Detrás de ese rostro
angelical, deliciosamente tierno del niño casi recién nacido, sólo existe un ser
salvaje en proceso de adaptación. Es pura imaginación la hipótesis de un Mowgli
(el niño de la selva) civilizado y cantando con las bestias. Si dejásemos un
niño recién nacido en plena selva, aislado completamente de los humanos, lo
único que obtendríamos sería un salvaje dispuesto a matarnos para saciar su
hambre o defenderse de los peligros que podríamos suponerle.
El ser humano tiene
una genética única, una parte es ancestral y hereditaria, pero el resto se
desarrolla de acuerdo a vivencias marcadamente medioambientales. Lo primero que
el niño siente cuando nace es hambre (deseo, necesidad), no ama a la madre, ni
al padre, ni al que le sacó de su feliz ingravidez amniótica, pero se encuentra
con gente que lo valora muy por encima de su valor intrínseco, puesto que
existen los factores sentimentales, antropológicos y atávicos. A partir de este
momento el bebé empieza a aprender, comienza su adaptación al medio en que se
desarrollará y, mientras tanto, recibe las primeras lecciones de moral de sus
progenitores. Digo moral, porque la educación, la urbanidad, es la primera de
las grandes virtudes morales que el niño aprende como humano. No son más que
advertencias sobre lo que está prohibido y lo que está permitido, lo bueno y lo
malo, el bien y el mal, como se come, hay que dar las gracias, no hay que
pegar, etc., lo imprescindible para una primera conversión en ser racional, y
forjar un carácter noble y benevolente. No significa, por descontado, y debido
a diferentes circunstancias, que todos aprueben esta primera fase, pero deben
pasar a la segunda.
Los llevamos a la
guardería o a la escuela de educación infantil. Los soltamos de la mano pensando
inocentemente que pasan a otras más expertas, la del educador y protector de
benjamines: ¡nos equivocamos!, pasan al mundo de la competitividad, la rabia,
la envidia, la soberbia, la avaricia, la intransigencia, el egoísmo, etc.,
–también habrá sentimientos positivos, ¡cómo no!–. No significa que cada
infante se convierta en un psicópata, pero deberá lidiar con todos estos
sentimientos competitivos que, inevitablemente, irán apareciendo en su interior
sin saber de qué se trata. Algunos superan esta segunda fase ilesos incluso
reforzados, otros, en cambio, no se acaban de adaptar convenientemente a la
convivencia entre iguales, lo que les puede acarrear problemas en el futuro.
El objeto de este
pensamiento no es reflexionar sobre los problemas que pueden afectar al niño
inadaptado, sino los problemas que éste acarreará, a partir de este momento, a
los demás. No a sus padres o hermanos (que también), sino a los otros niños,
compañeros de clase, los que por azar caerán en su círculo relacional. Estoy
hablando del acoso escolar, de la intimidación (bullying, en inglés).
El acosador en
potencia, es un niño (o niña) acomplejado, resentido, sin la educación y la
urbanidad mínimas, que no ha asimilado las reglas básicas de la convivencia y,
aunque sea capaz de discernir entre el bien y el mal, le da más satisfacción
optar por el mal ya que carece completamente de escrúpulos y de remordimientos.
Tenemos a pequeños sicópatas sueltos en una clase de primaria que se irán
perfeccionando a medida que avanzan cursos y al llegar a la ESO serán
verdaderos Pol Pot escolares. De la misma manera que no me preocupa lo que será
de su vida adulta: mediocre en el mejor de los casos, delictiva, o simplemente
tranquila y gozosa, porque la justicia natural no premia a los buenos y castiga
a los malos. No me preocupa el sentimiento real del acosador, me preocupa el
sentimiento del acosado y las secuelas que puede el primero dejar en éste.
En ningún caso el
acosador actúa solo. Es importante para él ser observado por gran cantidad de
adláteres para reafirmar su liderazgo y juntos, estos últimos cobardemente al
amparo del botarate mayor, ejercerán la presión física y psicológica de un
verdadero escuadrón de hijos de puta.
¿Quién suele ser la
victima? En primer lugar, niños (o niñas) que estén por debajo físicamente de
los acosadores, ya que la cobardía de éstos les agudiza la inteligencia para no
meterse con quién les puede dar estopa hasta borrarles la cara del DNI. A esta
inferioridad se unirán características particulares como timidez, físico
peculiar, evidente bondad, personalidad débil, soledad, desarraigo, etc.
¿Qué hacen los
acosadores? Primero de todo, buscar la ocasión menos propicia para ser
descubiertos, generalmente en los recreos, salidas de clase, cambios de clase,
salidas del comedor, etc. Seguidamente llegan las humillaciones verbales de
todo tipo, burlas, amenazas, gritos, mentiras, sometimiento, insultos, etc., y
así como va asomando el miedo en la cara del afectado, esto es, como la sangre
para el tiburón, los verdugos se enardecen y viéndose arrastrados finalmente al
paroxismo de la monstruosidad, inician la agresión física que, por supuesto, no
dejará marcas delatoras. Las agresiones se concretan en collejas, capones,
puñetazos en los brazos, tirones de oreja, patadas, quitarle o derramarle una
bebida, arrebatarle el bocadillo, quitarle cualquier pertenencia y pasársela
unos a otros ante las súplicas de la víctima, etc. Se trata de dañar, humillar,
degradar, despreciar, oprimir y ofender al desgraciado elegido, sin dejar
huella aparente, para poder desmentir cualquier acusación de la víctima.
¿Cómo debe actuar la
víctima? En la actualidad es más fácil que en mis tiempos de estudiante. Ahora,
la escuela, los padres y la sociedad en general están muy concienciados de que
existe este problema, y con la simple información a los padres de lo que está
sucediendo, y la denuncia de éstos a la dirección del colegio o a las
autoridades competentes, puede que el problema se solucione. Por tanto, es de
extrema importancia que el niño cuente a sus padres lo que está ocurriendo, y
todavía más importante que los padres no se tomen la justicia por su mano, que
los hay muy brutos, sino que acudan a la escuela y hablen con los responsables.
Así y todo, siguen dándose casos gravísimos en los que el afectado, debido a
las amenazas, coacciones o pánico a las represalias, se refugian en su miedo
sin informar del drama que está viviendo. Como todos sabemos, algún acosado se
ha visto finalmente abocado al suicidio. Lástima que estos niños no informaran
a tiempo de su situación. El niño no tiene conciencia de que el tiempo pasa inexorablemente
y que todo y todos cambian. Claro que para el niño el tiempo pasa mucho más
despacio que para los adultos, y la sensación puede ser de que nunca vaya a
librarse del acoso, mientras que de cada día mengua la autoestima a la par que va
desapareciendo su capacidad de lucha y de aguante psicológico, hasta que lanza
la toalla y se rinde.
Lo triste de tomar
medidas tan drásticas es que el acoso, con el tiempo, acaba por desaparecer. Ya
sea porque los acosadores cambien de víctima, porque éstos maduren
positivamente, porque finalicen los estudios en ese colegio (o universidad),
porque la dirección del colegio ponga remedio al problema, etc. Incluso en el
futuro, los acosadores pueden llegar a ser amigos de los acosados, puede quedar
todo en una anécdota (cruel) de juventud. Esto suele ocurrir bastante a menudo.
Pero, y las consecuencias psicológicas de la víctima, ¿hasta dónde pueden
llegar?, ¿tendrá implicaciones en su vida de adulto? Generalmente no suele ser
así, pero es indudable de que hay casos que el carácter del acosado se ve
alterado en su edad adulta debido a las humillaciones recibidas en su niñez.
Conozco un caso de
hace muchos años, en el que un niño que era objeto de acoso, se refugió en los
estudios para devolver la humillación a sus verdugos. Es decir, sabía que su
única arma para luchar contra esta carroña era la de superarlos a todos en los
resultados escolares. Supongo que a los acosadores les importaba muy poco las
notas que pudiera sacar el agredido, pero éste, en su interior, sentía una
dulce sensación de venganza al dejar patente su abrumadora victoria en lo que a
notas se refiere y, en consecuencia, en cuanto a formación, educación y
conocimientos.
En cambio conozco
otro, de mucho tiempo atrás, de mi época de estudiante de bachillerato, en que
el acosado fue incapaz, por miedo a las represalias, de tomar ninguna acción
para afrontar el problema que padecía. El acoso fue decreciendo gradualmente
según avanzaban los cursos y nos hacíamos mayores (si a los dieciséis años
puede uno considerarse mayor). No hubo secuelas conscientes del sufrimiento
padecido, pero en el subconsciente le quedaron arraigados todos los momentos de
angustia y terror, lo que no permitió al afectado un desarrollo libre de sus
sentimientos. No se atrevió, en muchos años, a viajar a su interior para no enfrentarse
a la vergüenza de la impotencia, de la incapacidad de acción, de su torpeza. Se
creó una coraza de engreimiento y prepotencia para camuflar sus carencias.
Incluso sus relaciones familiares, amistosas y laborales funcionaban bajo el
influjo de la inseguridad adquirida. Todo él era una máscara, con una coraza
agujereada que no servía más que para sentir un falso sentimiento de seguridad.
Le costó años darse cuenta de lo que le estaba ocurriendo, pero cuando se dio
cuenta ya había perdido gran parte de lo bueno que había tenido a su alcance, lo
que le llevó a tocar fondo y descubrir, al fin, qué le había estado condicionando
la vida y la de los que le rodeaban. Dio paso a la acción y se atrevió a
visitar su interior y enfrentarse a los fantasmas del pasado, lo que le valió
reconciliarse consigo mismo y con los demás, y disponer de otra oportunidad
cuya primera se había visto amputada por la tiranía de unos malvados psicópatas
infantiles, faltos del primer valor moral que es la educación.
Los ejemplos
anteriores demuestran dos formas distintas de afrontar un acoso escolar, la
primera es valiente e inteligente, la mejor en ese momento, puesto que en
aquellos días la denuncia de un caso de acoso era jocosamente despachado por
padres y docentes, con aquello de: “tienes que ser más hombre”. La segunda es
cobarde e indigna, aunque mediatizada: no a todos, a cierta edad, se nos han
dado las herramientas adecuadas para forjar la vida, y si nos las han
proporcionado quizá se hayan olvidado de mostrarnos su funcionamiento.
Pero, ¿qué estoy
diciendo?, ¿de qué estoy hablando?, si en realidad, hoy en día, el maltrato y
el acoso entre niños, y niñas, ya no es físico, ni siquiera presencial. El
acoso escolar, que ya no se puede llamar así puesto que va más allá de la
escuela, se produce mediante el teléfono móvil. La mayoría de niños, pongamos,
a partir de los diez años tienen móvil, con Whatsapp,
por supuesto; y constituyen grupos de chat donde se denigran ociosamente, se
insultan, se clavan los cuchillos en lo más hondo de la sensibilidad.
Normalmente se meten con quien no está presente o, como he comentado antes, con
aquel o aquella que observa ciertas debilidades a los ojos de las alimañas y su
verraco mayor. Tengo transcritas conversaciones que avergonzarían a cualquier
padre, madre, profesor o al mismísimo Pol Pot (reitero). No se hacen más daño
porque la mayoría están hechos de la misma calaña, la que les hemos inculcado
nosotros. Da tanto anonimato el teléfono (a ojos del acosador) que, hasta se
atreven a llamar a los padres del niño (con número oculto los muy incautos) y
decirles: su hijo o hija es un ‘hijoputa’, para demostrar que se es muy macho o
‘macha’ y que se es capaz de demostrar al rebaño que los padres del acosado no
son un problema. Todo esto sonará a ciencia ficción para los que tienen los
hijos mayores, pero os aseguro que este sistema de comunicación impersonal, y
parece que exento de responsabilidad, es un sustituto mejorado de la tortura
que os acabo de detallar al principio. ¿Qué hay que hacer? Fácil. Transcribir
la totalidad del chat y poner una denuncia a la policía, y que cada pariente
aguante a sus vástagos y sus consecuencias, que también algo tendrán que ver
ellos en su educación. Quizás no deba ser la primera alternativa, pero siempre
cabe.
En cualquier caso,
nunca intentar resolverlo por uno mismo. Dar cuenta inmediatamente de lo que
sucede a los padres y profesores puede solucionar el problema. Con los sistemas
actuales de comunicación, los tiranos, pero niños al fin y al cabo, no se dan
cuenta de que dejan registradas pruebas una detrás de otra y que pueden ser utilizadas
para poner una denuncia o, simplemente, ser entregadas a los educadores. En los
sistemas convencionales no hay que dudarlo, hay que informar a padres y tutores
y profesores: la palabra chivato o delator, cuando se trata de acoso,
únicamente tienen connotaciones positivas. Callarse una agresión sólo beneficia
al agresor, y si se le acusa sólo perjudica al agresor.
Leer los chats de
los hijos no es meterse en su intimidad, o mejor dicho, sí: ¡Educar a los hijos
es meterse en su intimidad todos los días y sembrar en ella los mejores hábitos!
Si en su intimidad caben chats ofensivos, probablemente acabará campando la
violencia, la intransigencia y el egoísmo, sólo por nombrar tres cualidades que
poseen de nacimiento: la educación consiste en cambiarlas por amor, comprensión
y generosidad. Hemos sacralizado tanto el tema de la intimidad, es tan tabú,
tan políticamente correcto respetarla que, cuando nos damos cuenta, la
intimidad de nuestro hijo es una caja de Pandora que al abrirse arrastra al
niño, a sus padres y a todo el entorno a
la más turbulenta de las zozobras.
Librar al niño o alumno de un carácter
inadecuado para la convivencia y permitirle, no sin otros esfuerzos, vivir una
vida de la que pueda sentirse orgulloso, es la obligación de padres y
educadores: ellos son el futuro de esta sociedad.
Colau
gracias por tú post, me ha hecho recapacitar sobre la respuesta que debo dar como madre a mi hija que empieza ahora en el instituto. muy constructivo. Luzdivina
ResponderEliminarMe alegro de que te haya sido útil, y muchas gracias por hacérmelo saber.
EliminarUn abrazo.