Después de unos pensamientos muy
poco serios, he decidido finalmente dedicarme a la filosofía de calidad. Este
magnífico ensayo plantea de una manera ontológica o antológica, como prefieran,
la estética del roncar. Dejar de roncar es, simplemente, proponérselo, sino
lean lo que decía Nietzsche al respecto: “Además, durante toda una vida, el
hombre se deja engañar por la noche en el sueño, sin que su sentido moral haya
tratado nunca de impedirlo, mientras parece que ha habido hombres que, a fuerza
de voluntad, han conseguido eliminar los ronquidos”.
La siguiente historia está escrita
en tono masculinista —el que ronca es
el hombre—, pero perfectamente se le podría aplicar un tono feminilista en la que quien roncara fuera
ella. Por lo dicho, pretendo quedar exento de dudas sobre tendenciosas referencias de género (sexo).
Yo no ronco
—Buenos días, rey mío: has
roncado esta noche.
—¡No me digas! Pues debe ser que
he dormido en posición de decúbito supino (de espaldas. Es que cuando estamos
enamorados tenemos estos excesos lingüísticos, entre otros excesos) o del
vinito que tomamos ayer: tengo la voz de cazallero. Porque yo, normalmente, no
ronco.
—No te preocupes, amor, no me ha
molestado; me he vuelto a dormir enseguida.
Esta pareja está enamorada y sus
palabras, además del tono melifluo habitual, no pasa de una inocuidad aparente
a la par que inocente. El espíritu de las frases no es el literal, y esto, de
lo cual no se ha dado hoy cuenta la pareja, les pasará factura en el futuro. La
primera frase en realidad lleva escrita en sus espacios vacíos la preocupación
de la dama: «justamente, con lo encantador que es y lo que le quiero: ¡ronca!
Supongo que es lo que él dice, pero como siga así vaya futuro nos espera». La
respuesta de él es tan patética como falsa. En realidad él quería decir: «sí,
ronco como un cerdo desde hace años, pero nunca nadie me ha dado el coñazo
puesto que no he dormido con nadie que se despierte a medianoche y se
entretenga en marcar el compás de mis ronquidos. La próxima vez lo que tiene
que hacer es despertarme y verás si le daré ronquido. Por todas partes».
Finalmente ella le quita hierro al asunto, y también miente, puesto que sí le
ha molestado y no se ha dormido enseguida, sino que ha tenido tiempo para pensar
en la miseria humana del hombre cuando se quita los Hacketts, la Façonnable y las
Camper, y se le escapa un conato de apacentamiento de criadillas que espera que
pase desapercibido. Mientras que ella, más pudenda y previsora, se va al baño
para adecuar su bisectriz.
La cama es el reducto de la
intimidad. El aroma de Chanel mengua en la misma proporción en que va
aumentando el de los humores corporales y otros menos feromónicos que en alguna
ocasión se escapan por rendijas que creíamos estancas. Posturas no habituales.
Son síntomas de relación real, como
otros bien conocidos que aparecen en mitad de la noche, o justo cuando esta
empieza, y suscitan ruidos que pueden llegar a ser molestos para el oyente. De
hecho, siempre que hay un oyente son molestos.
Con el tiempo, la pareja va
ganando consistencia, experiencia y menos miramientos: «¡Roncas! ¡Tienes que
hacer algo!» Es el primer ataque serio y frontal a la evidencia. Cuando la
pareja –ella– tiene que levantarse a las siete de la mañana y a las cinco está
dando empujoncitos o haciendo sonidos onomatopéyicos con la boca emulando la
llamada a las gallinas, se da cuenta de que tiene que tomar medidas de choque
urgentes, y se dirige al sujeto activo –o sea, tú– para que concluyas tu festival
onírico-sonoro de una vez, para siempre, y ya.
El primer paso es ir al médico.
Vas al otorrinolaringólogo: ¡Craso error!
—Doctor, ronco.
—¿Se despierta por las noches sin
poder respirar? ¿Se siente cansado durante el día? ¿Se duerme conduciendo?
¿Fuma? ¿Toma habitualmente bebidas alcohólicas? ¡Tiene sobrepeso! Buenoooo… Hay
que reducir peso, de fumar ni hablar, y no duerma de espaldas: cósase una
pelota de tenis al pijama en la espalda, así nunca estará bocarriba. Seguro que
mejora. Si no fuera así, habría que pensar en la cirugía.
—¿Cirugía?
—Sí. Es una operación sencilla se
quita piel sobrante del paladar, campanilla incluida (úvula en ininteligible
lenguaje médico), amígdalas y alguna rectificación nasal si hubiera desvío de
tabique. No se preocupe, existen sistemas láser y quirúrgicos tradicionales muy
avanzados.
—¿De pago?
—Sí. Tenga en cuenta que este
tipo de operaciones no son incluidas por las compañías en sus pólizas.
Volvemos a casa dispuestos a
sacrificar nuestra existencia: «¿Fumar?, no lo dejaré, pero procuraré fumar un poco menos.
¿Beber?, no tomaré destilados, solo cervecitas y vino. ¿Peso? Sí, tengo que
adelgazar. A partir del lunes ensaladitas y saldré a correr, pero ¿cuándo?, no
tengo tiempo. Bueno quizás con el régimen baste. Ahora, lo de la pelota sí que
no. Ya me cuidaré yo de no dormir de espaldas».
Primer intento fallido. Sigues
gruñendo a un buen nivel toda la noche. Llegan las primeras discusiones ya que
ella te sigue reprochando sus desvelos y tú argumentas que haces lo que puedes.
Ahí empieza la segunda fase: los remedios surgidos del «tengo un amigo que…»,
«he leído en internet…», «a mi hermano le pasaba lo mismo y…», fracasos uno
detrás de otro: ¡Nada sirve! El enamoramiento subyuga hasta cierto punto, pero
superado éste, ni amor ni gaitas: «¡Quiero dormir!»
Ya estás dudando si trasladarte a
otra habitación u operarte, o ambas cosas. Ninguna de las dos es descartable.
Ya no está el horno para bollos: la máquina de reñir, de reprochar, ahora con
ojeras, no te dejará dormir. Hasta tal punto que alguna noche te tengas que
marchar a dormir con los niños o al sofá de la tele, el de las siestas.
En un momento de lucidez,
piensas, reflexionas y, finalmente razonas, y la razón te dice que si el
problema es el ruido, con unos simples tapones en los oídos de la oyente el
tema estará solucionado. Se lo comentas a tu pareja. «¡Ah, no! no oiría el
despertador, además los tapones no eliminan todo el ruido y con el que tú
haces… No. No es la solución, amor mío. O te operas o te trasladas a la
habitación de invitados (que todo el mundo tiene una en su casa)».
Como amas a tu pareja y sientes
en el alma que no descanse, puesto que su alegría es la tuya y su indisposición
también es la tuya, tomas la decisión: «¡Me opero!» Médico, análisis,
declaración jurada, pasta gansa –mucha–. La operación, un éxito: «ya no tendrás
más problemas» te dice el médico. Tú, que ya te arrepientes, porque escupes
sangre, porque ha subido un tono tu voz que ahora suena más aflautada: «mucho
más bonita» te anima tu pareja. Si todo va bien y no se ha formado una gleba de
sangre que provoca que no se cierre alguna herida y te llena el estómago de
sangre que, al no digerir el cuerpo humano la suya propia, la va vomitando con
frecuencia suficiente para que no duermas en toda la noche, hasta que la gleba,
en una de las arcadas, se despega y permite cicatrizar la herida.
Al día siguiente comentas la
posibilidad de intentar compartir nuevamente el lecho. La pareja accede puesto
que para eso te han violado la nariz y la garganta.
—¿Qué tal? ¿He roncado?
—Un poquito, pero mucho más flojo
que antes. Esto irá desapareciendo. Qué bien, amor mío, lo has hecho por mí. ¡Te
quiero tanto!
No. No irá desapareciendo. Cuando
estés curado de la operación, después de la convalecencia, volverás a roncar.
Te venden que las tasas de éxito oscilan entre el 50% y el 70%. Optimismo del
médico (embaucador). En cualquier caso, a ti te ha tocado el 30% o 50%
restante. A los pocos meses vuelves a estar en plena forma y tus ronquidos
traspasan muros de carga, no solamente de Pladur.
Vuelves a la habitación de
invitados, u otra, pero diferente de la conyugal, y decides que solo no se
duerme tan mal y que no vas a tomar más medidas, por lo menos de momento, entre
otras cosas, porque no tienes ni idea de que acciones tomar. Priva una relajante
y resignada tregua.
Puede suceder, de hecho se dan
algunos casos, en que la pareja se rompe y cada uno se va a su casa. Bueno, la
mujer se queda y tú te vas. En este caso ya no vuelves a roncar más. No es que
roncases por la cercanía de tu pareja, es que ya nadie es testigo de tu sueño y
tú el que menos. Sin testigos, se acabó el roncar. El roncador jamás oye el
ruido de sus ronquidos: axioma irrefutable.
Pero que poco dura la alegría en
la casa del pobre. Te levantas cansado, despiertas alguna vez advertido por tu
subconsciente de que te habías olvidado de respirar; te das cuenta que te vas
haciendo mayor y ya has perdido la cuenta de los conocidos que se han marchado
con un fallo cardíaco –incluso a uno se le paró el corazón entre ronquido y
ronquido– y, ahora, sin agobios ni presiones externas, pero ciertamente
acongojado, empiezas a indagar sobre la existencia de soluciones serias al
problema de los ronquidos y las apneas –te has enterado, por internet, que así
se llaman estas pausas en la respiración. Y piensas que si el subconsciente te
falla alguna vez y se te olvida demasiado tiempo respirar…–.
Descubres que el especialista al
que deberías haber ido la primera vez no se llama otorrinolaringólogo, sino que
hay otros a los que se les llama neumólogos que, parece ser, están más duchos
en estas lides. Y lo visitas. Después de las preguntas de rigor, te suelta así,
como una cosa normal, «tendremos que hacer una prueba del sueño», «¿?»
contestas tú. «Es muy fácil. La enfermera te dará hora. Se trata de venir aquí,
por la noche, con el pijama –no olvidarse las zapatillas– y marcharse por la
mañana –a las 6:00 si tienes que ir a trabajar o a las 6:30 si estás ocioso–».
Te presentas a la hora convenida,
23:15 o 21:30 según vayas a una clínica privada o a una de la Seguridad Social.
Una vez puesto el pijama –y las zapatillas, si no las has olvidado. Con pijama
y zapatos de calle harías tu papel– te cablean, o sea, te colocan cables por
todo el cuerpo –hasta veintiuno– y dos correas –pecho y abdomen–. De esta guisa
y la incomodidad que representa arrastrar veintiún cables y dos correas por
debajo de las sábanas, debes dormirte, porque van a monitorizar tu sueño para documentar
lo que pasa contigo mientras recorres las distintas etapas desde el
adormecimiento –ahí crees que no vas a llegar nunca–, el sueño ligero, el sueño
profundo, sueño delta, fase REM, y sus alternancias. Por la mañana crees que no
has dormido en toda la noche, pero sí, no solo has dormido, sino que has
roncado toda la noche. «Le avisaremos cuando tengamos los resultados». Son las
6:15, es de noche y tienes prisa por llegar a casa e irte a dormir.
—Tienes apneas, veinticinco por
hora, concretamente, y roncas –aquí el neumólogo no se ensaña en la palabra roncas porque es un profesional y sabe
que si estás ahí es, precisamente, por ello–. Pregúntale a tu seguro privado si
te cubre la instalación de una CPAP. Para que te la cubra la Seguridad Social
debes tener un mínimo de treinta apneas por hora.
—¿?
—Es un apartito, un compresor,
que te insufla aire con la fuerza adecuada para que no vibren las membranas del
cuello cuando duermes y, por tanto, no ronques ni tengas apneas. El único
inconveniente es que tienes que dormir con una mascarilla todas las noches. La
enfermera te dará hora para que vengas a hacer la prueba de presión.
—¿?
—Es simplemente pasar una noche
aquí, con monitorización y mascarilla conectada a una CPAP para ir regulando la
presión y poder establecer el ajuste exacto de la máquina.
Otra noche cableado, con pijama y
zapatillas, pero, además, con una mascarilla conectada a un tubo y éste, a su
vez a un aparatito con cierto nivel acústico. La mascarilla solo te cubre la
nariz, pero si abres la boca te sale aire por todos los orificios del cuerpo.
Te da la sensación de que si cierras la boca te vas a hinchar como un globo
hasta explotar y dejarlo todo perdido. Se ve que está muy bien pensado, puesto
que al dormirte el cuerpo se adapta perfectamente al funcionamiento del
artefacto. El secreto, inspirar y expirar solamente por la nariz. Esto no lo
descubres en tu consciencia, sino que es tu inconsciente el que ve claro cómo
funciona el invento.
—Presión de 9.
El médico te entrega unos
resultados, que entregas a tu compañía de seguros, que entrega, a su vez, a la
compañía suministradora y mantenedora de CPAPs. Y van, y te instalan una CPAP y te la gradúan a 9.0 cmH2O –con un par–.
Por fin se acabó el problema del
roncar. Te acostumbras desde la primera noche a dormir con la mascarilla, y te
anima levantarte descansado, como nunca antes habías hecho. Claro que te
imaginas tu aspecto mientras duermes y sabes que no dista mucho de uno de los
protagonistas de Monstruos, S.A. Eso,
si uno duerme solo, no tiene la menor importancia; si duerme con su pareja, escasa;
pero si llevas una amante ocasional, y para dormir sacas el aparato y te
colocas la prótesis, aunque le consuele que no ronques, posiblemente sea la primera
y la última vez que duermas con ella. Quizás, ni la primera.
Si roncas y tienes apneas, y te
causa problemas conyugales o físicos –no son tan importantes como los
conyugales, pero también deben cuidarse–, acude al neumólogo e imagínate a Alf durmiendo plácidamente, con un
murmullo de fondo como de una rueda de bicicleta que se está deshinchando. ¡Problema
resuelto!
No ha sido exactamente como
Nietzsche pensaba, pero sí de una lógica aristotélica de libro.
Colau
ALF soluciona aquest tema.
ResponderEliminarES TEU HUMOR ÉS INIGUALABLE.
BSS
Bienvenido al club Colau. Yo tuve más suerte y fui directamente al neumólogo.
ResponderEliminarUn abrazo
Cómo sabes, ya somos tres. Ha habido ratos que me he reído con ganas. Muy bueno. Soy Emilio (no estoy muy puesto en redes sociales)
ResponderEliminarBonísimo, me recuerda a los argumentos de las comedias de Xesc Forteza.
ResponderEliminarDeberías plantearte seriamente escribir comedias.