Los
pensamientos son propiedad única del sujeto pensante. Son la propia intimidad,
el universo individual. Preservado tan sabiamente por la misma naturaleza que
no existe manera de invadir la bodega de esta nave cuasi estanca. Y digo cuasi,
porque este almacén de secretos íntimos que son nuestras experiencias,
pensamientos, reflexiones, opiniones, emociones, sentimientos,
deseos, conocimientos, valores, principios y el resto de la riqueza vital e intelectual,
está fortificada en nuestro cerebro. Pero existe un riesgo. Podemos dejar de
ser propietarios de lo nuestro, podemos, como cuando publicamos una foto en
Facebook, perder completamente el control de lo privado. La palabra es una de
las dos espitas por la que, lo que ha sido nuestro, única y exclusivamente
nuestro, pueda escapar y se convierta en público, como una confidencia hecha sin
saber que en el móvil, sin cortar la comunicación, sigue escuchando la persona
con la que acababas de hablar y la cual es el sujeto de la indiscreción. La
otra, es la escritura, todavía peor que la palabra, puesto que aquella, como
aire que es, es etérea, inasible, vaporosa y siempre sutil y frágil: matizable;
la escritura es estable, sólida, resistente, y no es biodegradable, puesto que
deja su impronta de tal forma que no da pie a la especulación.
Las
palabras, habladas o escritas, son delaciones de la intimidad. Mediante la
palabra, lo nuestro deja de ser solo nuestro, para ser también del
interlocutor. Y, si bien, nosotros somos esclavos de nuestras palabras, no lo
es menos el que las ha escuchado. ¿Por qué tenemos que escuchar a amigos,
parejas, confidentes, intrigantes, participándonos algo que nos obliga, que nos
violenta, que nos hace cómplices del otro, sin quererlo ni preguntarlo? El
problema no es solamente transmitir información, es hacernos cómplices de ella
sin que lo hayamos pedido. No podemos olvidar lo que hemos escuchado, nos
convertimos necesariamente en esclavos de ello. Podemos obviarlo, apartarlo de
nuestra realidad, pero lo sabemos, y lo sabemos sin necesidad de saberlo. «Las
cosas no acaban de existir hasta que se las nombra» (Javier Marías. Tu rostro mañana)
¿Significa
esto que no somos libres de decir lo que queramos decir? Efectivamente, no lo somos, puesto que el interlocutor debe estar de acuerdo en ser receptor de nuestras
palabras. Lo que conocemos nos puede afectar para siempre, puede implicarnos
emocionalmente sin necesidad, puede ponernos en peligro. Históricamente se ha
hablado de la libertad de expresión como la que dispone un ciudadano para poder
expresar libremente sus opiniones. Pero, ¿y la libertad del oyente? ¿Quién ha pugnado
alguna vez por esta libertad? No es lo mismo encender el aparato de radio y
escuchar las noticias, cosa que hacemos con plena consciencia y dispuestos a
encajar cualquier salvajada que se comente —o no lo hacemos, porque actuamos con libertad—, que estar en nuestro puesto de
trabajo, o en nuestra casa y escuchar, por el simple volumen de su
conversación o el empeño del confidente, afirmaciones, negaciones, súplicas, exigencias, amenazas, indiscreciones, delaciones o
cualquier otra información que nos subyugue. Debemos aceptar al amigo, conocido
o pariente que nos cuenta, con complicidad gratuita, desvaríos ajenos que pasan
a ser nuestros sin oportunidad de taparnos los oídos. El tema se agrava cuando
la información recibida es sesgada o parcial, pues ninguna información
incompleta puede albergar verdad alguna.
La
palabra hablada compromete, la palabra escrita exige y obliga, la palabra
escuchada esclaviza. Si somos libres para opinar, debemos ser libres para no
escuchar. No somos esclavos de lo que decimos, como afirma el refrán, somos
esclavos de lo que escuchamos. Lo que decimos, si lo hacemos libremente, sin
violencia, nos compromete, pero a la vez nos libera por el hecho de hacer
partícipe a otro de nuestras tribulaciones.
No
quiero saber lo que no quiero escuchar, pero me condena cualquier comentario
perdido a través de una ventana, o en la mesa vecina de un bar o un whatsApp: ¡Cómo invaden nuestra
intimidad las nuevas tecnologías!
Tenemos
derecho a opinar, libertad de pensamiento, incluso de expresión, pero todos tenemos
el mismo derecho a no escuchar las opiniones de los demás ni ser partícipes de
ellas. Reclamo un derecho para mis oídos y mis ojos, los mismos que tienen
concedidos la voz y la escritura.
Es cierto que el 99% de información es inocua,
pero ¿y el 1% restante?
Colau
NOMÉS UN 1%? QUÉ BENÈVOL ETS?
ResponderEliminarPERSONALMENT, ME SENT MÉS AGRAVIADA PER LO QUE "HE" D'ESCOLTAR, QUE PENEDIDA DE LO QUE HE DIT.
TE VESSA SA RAÓ MiCLU ! PERÒ, COM HO PODEM EVITAR? HEM DE DUR TAPS PER A SES ORELLES DINS ES BOLSO? PER SI UN CAS?
O A SA MÀ? PER A ELS IMPREVISTS?
BISUS françaises.