A nadie se le hace extraño que el trayecto de vuelta,
después de un viaje a un lugar desconocido, sea cual fuere el medio de
locomoción, parezca significativamente más corto que el de ida.
Con la vida humana sucede algo parecido: la primera
mitad, la ida –hasta los 35-40 años–, parece mucho más larga que la segunda
mitad, la vuelta –de los 40 hasta el
final–. Ya no hablemos si el final se produce prematuramente (esto es una quimera
puesto que no tendremos sensación alguna de tiempo después de la muerte. Sólo
los que quedarán seguirán teniendo sensaciones, pero no serán las nuestras. Las
nuestras se habrán diluido junto con nuestro nombre, nuestros pensamientos,
nuestros sentimientos, nuestras ilusiones. Para nosotros será nada). Pero vamos
a suponer que ambas mitades tienen la misma duración, en tiempo real, llamémosle
años, y que las vivimos.
La segunda parte de la vida, como digo, nos parecerá
muchísimo más corta, aunque los años transcurridos sean los mismos, y siquiera
que de la primera parte desechemos los primeros años de vida de los cuales
guardamos escasos recuerdos. Veremos el porqué.
El tiempo es una impresión subjetiva. Cuando el cerebro
está expectante de su transcurrir, éste se estira como una goma elástica y
parece fluir con absoluta parsimonia. Cuando el cerebro se ocupa, se distrae,
el tiempo cae inexorablemente casi sin conciencia de que ha pasado. Estoy
hablando del tiempo concreto, el que mide los acontecimientos, no el tiempo
abstracto que pasa inexorablemente al mismo ritmo independientemente de
nuestras sensaciones, y que viene establecido por los relojes de ruedas o los digitales. El tiempo subjetivo pasa mucho
más lento en una esquina esperando a alguien, que inmersos en la lectura de una
intrigante novela que hace volar el tiempo.
En las idas,
aunque sepamos los kilómetros que nos separan del lugar de destino, aunque
sepamos las horas de vuelo, de navegación o ferrocarril no conocemos la carretera, ni los paisajes;
no sabemos cuándo llegará el siguiente pueblo ni de que nuevas montañas
apreciaremos sus cumbres: estaremos pendientes del tiempo para ver que éste se
ajusta a nuestras previsiones. Pero, sobre todo, recordaremos por su proximidad
los momentos vividos desde que partimos, por insignificantes que éstos fueran;
estarán cerca, vivos, serán pasado muy próximo. Nuestro cerebro no se cansa de
almacenar nueva información, no solamente de las imágenes, sino también del
tiempo, del instante en que se han producido las experiencias. La sensación
global es que todo se está desarrollando en el presente, como si éste fuera una
goma que se estira a la conveniencia del pensamiento. Es la goma de la que
hablaba antes.
El tiempo que almacena nuestro subconsciente está lleno
de sensaciones visuales, perceptivas, sentimentales, espirituales o de
cualquier otra índole. Lo valioso de un recuerdo no es el objeto o la acción retenida, sino la sensación
percibida a causa de ese objeto, de esa vivencia producida en un lugar y en un
momento determinado, en un espacio temporal concreto; como es imposible volver
a hacer coincidir lugar y momento, el recuerdo pasa a ser una ilusión
irrepetible.
En el viaje de ida, todas las percepciones son nuevas, y
el cerebro las guarda frescas temporalmente en la memoria consciente, aunque el
subconsciente vaya captando y guardando muchísimos más datos de los que nuestro
consciente es capaz de asimilar. Cuando recordamos estas percepciones, cuando
traemos el pasado al presente, vemos que existen muy pocos espacios vacíos en
ese pasado: nos parece compacto; recordamos gran parte de su esencia en nuestro
seguimiento lógico conceptual. Por ese motivo el cerebro, abrumado de datos,
tiene la sensación de que no existe el tiempo, sino sólo acontecimientos y los
acontecimientos, al estar supeditados al recuerdo, son mucho más sólidos que el
mero tiempo, que resulta una entidad mucho más abstracta. Pero los recuerdos
empiezan a perder solidez a partir del momento en que le marcamos al cerebro un
nuevo objetivo.
Para el niño, en sus primeros años, todas las
experiencias son nuevas, y cualquier recuerdo no es trasladado más allá de unos
“instantes” de su presente, lo que le induce a sentir que la vida pasa
lentamente, por cuanto no depende del transcurso del tiempo sino de su recuerdo
sobre las experiencias vividas y su capacidad de vivir en el presente, sin que
exista en su mente asomo alguno de preocupación futura. Cuando se vive en el
presente y se tiene consciencia de él, es cuando se alcanza la máxima captación
del paso del tiempo, lo que lo ralentiza respecto de nuestra percepción.
A la vuelta del viaje el cerebro se marca otro objetivo;
la ida pasa a ser sólo memoria. Mientras el objetivo se mantiene, la ampolla
del reloj sigue dejando caer su arena, cuando el objetivo se consigue, el reloj
de arena queda en posición horizontal. Estamos gozando del presente, al que
estiramos a nuestra conveniencia, puesto que este es el objeto del viaje: la
llegada. El tiempo deja de fluir; en estos momentos de presente continuo se
enturbia nuestra visión de las cosas lejanas hasta que iniciamos el camino de
retorno y le damos la vuelta a la ampolleta.
En su aspecto más prosaico y austero, el cerebro, ha
eliminado del consciente toda la información que ha creído superflua,
reiterativa e innecesaria: ha optimizado sus recursos, ha guardado sólo
sentimientos y sensaciones asociadas a alguna imagen o experiencia, pero ha
dejado inmensas lagunas; la información se ha fragmentado.
Si regresamos de un viaje, pongamos, a la Costa Azul,
recordamos vívidamente la visita a Grasse, y enseguida la mente nos salta a la
visión de las hermosas casas de Cannes, para luego, de repente, situarnos en
Aix-en-Provence y, en la misma milésima de segundo, sentarnos en la Place du
Forum de Arles contemplando en tiempo real el famoso cuadro de Van Gogh. Bonito
viaje, pensamos, y le añadimos las exquisitas comidas, los excelentes vinos y
las visitas a algunas residencias de pintores impresionistas y otros lugares de
interés. Pero el viaje duró dos semanas, y su recuerdo, sin regodearse en
detalles o en largas y fantasiosas ensoñaciones sobre situaciones con
incipientes muestras de idealización, no habrá durado más de treinta segundos,
quizás un minuto. ¿Dónde está el resto del viaje? El cerebro lo ha reseteado o,
más bien, lo ha archivado en las cámaras estancas del subconsciente, a donde ya
nunca podremos acceder a no ser por el capricho del propio subconsciente que
nos puede presentar cualquier dato oculto –olvidado– de este viaje en el
momento en que tenga a bien su caprichoso proceder.
¿Por qué el regreso del viaje parece más rápido? Porque
el tiempo fluye a nuestra espalda. El subconsciente sabe cuánto nos falta para
llegar al siguiente lugar de referencia. Tiene asimilada la ruta, los tiempos
de conducción, las paradas necesarias, etc., gran cantidad de información de la
que no disponía en el viaje de ida. La filtración hacia las cavidades del
subconsciente junto con la depuración obligatoria que realiza la consciencia,
convierte el camino de ida en línea similar a una frase escrita en lenguaje
morse, una especie de código de barras horizontal con espacios llenos y, otros
muchos, vacíos.
Según avanza la edad las cribas que realiza el cerebro
dejan nuestra memoria exclusivamente con lo más importante, con los hitos
fundamentales de la vida, con grandes vacíos entre hito e hito.
El conocimiento interiorizado y depurado del viaje de
ida, hacen que el viaje de vuelta parezca una exhalación. ¿Dónde está el viaje
completo? ¿Por qué el pasado se encoge con tanta facilidad? Simplemente porque
el pasado no es nada, no es más que un recuerdo, y el recuerdo depende de la
visualización que la mente haga de él.
Al decir que el pasado no es nada, me estoy refiriendo a
que se trata de una entidad abstracta e insustancial, pero real en nuestra
mente. Tengamos en cuenta que nuestra vida es el conjunto de recuerdos –pasado–
más el conjunto de expectativas –futuro–, unidos ambos por un eslabón
imaginario y atemporal que es el presente. Pero ninguno de los tres estados es
algo en sí, sino que existen en función de que nuestra mente quiera que
existan.
El viaje de vuelta es más corto porque se han esponjado
los recuerdos de la ida y albergando ahora en el subconsciente las percepciones
útiles para la vuelta, por lo que la percepción de pasado, en el presente del
regreso, nos parece, sino más etérea, sí más insustancial e intermitente.
En la vida humana
sucede algo similar. Vivimos una primera parte de la vida en la que aprehendemos,
conocemos, experimentamos, se forma nuestro carácter y temperamento, pero
también se nutre nuestro subconsciente, y en la que los recuerdos son nítidos y
numerosos; da la sensación de haber hecho muchas cosas en escaso tiempo. Cuando
llegamos a la última porción de la vida, si la fortuna nos ha sido favorable,
es cuando al mirar el pasado, al hurgar en este cajón de nadas y sacar escasos
recuerdos en comparación con los vividos, al haberse creado mares entre las
costas de dos recuerdos cronológicamente consecutivos, al ser capaces de
repasar nuestra vida en escasos minutos es cuando nos damos cuenta que el
tiempo ha transcurrido alocada e implacablemente. Dicho de otra manera, nuestro
presente ha navegado por el filo que forman el pasado y el futuro y nos damos
cuenta que el filo del pasado es muchísimo más largo, en cuanto a tiempo, que
el filo del futuro, pero que la vida que contiene este largo periodo de pasado
es nada en absoluto o, simplemente un recuerdo: la vida, la única que nos
queda, sigue estando sobre el filo, entre el largo pasado y el corto futuro, es
la atemporalidad del presente, pero es lo único real a que aferrarnos. Al no
hacerlo, y dando por bueno que nuestra mente ya no discierne de un amanecer a
otro, tal como sí hacía en nuestra juventud, donde no medran experiencias
propias de la edad y del espíritu mágicos de antaño, nos anclamos en los vacíos
del pasado y la incertidumbre del futuro que, cada día, va convirtiéndose en
una quimera.
La capacidad para observar lo corta que ha sido nuestra
vida, nos rinde a la evidencia de lo corto que será lo poco que nos queda. Pero
el empeño en hurgar entre recuerdos para descubrir buenos momentos a los que
aferrarse –piénsese que ya se habrá encargado nuestro cerebro de depurar al
máximo los malos–, de buscar imágenes del pasado que hoy no se parecerían en
nada a lo recordado, no por el cambio estético, que también, sino porque lo que recordamos son sentimientos con imagen
adjunta; lo que recordamos es la vida que hemos convertido en tiempo, y éste, puede
convertirse en vida, pero jamás será la recordada. Si viajamos en otra ocasión
a Arles, la imagen será la misma, pero al no serlo el momento estará vacía de
sentimientos, quizá no de recuerdos: a esto se le llama nostalgia. Todo esto
hace que la percepción del paso del tiempo sea tan veloz que resulta
difícilmente asimilable. Pasa como las flechas que nos lanza el destino cuya
velocidad nos impide atrapar alguna. A no ser que decidamos pasar de objetivos
a arqueros, administradores de nuestro destino en lo que éste se permite de gestión
del futuro.
¿Qué debemos hacer? Sin duda, la única forma de afrontar
la última etapa de la vida es subirse al lomo del presente y navegar a su
velocidad y en la dirección que el viento nos lleve. Aunque manejemos nosotros
el timón, el viento a veces sopla y a veces no, a veces nos es favorable y
otras nos viene de cara pero, en cualquier caso, la sabiduría alcanzada en el
largo trance, nos servirá de rada para fondear al abrigo de nuestra
experiencia. El plan B es desesperarse por aquellos momentos que no volverán
jamás, y dejar pasar los sorprendentes que quedan por vivir. Vivámoslos como si
nos quedara una hora escasa de vida: nos parecerán mucho más largos.
Según decía Schoppenhauer, no sé de donde lo extrajo ni
si está científicamente probado, que la sensación de rapidez del paso de un año
es inversamente proporcional al número de años que tenemos, es decir, un niño
de 5 años tendrá un coeficiente de sensación de 1/5=0,20, y en una persona de
50 años su coeficiente será de 1/50=0,02, lo que implica que para una persona
de 50 años el tiempo subjetivo pasa 10 veces más rápido que para un niño de 5
años. Buscaré su rigurosidad, pero a primera vista, no me parece descabellado.
Colau
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