una ciudad y otra. Los atenienses, por su parte, tenían la necesidad de conseguir recursos, y tenían presente el papel que los extraídos de las minas de plata habían jugado en su desarrollo naval —y el papel de los trirremes— en su victoria en las guerras médicas; los romanos, en cambio, fueron incorporando comunidades vecinas cuyos territorios convertían en ager romanus e incluía a sus «conciudadanos en el cuerpo de ciudadanos romanos».[10]
            Un somero análisis sobre el ejército cierra este capítulo. En este aspecto hace hincapié en la potencialidad de Roma debido a la ingente migración que se produjo hacia esta ciudad desde otros territorios conquistados y desde las zonas rurales, esto les permitía la posibilidad de ser elegidos para percibir grano de forma gratuita, lo que hizo que, al final de la república, Roma dispusiera de un cuerpo de ciudadanos superior a los 320.000. Con esta población, los recursos humanos para la formación del ejército eran más que suficientes, pero destaca Finley algo que resulta curioso: Roma no utilizaba a sus ciudadanos para mantener el orden dentro de la propia ciudad, no dispuso nunca de policía alguna más que un pequeño grupo de esclavos, propiedad del estado y dispuestos a sus órdenes. Todo esto hace que Nicolet afirme de Roma algo que también es válido para la polis griega: «Durante todo el tiempo que el estado estaba en paz con sus vecinos, Roma no tenía ningún ejército».[11] Finaliza el capítulo con un apunte sobre la necesidad que tuvieron las ciudades griegas de utilizar, a partir del siglo iv a. C., y de modo creciente, a soldados mercenarios para sus guerras, y con una descripción de las fórmulas de reclutamiento, haciendo especial hincapié en las órdenes de leva de los strategoi, al diletus romano y al llamamiento a hombres voluntarios armados, que no estaban sujetos a disciplina militar alguna, para atender a las crisis internas sobre las cuales el ejército no tenía valor como fuerza coercitiva.
            Cómo fueron capaces, tanto griegos como romanos, de hacer cumplir las decisiones gubernamentales, desde la política exterior hasta los impuestos y sobre la guerra, es la pregunta que se hace Finley y con la que abre el capítulo segundo «Autoridad y patronazgo». Se apoya en la afirmación de Laski en cuanto a que las ciudades-estado carecían de los medios con los que «obligar a los oponentes del gobierno a doblegar su voluntad, a empujarlos a la sumisión».[12] Y firma que, los ciudadanos tanto de Atenas, Esparta y Roma, se caracterizaron por un alto grado de aceptación permanente de sus instituciones políticas y de las clases que las hicieron funcionar, lo que le induce a pensar que dicha aceptación de las instituciones y del sistema como un todo necesario «era existencial» y cuya legitimidad se basaba en «la existencia continua y con éxito».[13] Quizá una de las bases de esta aceptación procedía del ‘sentimiento’ entendido como el llamamiento a la patrios politeia o constitución ancestral en Atenas o a la res pública en Roma, que despertaban una «emotiva y cálida sensación de justicia».[14] Finley afirma que lo que realmente importaba era la capacidad que tenían ambas sociedades para mantener su «fuerte sentido de continuidad a través del cambio»[15] y su aceptación de lo que los griegos llamaron nomos, en su acepción de hábito o costumbre de la conducta social o política, y que los romanos llamaron mos, de ahí su voz latina mos maiorum o costumbre de los ancestros. Es lógico que los sentimientos atávicos nos lleven a los religiosos, puesto que nos encontramos ante sociedades eminentemente creyentes, por lo que no se emprendía una acción pública sin suplicar a los dioses previamente, lo que cargaba el calendario de días sagrados con multitud de rituales. Finley se plantea la posibilidad de que fuera la religión  la que proporcionó legitimidad a ese sistema ‘como un todo’: «El efecto psicológico de una participación continua, masiva y solemne en los ritos del estado […]»,[16] pero, ni encuentra razones para creer que la actuación política se encomendase siempre a la voluntad divina, ni que fuese un factor decisivo ni suficiente, en el proceso que llevó al sistema a adquirir «tan gran autoridad» y «conservarla durante mucho tiempo».[17] En consecuencia, para Finley, la estabilidad política se fundó básicamente en la aceptación del estatus por parte de todas las clases sociales. Analiza también la incidencia que pudo haber tenido la educación en la aceptación del sistema, pero la considera irrelevante. Eso no significa que, tanto «letrados como iletrados», no estuvieran «mucho mejor educados de lo que creen los historiadores»;[18] el contacto con la vida pública desde la infancia y la extensión de los derechos políticos a los campesinos, artesanos y tenderos evidenciaba una mayor educación política que lo que había significado hasta ese momento. Finley les supone educación política tanto a los letrados como a los iletrados, dado que el mundo antiguo fue ante todo «un mundo hablado y no escrito»,[19] no obstante, asegura Goody, Grecia y Roma fueron «sociedades realmente letradas y la facilidad de la lectura y escritura alfabética fue probablemente una consideración importante en el desarrollo de la democracia política en Grecia».[20] Como prueba de ello es que un código legal escrito fuese considerado fundamental para lograr el fin del monopolio del poder de la vieja aristocracia. Finley nos recuerda al «histórico Solón» en Atenas y al «legendario Licurgo» en Esparta, y luego hace referencia a «los cronistas de las xii Tablas y del posterior ius Flavianum».[21]
            No falta en este capítulo una referencia a la autoridad que suponían los jurados. En Grecia eran amplios y representativos, de muchos estratos sociales, pero nunca se desarrolló una clase profesional de juristas; mientras que en Roma, la interpretación jurídica se hizo altamente profesional, y, tanto juristas como tribunales, procedían exclusivamente de la élite letrada. Esta misma clase era la que tanto en Roma como en Grecia se hacía cargo de los costos del gobierno, incluyendo los militares, a no ser que se pudieran subrogar en los súbditos externos conquistados. En consecuencia, no tuvo que usarse la autoridad, en este aspecto, contra los propios ciudadanos, dado que las contribuciones directas sobre la propiedad o la persona —las capitaciones— eran una señal de tiranía y fueron rechazadas tanto por las democracias como por las oligarquías.
            En la segunda parte de este capítulo, Finley trata profundamente un tema importante en todas las ciudades-estado, es lo que Aristóteles llamaba el ‘patronazgo comunitario’ o ‘leiturgia’, es decir, un servicio público que se traducía en un gasto privado a gran escala, obligatorio o voluntario, para objetivos comunes —templos y obras públicas, espectáculos teatrales o de gladiadores, festivales y fiestas—, a cambio de la aprobación popular y, en ocasiones, en busca de la promoción política. En Roma, además del patronazgo, existía otra ayuda o protección que se otorgaba a la ‘clientela’. El cliente era un individuo de rango socioeconómico inferior que se ponía bajo el patrocinio de un patrón de estatus superior; aunque Finley no duda en utilizar la misma palabra para conceptualizar patrocinios similares que se daban en Grecia. Para dejar clara la incidencia que tuvieron los patronazgos en las ciudades-estado, Finley hace un repaso a las aportaciones de Pisístrato, Clístenes y Cicerón, en cuanto a los métodos utilizados para impedir que los individuos poderosos pudieran hacer uso de sus redes de patronos para fines políticos.
            Tras una reflexión sobre los fallos que pudieron darse en las ciudades-estado para «perder su independencia», ante «Macedonia en el caso de Atenas», o «Esparta y Roma que terminaron por ser víctimas de sus propios éxitos militares»,[22] Finley decide adentrarse minuciosamente en la actividad política y las acciones de gobierno, que desarrolla en el capítulo tercero, bajo el título de «Política». El ostracismo es un tema que Finley no podía olvidar dado su vertiente dual, por una parte como una ocurrencia curiosa para librar a los riesgos de una tiranía, pero por otra, como arma corrupta que se utilizó en repetidas ocasiones contra el adversario político. La información de que se dispone no da para más, pero tampoco para menos, que esta observación respecto a la anécdota de Plutarco, que pone en cuestión la honradez de algunos atenienses.
            La falta de información de Grecia contrasta con la «colección única de documentos antiguos»[23] de Roma: las cartas de Cicerón. Esta información es utilizada por Finley para tratar la corrupción política en Roma, y comprobar como Cicerón apoyó a Catilina para, solo dos años más tarde, tener que echar abajo la conspiración de este contra el poder establecido.
            Finley se adentra de lleno en la política como actividad y deja claro su criterio desde el principio, cuando se refiere a los motivos en virtud de los cuales no contempla en su estudio la época imperial. Argumenta con firmeza que «donde prevalece el principio Quod principi placuit legis haber vigorem (‘lo que el emperador decide tiene fuerza de ley’), hay gobierno de antecámara, no de cámara, y por tanto no puede haber política en el sentido que yo le doy».[24] Enunciados sus principios, se adentra en un análisis del nacimiento de la política que, según su opinión fue un invento griego o un invento que nació de forma separada de los griegos y de los etruscos o romanos. Da relevancia al dato de que el único estado no griego que aparece entre las 158 monografías que Aristóteles  elaboró sobre ‘constituciones’, fue Cartago, y descarta la posibilidad de que existiera un transvase de información de los fenicios en este sentido. Esta política incipiente tuvo que hacerse paso a paso salvando dificultades e imprevistos sin ayuda de precedentes o de modelo alguno. Como ejemplos paradigmáticos del notable alcance de la inventiva en el campo político, destaca los comitia centuriata. «Cualquiera que haya estudiado esta reforma romana creerá que no hay nada imposible», indica que afirmó E. Badian;[25] de la misma forma que David Hume encontró difícil de comprender la «singular y aparentemente absurda»[26] graphe paranomon, que se aplicaba en Atenas ya en el siglo v a. C. Griegos y romanos inventaron la política y también la historia política, pero el conocimiento de esta historia, según Finley, se hace impreciso, ya que los historiadores de la antigüedad escribieron la historia del «quehacer político»[27], que no es lo mismo que política, y solo se preocuparon de la técnica de hacer política en los momentos de conflicto agudo que acababan en guerra civil.
            Llega el momento para tratar en profundidad los temas que afectan al gobierno, su composición, las diferencias entre Grecia y Roma, la monopolización que de él hacen los ricos, la prevalencia militar a la política, la plena dedicación de los políticos, etc. Empieza destacando que todos los gobiernos participaron siempre de una estructura común tripartita. Todo gobierno de una ciudad-estado consistía al menos en una asamblea, un consejo y unos magistrados, cargos todos ellos, que se ejercían por poseer el simple estatus de ciudadano, como en el caso de la asamblea, con unas restricciones de permanencia dependiente de cada ciudad-estado y ciertas limitaciones para ejercer cargos públicos que Finley trata con detalle. Aunque pudiera parecer lo contrario, esta estructura tripartita no surgió de la separación de poderes —que desarrolló Montesquieu ya en la modernidad—, sino por la simple «necesidad de eficacia, de un mecanismo práctico».[28] El desarrollo de los modelos de comportamiento en los distintos ámbitos políticos tratados, son presentados por Finley con claridad y agudeza, pero concluye, acertadamente, que dichos comportamientos son «ininteligibles sin una comprensión de la política en juego».[29]
            La «Participación popular» es de vital importancia para Finley, por eso le dedica el cuarto capítulo, que lleva ese nombre, en el que realiza un amplio análisis del régimen electoral y de las relaciones que con él se establecen de acuerdo con los estamentos y órganos que intervienen, así como de las diferencias entre las ciudades estado, y todas y cada una de las peculiaridades que, debido al gobierno o a la propia idiosincrasia social, enriquecen el contenido de este capítulo.
            Debemos dejar de lado la creencia, tan consolidada en nuestra cultura actual, de que la democracia equivale a un régimen electoral, puesto que esta apreciación no debería tenerse en cuenta para el estudio de la política antigua. Régimen electoral es un concepto que entendemos perfectamente en la actualidad, pero que resulta «erróneo para Grecia, e inadecuado para Roma».[30] Todo esto lleva a Finley a un análisis en profundidad sobre la formación de los órganos de gobierno atenienses. Atiende al carácter público de la asamblea y sus ilimitados poderes; a los miembros del consejo elegidos por sorteo entre los ciudadanos de más de treinta años y sus limitaciones temporales para la detentación del cargo; a lo propio con los magistrados también limitados y no renovables en sus cargos. El sistema de rotación ateniense fortaleció la democracia directa de la asamblea y contribuyó a que un buen número de ciudadanos se convirtieran en experimentados hombres de política que, además, tenían la libertad de contribuir con su experiencia en las sesiones de la asamblea en cualquier momento. Finley nos ha llevado a este punto para reprochar a Tucídides, a Platón e incluso a muchos historiadores modernos, la falsa idea de que la mitad del pueblo ateniense decidía a partir de la ignorancia sobre los asuntos de estado de la otra mitad. Esto le permite iniciar un minucioso análisis sobre las condiciones normales de asistencia a la asamblea y un detalle de las eventualidades que podían acaecer en los debates, desde la puesta a prueba de los líderes, en cuanto a ese plus político que debían poseer, además de su inteligencia, conocimientos, carisma y su destreza retórica, hasta la preparación en profundidad de los temas a tratar en la asamblea y la consecución de adeptos para cada una de las causas tratadas. Toda una serie de ejemplos ilustran las maniobras preasamblearias que los partidarios de cada una de las partes interesadas realizaban para alcanzar la aprobación de sus propuestas en la asamblea. Destaca, en este aspecto, la concreción y claridad con que Finley desmenuza la actuación popular en el problema crucial, en cuanto a política exterior ateniense se refiere, que provocó Filipo de Macedonia.
            Destaca la interrelación que  en Roma se producía entre los asuntos militares domésticos y extranjeros, la falta de separación entre líderes civiles y militares y el papel de la gloria militar, y vuelve a incidir sobre el papel que la liberalidad pública y el patronazgo jugaban en la obtención del liderazgo, tal como ya había hecho en el segundo capítulo. La asistencia a las asambleas se veían limitadas debido a las grandes distancias entre la poblaciones rurales y la ciudad, sobre todo las más cercanas al Adriático y las próxima al lago Como y Venecia. Por si no fuera suficiente este impedimento, una ley adoptada en 286 a. C., prohibió las asambleas en días de mercado, para evitar que estas interfirieran  en el normal desarrollo de los negocios. Si bien, en este sentido, es importante la reflexión que propone sobre las palabras de Michels en cuanto a su propuesta de que la razón de esta ley fuese precisamente la inversa a lo esgrimido por sus defensores, es decir, el deseo de mantener alejados a «aquellos a quienes los líderes políticos de Roma habían citado a la ciudad para que dieran sus votos».[31] Aunque en Roma, la piedra clave de su estructura política era el senado —el consejo romano— más que la asamblea, y es a este cuerpo del que Finley afirma que «puede ser llamado con propiedad ‘el gobierno’»,[32] y esto, unido a la cantidad de impedimentos a la participación popular, hizo que casi nunca fuera posible decidir una acción gubernamental, a no ser que el senado la aprobara. No obstante, eso no impedía, en opinión de Taylor, que no hubiera estación del año que estuviera libre de votaciones asamblearias o ciudadanos participando de las «campañas preparatorias para votar sobre la elección de magistrados, aprobación de leyes o sobre acusaciones»,[33] argumentos cuyos acentos, Finley considera que no están puestos en las consideraciones correctas, y desarrolla razones que le llevan a cuestionar las argumentaciones de Taylor, enumerando una serie de evidencias que así lo demuestran.
            Para Finley, la consideración que tenían los gobernantes de Roma por los signos religiosos, es de vital importancia. Estos ejercían su derecho exclusivo de interpretar los signos sobrenaturales, dado que la «adivinación fue una actividad muy extendida en el mundo antiguo».[34] Esta creencia llegaba hasta tal punto, que los romanos dividieron el año en dies fasti, cuando se podían tratar los asuntos públicos, y dies nefasti, un tercio del año en el que era tabú cualquier acercamiento a los temas de decisión política. Por supuesto, Finley analiza los actos para hacerse con los favores de las divinidades, cuya petición de auspicios era un procedimiento corriente, hasta el punto de que una declaración de auspicios desfavorable era aceptada sin discusión alguna, lo que le lleva a esgrimir la afirmación de Fowler en cuanto que «un augur poseía el poder de veto en todas las transacciones públicas».[35] La conclusión a la que llega Finley es que, si bien la religiosidad era visible en todas partes y en todo momento, tanto para griegos como para romanos, la idea de manipulación directa de la religión en los temas importantes o intereses de las clases gobernantes, no tiene ninguna justificación; aunque resulta evidente que cualquier persona podía estar influida por un oráculo o un adivino, asegura que no existe ningún caso, por lo menos en Grecia, de que el oráculo de Delfos determinara la línea de conducta de un estado.
«La política no era simplemente un conjunto de procedimientos sin límites fijos sino también de resultados, y ese es el aspecto que voy a estudiar sistemáticamente».[36] Así es como se introduce Finley en el quinto capítulo, que lleva por título «Asuntos y conflictos políticos». Por descontado, se trata de un estudio profundo de todos los aspectos y razones del conflicto, que también van acompañados de años de quietud. Luchas por el poder, disputas en Roma, stasis en Grecia, las reformas, el carácter instrumental de la política y, después de un breve repaso a las conquistas y compensaciones de guerra, finaliza con un extenso análisis de la caída de las ciudades-estado. Resulta muy significativa la opinión que, sobre la política, cree que tienen los políticos profesionales, ya sea en el contexto grecorromano como en el contemporáneo. Para ellos «la política es una actividad de segunda clase, encaminada a lograr objetivos que, en sí mismos, no son políticos», mientras que para el resto de mortales, la política es enteramente instrumental: «los propios objetivos son lo que importa en definitiva».[37] Para desarrollar todo su análisis de los conflictos, toma como hilo conductor el estudio que realizo Astin sobre los últimos quince libros que se conservan de la Historia, de Livio, y que abarca la época comprendida entre el año 200 y 167 a. C., donde predominan  las guerras y las maniobras diplomáticas en el este, Macedonia, Grecia y Asia Menor, lo que llena de incertidumbres a Roma a cerca de las capacidades de esos nuevos adversarios, en gran medida desconocidos. En cambio Brunt, considera una época mayor, que abarca incluso la tratada por Livio, que va des el año 287 al 134 a. C., y a la que denomina la «era de quietud», precisamente porque había «cesado casi» la «agitación popular».[38] Para Finley, en cambio, quietud y agitación son conceptos relativos y nos alerta de los peligros de caer en la trampa de acotar la historia en mitades de siglo, siglos o milenios, advirtiéndonos que los individuos, que son los sujetos de los historiadores, vivieron en años y en décadas, no en siglos, y no vivieron en un estado permanente de disturbios callejeros y guerra civil, lo cual habría significado «el fin de la política y de toda sociedad política», por tanto no debe confundirse la ausencia de guerra civil con la ausencia de conflicto político.
El conflicto constitucional existía a dos niveles, por una parte tenemos las luchas por el poder, no solamente entre los de igual clase, sino que incluso las clases bajas lucharon por una participación en el gobierno y, cuando lo lograban, continuaba el conflicto al intentar, las clases altas, recobrar el monopolito político ‘usurpado’. Este, para Finley, es el principal motivo de la «oscilación entre oligarquía y democracia en todas las ciudades, acompañada de guerra civil, matanzas en masa, exilio y confiscaciones»[39]. El otro nivel se daba en las épocas de ‘quietud’, que suponía una época de cambios dentro del entramado constitucional existente, un proceso ininterrumpido y que muchas veces implicaba más resistencia y agitación que  dentro de lo que podemos entender actualmente como ‘reajustes’. Estos dos aspectos son puestos de manifiesto a continuación con algunos ejemplos que se desprenden de uno de los pocos fragmentos dispersos, encontrados entre las obras conservadas de Aristóteles, referidos a alguna de sus «157 Constituciones» perdidas, con especial énfasis a dos pasajes referidos en la Política,[40] sobre una oligarquía destruida por los ricos al verse excluidos de sus cargos, como ocurrió en varias ciudades-estado, dedicando especial énfasis a la ciudad de Masalia (Marsella). A este respecto, concluye que los historiadores modernos pueden hacer «tortillas sin batir los huevos»[41] en sus deducciones y que, en este caso, sacan la conclusión de que durante cinco siglos y medio «una aristocracia de nacimiento y riqueza siempre tuvo el poder en Masalia»,[42] sin que se mencione en ningún momento si existieron disturbios o reivindicaciones por parte del pueblo. Eso, sentencia Finley, supone una sordera total ante el lenguaje de Aristóteles, e, irónicamente, describe como un error metodológico «pretender que nuestros datos originales son tan completos, que el argumento del silencio vale para algo».[43] En cambio para Roma, los historiadores hacen una excepción, puesto que al referirse a las medidas adoptadas por la asamblea plebeya (concilium plebis), encabezan sus exposiciones con ‘la disputa entre clases’. Finley se siente incrédulo respecto a la narración de Livio, pero cree que el conjunto es correcto, sobre todo, en cuanto a que dos siglos de disputas continuas son imposibles en una sociedad organizada.
Es muy interesante el repaso que da a las múltiples acepciones de la palabra griega stasis, o quizás se debería hablar de diferentes grados hasta alcanzar su significación de ‘guerra civil’. El objetivo de una stasis era obtener un cambio en alguna ley o convenio, y cualquier cambio suponía una pérdida de derechos, privilegios o riqueza por parte de algún grupo o clase, «para quienes la stasis era sediciosa», aunque, bien mirado, «toda política es sediciosa en cualquier sociedad que tenga algo de participación popular, de libertad para la maniobra política».[44]
Después de recordar nuevamente el carácter instrumental de la política, el capítulo se adentra  en el estudio de los conflictos producidos como consecuencia de las reformas legales: «La lucha por las xii Tablas en Roma es la más espectacular y amarga que conocemos, pero la oscura tradición de los ‘legisladores’ griegos refleja la misma situación».[45] En Atenas, las reformas de Solón no hicieron que el rigor de la ley de la deuda desapareciera, sobre todo, teniendo en cuenta que las judicaturas en las disputas privadas, continuó monopolizada por la élite. El conflicto se daba en todos los campos de la política, pero Finley destaca los ocasionados especialmente por el reparto de tierras tras las conquistas o compensaciones de guerra, que se dieron con distinta intensidad y persistencia, tanto en la sociedad romana como en la griega. No obstante, tanto unos como los otros, no componían una sociedad cerrada e inmovilista, sino que llegados a los extremos de guerra civil o protestas organizadas, solían acabar «aceptando medidas ‘reformistas’».[46]
Para concluir el capítulo, Finley analiza las circunstancias conflictivas que, en el trascurso de cinco siglos, desembocaron en el cambio de las estructuras políticas  y la desintegración de las ciudades-estado. En Atenas, que se dio con mucha antelación respecto de Roma, se produjo al verse sometida por un poder superior, el macedonio, quedando relegada a una ciudad-estado con una «política insignificante, víctima de una fuerza exterior superior».[47] No fue hasta un centenar de años más tarde cuando Roma comenzó su declive republicano; se inició con las tensiones que llevaron al asesinato de Tiberio Graco en 133 a. C., la violencia que rodeó a Saturnino entre el año 103 y el año 100 a. C, la dictadura de Sila desde el año 88, la conspiración de Catilina en el año 63,  y finaliza con el asesinato de Julio Cesar y la guerra civil entre Antonio y el futuro Augusto, que desemboco en el nacimiento del imperio. Después de detallar minuciosamente todos estos acontecimientos, Finley afirma que «la política había dejado de ser un instrumento útil para el populacho, y se demostró que la solución definitiva era el fin, no solo de la participación popular, sino también de la propia política».[48]
El sexto y último capítulo, que desarrolla bajo el epígrafe de «Ideología», está dedicado en su totalidad al estudio de la legitimidad, advirtiendo, desde el primer momento, de la dificultad que supone aislar el principio que otorga legitimidad a un régimen. Finley presenta el problema aludiendo a la traición de Alcibíades al gobierno ateniense después de unirse al espartano contra el que había luchado. La pregunta que se plantea es clara: « ¿Cuáles son la naturaleza, los límites y la justificación de la obligación política? ».[49] En resumidas cuentas, por qué razón un ciudadano, al margen de la fuerza coercitiva, debería aceptar cualquier decisión tomada por el gobierno, que afecte a sus intereses privados, ya sean de carácter económico, judicial o incluso pongan en riesgo su propia vida misma, como en el caso de declarar una guerra, y, en consecuencia, qué es aquello que justifica u obliga a guardar fidelidad a las instituciones. El único intento conservado de un ‘argumento’ para justificar la obligación política, o cuando menos el único que Finley afirma conocer, aparece en el Critón de Platón, en el que este pone en boca de Sócrates y, en virtud del cual, este rechaza con firmeza el ofrecimiento de sus amigos de conseguir su fuga. Es el argumento del contrato mínimo: «Cualquier hombre que haya elegido a lo largo de toda su vida ser un ciudadano con residencia fija y que, además, ha ejercido su función en el consejo y ha llevado a cabo sus deberes militares, por todo esto ha estado de acuerdo en obedecer a la ley y a las decisiones de las autoridades legítimas. Por lo tanto, un acto de desobediencia, incluso cuando la decisión sea injusta, sería un error moral».[50] Detrás de este argumento se esconde, según Finley, una creencia fundamental «creída casi universalmente por los griegos y romanos, incluso por Platón y Aristóteles: la condición esencial para una polis auténtica y, por tanto, para una buena vida, es “gobierno por leyes, no por hombres”».[51] En el campo de la política, solo Platón y Aristóteles pueden recibir el título de pensadores sistemáticos y, aunque fueron los primeros y los últimos en tejer una coherente organización ideal de la sociedad, ambos fracasaron, admite Finley, y además admitieron su fracaso, «Platón al escribir las leyes, Aristóteles por el estado en que dejó los papeles que fueron publicados más de tres siglos más tarde con el título de Política, desorganizados, digresivos, incompletos, a veces incoherentes e inconsecuentes».[52]
Tanto las ciudades-estado griegas ‘estables’ como la Roma republicana hicieron gala de una amplia lealtad política durante prolongados períodos de tiempo, aunque también hubo otras que, incapaces de imponer una lealtad prolongada, se debatieron entre stasis y stasis. No obstante, respecto a la reflexión y discusión política, la diferencia entre griegos y romanos fue muy profunda, aspecto que toma cuerpo en las páginas siguientes de este capítulo, con referencias al modo y al tipo de ‘constitución’ que hizo que Roma fuera capaz de dominar en medio siglo la mayor parte del mundo habitado. La obra de Cicerón está llena de explicaciones valiosas sobre el funcionamiento del sistema político romano, incluso del modo con que se mantuvo a raya a la plebe, pero no hay nada de «análisis metanormativo»,[53] solo retórica, en la que Finley incluye las ideas estoicas de ‘ley natural’ y ‘razón natural’, de vital importancia en los escritos de occidentales desde los Padres de la Iglesia hasta nuestros días,  pero nada que nos indique el sentido de legitimidad o ilegitimidad. Lo que sí se discutió en Roma, desde sus inicios, fue la naturaleza de la justicia. Un estado era un instrumento de justicia, y, de acuerdo con esta, los estados se consideraban buenos o malos, justos o injustos, pero solo se utilizaba el término ‘ilegitimidad’ en los casos de tiranía. La justicia procedía de los dioses y estos dotaron al hombre de la capacidad de distinguir moralmente, y, por tanto, también políticamente; aunque ni la «religión griega ni la romana tuvieron doctrinas independientes y organización eclesiástica para legitimar a un gobernante o a un régimen concreto. No existía derecho divino en el mundo grecorromano, antes del triunfo del cristianismo».[54] Para finalizar, Finley quiere poner algunos acentos en temas tan trascendentes como la libertad o la igualdad ante la ley. Por supuesto que todos los ciudadanos eran libres, pero es obvio recalcar que el contenido real de ‘libertad’ varía considerablemente según la época o los lugares. En lo que sí estuvieron de acuerdo todas las ciudades-estado fue en aceptar el principio de libertad en las relaciones personales entre individuos, en la posibilidad de poder ser procesado ente la ley y en las relaciones entre un individuo y el estado en las que hubiera que someterse a la decisión judicial en caso de disputa.
Los atenienses fueron los que mejor ejemplificaron la ‘igualdad ante la ley’ o isonomía, pero que también llegó a significar ‘igualdad por la ley’, es decir, igualdad entre todos los ciudadanos en sus derechos políticos, una igualdad creada por la evolución constitucional y la ley. Por qué no se dio el paso, una vez obtenida ‘la libertad jurídica’, para alcanzar la ‘libertad política’, es de difícil respuesta; solamente la historia militar de Roma ofrece, para Finley, una parte de la respuesta, se trata de la obediencia como deber cívico, sin otras contraprestaciones. Los gobernados aceptaban generalmente la ideología de los gobernantes, cuyo exponente máximo en este sentido fue Roma. Pero luego, «cuando la ideología empezó a desintegrarse dentro de la propia élite, la consecuencia no fue aumentar la libertad política de los ciudadanos, sino, por el contrario, destruirla para todo el mundo».[55]






NOTAS

[1] Hannah Arent. Ensayos de comprensión: 1930-1954. 2005. Caparrós Editores. Madrid. Pág. 37.
[2] Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 44.
[3] Ibíd. prefacio, pág. 9.
[4] Aristóteles. Política (1279b6-40). En Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 11.
[5] Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 13
[6] Ibíd. Pág. 18.
[7] Ibíd. Pág. 25.
[8] Ibíd. Pág. 28.
[9] Ibíd. Pág. 28.
[10] Ibíd. Pág. 31.
[11] Nicolet (1976), pág. 134. En Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 33.
[12] Laski (1935), págs. 26-27. En Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág.39.
[13] Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 40.
[14] Ibíd.
[15] Ibíd. Pág. 41.
[16] Ibíd. Pág. 42.
[17] Ibíd. Pág. 43.
[18] Ibíd. Pág. 44.
[19] Ibíd. Pág. 45.
[20] Goody (1968), Págs. 42 y 55.  En Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 46.
[21] Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 47.
[22] Ibíd. Pág. 70.
[23] Ibíd. Pág. 72.
[24] Ibíd. Pág. 74.
[25] E. Badian, «Archons and Strategoi», en Antichthom, 5 (1971), págs. 1-34, en pág. 19. En Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 76.
[26] «Hume’s Early Memoranda, 1729-1740», E. C. Mossner, ed., en Journal of the History of Ideas, 9 (1948), págs. 492-518, n. 37. En Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 76.
[27] Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 76.
[28] Ibíd. Pág. 81.
[29] Ibíd. Pág. 94.
[30] Ibíd. Pág. 96
[31] Michels (1967), pág. 105. Livio, 7, 15, 12-13.  En Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 116.
[32] Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 118.
[33] Taylor, Lly Ross (1966, I). En Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 120.
[34] Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 123.
[35] Fowler (1911), pág. 305.  En Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 125.
[36] Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 128.
[37] Ibíd. Pág. 129.
[38] Brunt  (1971 a), pág. 13. En Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 132.
[39] Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 134.
[40] Aristóteles. Política (1305b2-12 y 1321a26-35).
[41] Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 139.
[42] Clavel (1974), págs. 902-907. En Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 139.
[43] Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 139.
[44] Ibíd. Pág. 140.
[45] Ibíd. Pág. 142.
[46] Ibíd. Pág. 145.
[47] Ibíd. Pág. 154.
[48] Ibíd. Pág. 159.
[49] Ibíd. Pág. 161.
[50] Ibíd. Pág. 177.
[51] Ibíd.
[52] Ibíd. Pág. 162.
[53] Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 168.
[54] Ibíd. Pág. 173.
[55] Ibíd. Pág. 184.