Lo que en estas páginas suele ser
un pensamiento, una reflexión o un razonamiento, en esta ocasión ha salido
relato, y no utilizo en su lugar la palabra ‘historia’ porque no lo es, puesto
que sigue siendo, puesto que el drama relatado sigue atrapado en el presente.
Papá, quiero un telescopio.
Era una niña normal –este adjetivo,
tan simple, es una palabra de fino cristal quebradizo que cuando estalla deja
maltrecha la salud emocional del entorno del sustantivo que califica–. Marta
tenía trece años y una vida feliz que había transcurrido entre su familia, la
escuela y sus amigos, como la de millones de niños. Las notas, sin ser excelentes, no eran en
absoluto malas: había aprobado todos los cursos sin ningún problema hasta
séptimo de EGB. Gozaba de las vacaciones de verano, aquellas largas, eternas
vacaciones que nos traen los recuerdos de nuestra niñez, cuando sólo se vive el
presente, cuando todavía no se desea, sólo se sueña, por tanto no se sufre.
Cuando saltan las primeras esquirlas que buscan herir el corazón, pero no lo
alcanzan, cuando el abismo insondable de la adolescencia se abre frente a unos
ojos cerrados para el futuro, que agotan lo que les queda del goce que el presente,
aún virgen, les está ofreciendo.
Se acercaba el inicio de curso y Marta
tuvo un deseo. Nunca se sabe si en un niño un deseo es un capricho o una
necesidad, o una ilusión, que viene a ser lo mismo. No había dado nunca muestras
de su interés por el espacio o el universo, aunque lo que llevan de mágico
estos sustantivos es capaz de despertar los sueños de cualquier infante con
capacidad para sentir y con la curiosidad que en el transcurrir de los años se convertirá
en creatividad, análisis, ideas, razones, verdades, filosofía y ciencia:
humanismo en lugar de tecnocracia, amor en lugar de liberalismo desmedido.
Y ahí estaba Marta con sus sueños
e inquietudes incipientes, y tenía un deseo y se lo transmitió a su padre: “¡Papá,
quiero un telescopio!”
“Si sacas buenas notas este
trimestre, te lo compraré”.
Marta se volcó como sólo las
personas con una verdadera motivación pueden hacer: “realiza unos exámenes
perfectos” anota la profesora en el cuaderno de notas. Solo cabe una
conclusión, el deseo del telescopio era real y necesario incluso hasta más allá
del sacrificio implícito de la
autoexigencia.
Al llegar las vacaciones de Navidad había
sacado cuatro excelentes y varios notables: el telescopio, sin duda, era suyo.
Las estrellas ya estaban a su alcance, podía tocar la luna, y entre los
espacios vacíos negros que rodean los astros corría su imaginación y el
entusiasmo por sentirse parte de la naturaleza, esa inmensa naturaleza que
llega a millones de años luz, pero que un minuto de vida te hace sentir más
importante que cualquier estrella ya que éstas no disponen de este minuto de
razón; o quizás Marta quería ser estrella y cederle su vitalidad para que ésta
cobrase su mismo sentido en el universo y gozase de ser estrella por ser Marta,
por estar viva, y no por ser un astro inerte.
Los niños siempre nos dan algún
disgusto. En un accidente en el colegio, se golpea duramente el rostro contra
el suelo y se rompe varios dientes: ¿sólo varios dientes? “Qué se rompió Marta,
además de los dientes”, me pregunta su padre retóricamente, sin esperanza de
respuesta alguna. Nada, le dijeron los médicos en su momento. Su cabeza está
bien, su cara se reestablece y sus dientes serán sustituidos por prótesis: en
unas semanas, ni rastro del accidente. Perfecto, la vida sigue.
Las actividades extraescolares es
lo que se inventan los colegios para tener a los niños entretenidos entre la
comida y la reanudación de las clases por la tarde, y que les aporta –a los
colegios– unos ingresos nada despreciables. Pueden ser de muchos tipos,
trabajos manuales, inglés, teatro, gimnasia rítmica, ajedrez, etc. Marta estaba
en una de esas clases cuando a la profesora le pareció que actuaba de un modo
extraño: sentada en el suelo balanceaba su cuerpo adelante y atrás, ausente del
ambiente que le rodeaba. Quizás estaba en una nave espacial viajando a través
de las estrellas, donde solamente unos pocos niños son capaces de llegar. Pero
no es esta postura lo que preocupaba a sus padres, sino que desde hacía un
tiempo adoptaba una actitud distante, ensimismada: todo le daba igual.
El segundo trimestre del curso
94/95, Pascua, los cuatro excelentes se convirtieron en cuatro insuficientes.
¿Se había desvanecido la ilusión por el telescopio al conseguirlo? ¡Pero si nunca
había suspendido una evaluación de asignatura alguna! Pasaba algo más. ¿Dónde
estaba Marta?
La preocupación de los padres es
algo genético, es un resorte que se dispara cuando aparece una señal de alarma.
Lo que sucede es que los padres no han sido educados para solucionar todo tipo
de inconvenientes y no existe manual que los contemple ni siquiera en síntesis,
por lo que procuran, procuramos, asesorarnos por profesionales, en este caso de
la psicología. Pero si la sensatez de los padres está suficientemente probada,
no es así en el caso de la profesional cuyos exámenes debió aprobar en la
universidad, pero que parece ser, allí no le dieron clases de sentido común. Y
en este caso la psicóloga dictó sentencia, la que esperaban los padres, pero no
por eso más acertada: “no es nada, la edad, no hay que preocuparse, la familia tiene
que arroparla…”, sin encomendarse ni a Dios ni a un psiquiatra.
Las actitudes extrañas se iban
sucediendo: apartarse del grupo de juego y sentarse sola en un rincón con la
mente en otra parte, estar de cada vez más ausente y ensimismada… La psicóloga
se reafirma: “no es nada, la edad…”
En vista de que lo ‘nada’ de la
psicóloga era un algo o un mucho para la familia, deciden subir un peldaño y
acudir a un médico, doctor en psiquiatría por más señas. El doctor, después de
las pruebas convenientes no tuvo duda: “Padece un brote psicótico. Si no se
repite no habrá problemas, pero si se repite habrá que tomar otras medidas”. De
acuerdo con el diagnóstico, le prescribe medicamentos antipsicóticos.
Cuando una situación de absoluta
normalidad se deteriora, cuando sucede lo imprevisto, es cuando nos preguntamos,
y con razón, por qué a nosotros. Los contratiempos suceden, y lo sabemos, y los
vemos, pero entra dentro de nuestra normalidad que ocurran siempre a los demás.
Lo difícil, lo inexplicable, lo que de verdad aturde al ser humano es cuando uno
mismo es el sujeto de la desgracia. Ahí aparece el ¿por qué yo? Ahí nos damos
cuenta de que la vida no es un parque de atracciones, ni nos van a devolver el
dinero si algo sale mal, y que estamos rodeados de peligros reales, como subidos
a una montaña rusa sin raíles ni frenos. Ahí nos damos cuenta del absurdo
insolente de Camus.
Los males colaterales comienzan a
aparecer. El colegio de toda la vida no dispone de soporte psicológico para los
alumnos. Hay que cambiarla de escuela. Cuando se vive en un pueblo implica un
salto mayor, establecer nuevos horarios, recorridos, transportes. ¡Qué remedio!
todo sea por la atención permanente de la niña.
En Septiembre de 96, la psicóloga
del nuevo colegio remitió un informe al órgano preceptivo de la Conselleria
correspondiente. El psicopedagogo de este organismo le realizó una serie de
pruebas que le llevaron a determinar, ¡no se lo pierdan!, que “tiene problemas
de personalidad y necesita soporte”. Supongo que con este alarde de ciencia
diagnóstica debió quedar exhausto para el resto del curso. Sería un chiste
fácil llamarlo ‘psicodemagogo’, pero no lo haré.
Toda esta jerga psicológica sin
indicación de caminos hacia soluciones o simples vías que conviertan el
pesimismo y el ánimo desgraciado en esperanza e ilusión, no es más que el
cuenco que la burocracia pedagógica utiliza para lavarse sus impolutas y
esterilizadas manos. Buen rollito. El Gobierno se preocupa de sus vástagos,
estamos pendientes de ellos dentro de las mismas escuelas – ¡Qué buenos que
somos!– Los que se ponen guantes de látex para ir al baño también los utilizan
para firmar tan sublimes diagnósticos psicopolíticos: “problemas de
personalidad”, con un par.
La mejoría provocada por los
fármacos del psiquiatra dura poco y recae en síntomas que en estos estados se
llaman ‘negativos’ o ‘síndrome de actividad psicomotora disminuida’,
consistentes en la deficiencia de movimientos espontáneos, deficiencias en el habla
y falta de interés. Se consideran una pérdida o disminución de las funciones
psicomotoras que incluyen al afecto embotado o plano, apatía, alogia (limitación en la fluidez y productividad
del habla), abulia (falta de voluntad
o disminución notable de energía) y anhedonia (incapacidad para experimentar placer). No cabe duda de que estos
últimos ‘palabros’ los he copiado. Nunca me habría imaginado que pudieran
existir.
El cerebro de Marta se divide
entre la libertad del raciocinio útil y la tiranía de un músculo insondable. Ya
no le importa sumar o resolver problemas que ha dominado a la perfección, su
desidia la sumerge en un estado catatónico inducido por las fuerzas opuestas
que quieren dominar su cerebro. Tanto le da que un montón de libros se pueda dividir
en dos, unos en catalán y otros en castellano. No existe ningún interés
razonable, desde su perspectiva, para realizar hazaña semejante, y el educador,
frustrado, alega grandes deficiencias de personalidad cuando todavía no se ha
dado cuenta de que las dimensiones en las que se mueven los pensamientos de Marta
y los de sus mentores están a la misma distancia que las estrellas.
Los síntomas ‘negativos’ son los
invalidantes, los que indican un deterioro aparente que llena de angustia y
desconsuelo a sus seres queridos. Los problemas de psicomotricidad y
coordinación unidos a la perdida de la noción del orden o desorden llenan de
amargura su entorno.
Cuando las cosas van a peor,
cuando no se encuentra el camino de la vuelta atrás, los profetas del diagnóstico
puntualizan sus apreciaciones: “un trastorno de personalidad es muy difícil de
tratar”, la psicóloga de la escuela se lanzaba al vacío, la muy intrépida. ¡La
muy incompetente!, todavía no se ha dado cuenta de que no se trata de un
problema de personalidad, por mucho que su jefe en el entramado burocrático lo sentenciara
con este mismo diagnóstico.
Con estas certezas nacidas de la
oficialidad, para qué van a molestarse en tomar acciones proactivas, mejor
dejar que todo se resuelva como “sa processó de sa moixeta”. “Todo va bien”
decía la psicóloga. “No estaba nada bien” dice su padre. En esta línea, la
psicóloga de la escuela nunca aconsejó un estudio más a fondo: “Todo va bien”.
“Estamos perdiendo a nuestra hija”, pensaban los padres.
En ningún momento dejó de tomar
los medicamentos prescritos por el psiquiatra. Pero los cerebros alterados son
caprichosos. Sufre un nuevo brote psicótico que la incapacita para acudir a
clase. Se queda en casa, un largo Enero, cumplimentando fichas que le mandaban
desde la escuela. En estos momentos pocos se daban cuenta de que el menor de
sus problemas era rellenar fichas. Lo hacía, porque era muy obediente, pero lo
hacía utilizando el azar como conocimiento.
Hasta ahora hemos repasado la
vida lectiva de Marta, su relación con la escuela, su comportamiento en clase,
etc., pero ¿y su vida privada? ¿Sus relaciones familiares? ¿Sus momentos de
esparcimiento? ¿Sus amistades?... Entremos en su casa un momento para ver,
desde dentro, lo que allí estaba sucediendo.
Marta, en casi todos sus ratos en
casa, estaba frente al espejo. Un espejo que no reflejaba su imagen, un espejo
que era una ventana por la cual podía ver más allá del estándar real de visión.
Había seres, sucedían cosas. Era el típico espejo que utilizan los directores
cinematográficos en sus malas películas de magia, esos donde al dar un paso se
entra en otro mundo. Lo que veía dentro del espejo era un misterio para sus
padres, ya que siempre fue muy reservada
al respecto. Sólo el psiquiatra consiguió que se sincerase, incluso que le
dibujase los “dimonis” que vivían en el espejo. Las muñecas de su cuarto hacía
tiempo que habían sido retiradas de sus estanterías debido a su frenética
actividad, ya que no descansaban en ningún momento del día. Ni de la noche.
El psiquiatra era de pago. Parece
ser que la buena salud mental ha estado siempre en manos privadas, en manos de
10.000 pts dos veces por semana. Con un solo sueldo en casa no se podía
mantener esta sangría. Además, por aquel entonces el doctor psiquiatra ya había
aislado el problema, lo había identificado, diagnosticado y lo estaba tratando.
En casa no remitían las
alucinaciones visuales, sin que ocasionaran un excesivo malestar en la niña
debido a la medicación prescrita. Pero si las cosas pueden empeorar, empeoran.
Y aparecieron las alucinaciones acústicas: empezó a oir voces, personajes le
decían cosas que la templanza de Marta no podía soportar. Ordenaba, suplicaba
que se callaran “¡callau!, ¡per favor, callau!”, pero las voces no cesaban, la
acosaban, la dañaban en su más profundo ser; perdía los estribos destrozando
todo lo que encontraba a su alrededor, como si cada uno de esos objetos fuera
una voz que le torturara el cerebro a través del oído. La consternación familiar
era pura desesperación. El padre siempre angustiado, esperando la llamada fatídica
de que la crisis se estaba produciendo, y dispuesto a acudir a una casa donde,
al llegar, sin lugar a dudas ya no quedaría nada que salvar. Los síntomas
‘positivos’, también llamados ‘síndrome de distorsión de la realidad’,
consisten en alucinaciones y delirios: a lo que, comúnmente, se le llama
‘psicosis’.
La idea del ingreso en el
hospital psiquiátrico de Palma no había pasado por la imaginación de sus
padres. Existían, y existen todavía, muchos prejuicios en el momento de hablar
del Psiquiátrico, lo primero que viene a la cabeza a los mallorquines es una
palabra tétrica, lúgubre, siniestra: “Sa loqueria”. Es comprensible que los padres,
con un círculo social alrededor, una familia, parientes, vecinos, el qué dirán
en el pueblo, no hubieran querido ni pensar en tal posibilidad. Cuando uno se
encuentra en esa tesitura agudiza el ingenio, piensa, pregunta, se asesora, y
busca alternativas a la “solución infame”. ¡Cuánto respetamos los
convencionalismos! Marta no tenía días de normalidad, de ‘no crisis’, estaba en
excitación constante, no remitía en ningún momento, “¡nunca!”, dice su padre.
Los antipsicóticos le producían tímidos resultados. Después de oír hablar de
una serie de centros psiquiátricos privados en Madrid lejos del aliento de los
vecinos, optaron por ingresarla en una clínica situada en un azaroso rincón de
la Calle Arturo Soria, prestigiosa donde las haya, y tan inútil como cara.
Después de un tiempo de internamiento suficiente para realizar las pruebas
necesarias, se lanzaron a la piscina. El diagnóstico: “Tiene ataques
epilépticos”. El ataque epiléptico casi le da al padre al escuchar semejante
desvarío, pero a éste no se le encendieron todas las neuronas a la vez, sino
que se le apagaron de golpe y su amargura y zozobra le embargó por unos
instantes: el instante suficiente para asumir el tiempo y el dinero perdidos, y
con una remota esperanza de que lo que le acababan de decir fuera cierto, pero
era más cierto el cuento de La Bella
Durmiente.
Ya que estaban en Madrid, ¡de
perdidos al rio!, se les ocurrió acudir, sin esperanza alguna de que los
recibiera, al Dr. López Ibor, cuya fama era mítica, en aquellos momentos, en lo
que a psiquiatría se refiere. Como quien
pide un último deseo, explicaron al Dr. López Ibor su situación en
Madrid, su precariedad, su urgencia, su drama. Los recibió, estudió seriamente
el caso, realizó las pruebas pertinentes, “incluso le sacaron fotos del cerebro
en colores” me apunta su padre para convencerme del rigor de las pruebas
realizadas. A la vista de los resultados, el diagnóstico del Dr. López Ibor
coincidió plenamente con el del no menos prestigioso psiquiatra palmesano.
A su regreso a casa, las crisis,
más controladas en Madrid, volvieron a agudizarse. Esta vez, sin aprensión
alguna, la llevaron directamente al hospital psiquiátrico de Palma donde la
ingresaron. “La atiborraron de medicación”, lo que agudizó los síntomas
‘negativos’: temblores, babeo, descoordinación total, incluso incapacidad para
desplazarse. El médico, anclado todavía en el pasado, habló incluso de la
posibilidad de aplicar electrochoques. Muy hábil y lleno de recursos el ‘Dr.
Susanito’. Quiero contar aquí, porque encaja, que a mediados del siglo pasado,
sí, el XX, es decir, cuando nacimos nosotros, la solución definitiva a estos
males era la siguiente, se efectuaban una serie de descargas de electrochoque
al paciente que quedaba momentáneamente en estado de seminconsciencia –como en
la silla eléctrica, pero menos–, momento que aprovechaba un hijo de la gran
puta para meterle un estilete por debajo del párpado del ojo derecho, y con un
mazo quirúrgico arrear mazazos hasta que el estilete perforaba una parte del
cerebro y destruía todas las neuronas de la zona en cuestión. Cuando el
paciente recobraba la conciencia ya estaba curado, se había convertido en un
semivegetal que no daría más el coñazo a la sociedad pulcra y cristiana del
momento: si el cerebro tiene una alteración que no nos gusta, ¡matemos al
cerebro! “Y si tu ojo te es ocasión de pecar, arráncatelo
y échalo de ti” (Mateo 18:9). Por la gloria de sus difuntos.
Existen vídeos en Youtube sobre estas prácticas que son muy ilustrativos, y nos
confirman que no hemos mejorado todavía al hombre de las cavernas.
Después de tres meses en el
psiquiátrico de Palma, la dieron de alta. Claro que el ‘Dr. Susanito’ la siguió
visitando en su consulta privada con la minuta pertinente: ‘La pueden sacar de
ahí que es gratis, mejor tráiganmela a mi consulta y así me sale más a cuenta’ ¡Pájaro!
Es coña, no lo dijo, sólo actuó en consecuencia.
Parece ser que la providencia
según los creyentes, el azar según los menos devotos, a veces se pone de
nuestro lado, y eso ocurrió en el caso de Marta. “No hay mal que por bien no
venga” reza la frase popular, y en este caso acierta plenamente. Por diversos
motivos personales, agravados por supuesto por el desasosiego, la pesadumbre,
la ansiedad y la incertidumbre, los padres de Marta deciden separarse. A partir
de este momento, entra en una fase de franca mejoría. Hasta el punto de que
hace innecesario su ingreso durante más de cuatro años. No es que estuviera
totalmente recuperada, pero podía llevar una vida familiar estimulante y
esperanzadora. Seguía en un centro especial, pero su padre consiguió que
acudiera sola desde el pueblo, un autobús, un tren, dos caminatas
considerables, otro tren y otro autobús: ¡ella sola! Su padre, para
tranquilidad de ambos, le compró un teléfono móvil que con solo pulsar el
número uno conectaba con el de su padre: “por si se perdía”.
—Papà, m’he perdut.
—No te moguis, mira pes
costats mem que veus.
—Aquí posa ‘Clínica Rotger’.
—Ho veus. Tura’t un moment.
Descansa. A que ara te trobes millor?
—Sí, ara estic molt més bé.
—Podràs seguir?
—Sí, sí. Ja ho veig, ja veig
es camí.
Cuatro largos años de
esperanza, ilusión y cierto optimismo. Pero la ley de la balanza es inexorable,
después del premio, de ‘sa ditada de mel’ llegaría la aterradora compensación. Era
Junio de 2006, Marta tenía veinticinco años.
El universo, con todo su peso, cayó sobre las cabezas de sus padres. Su
madre, a la que me he referido muy poco, había asimilado de forma muy negativa
la pérdida de su hija, de la que ella conocía como tal, ¡su pequeña! Esta noticia
terminó de hundirla en la más absoluta de las miserias emocionales, contra las
cuales sigue luchando desesperadamente para sobreponerse.
Llamaron del centro especial a
su padre para informarle de que Marta padecía una crisis profunda. “La recogí y
me la llevé al hospital psiquiátrico” Desde entonces, siete largos años ya la
separan de aquella época de esperanza. Tres años en ‘subagudos’ y el resto en
‘largas estancias’. Régimen abierto. “No sale a la calle porque se perdería. No
conoce Palma”. Pasea diariamente por el jardín, ausente de su entorno, viajando
por las estrellas y huyendo de las voces malas. La medicación más actual no
puede hacer más. “Ha perdido todas las habilidades psicomotrices, ya le cuesta
mucho abrocharse el vestido”. A veces es Dios y hace milagros, otras es
cantante desde pequeña –se sabe todas las canciones– y otras, avalando sus
viajes interestelares, estudió en la NASA.
Aquí, su padre cayó en la
cuenta, “vaig relacionar es capritxo des telescòpi amb sa seva devoció actual
per l’univers…”
“La voy a buscar todos los
domingos. A veces está conmigo, otras con su madre, con su abuela o con su
hermano. Le gusta estar en familia, sea quien sea” (Tiene un hermano menor,
sujeto pasivo en cuanto decisiones en la adolescencia de Marta, pero
completamente activo en lo que a comprensión, ayuda y amor se refiere). Parece evidente que la parte del cerebro que
se ocupa de los sentimientos, de los arraigos, no está dañado. Ama a los suyos.
No tiene amigos, claro, los perdió hace tiempo. Ningún joven en la adolescencia
es capaz de soportar ‘rarezas’ que violenten su sentido del ridículo. Marta no
diferenciaba dónde estaba la raya entre lo excéntrico y lo estrafalario, no
tenía por qué hacerlo, era su realidad, y la realidad es la escenificación del
consciente, y para ella su consciencia era, y es, tan real como la nuestra… ¡O
quizás más!
Llegado el momento, como por
sorpresa si no se ha reflexionado, uno se da cuenta de que Marta es una mujer,
y como tal tiene unas necesidades fisiológicas que, posiblemente, vengan
determinadas por los atávicos genes cuyo cometido estriba en el mantenimiento
de la especie. Su padre dice “és molt enamoradissa”. La genética activa ciertos
neurotransmisores que advierten al subconsciente de la mujer que está en edad
de concebir y que su misión en este mundo pasa por la procreación. Ella no lo
sabe, pero nota los efectos físicos de estas órdenes ancestrales.
Parece ser que la solución más
simple, efectiva y drástica es la ‘esterilización’, ligamiento de trompas para
entendernos. Para ello primero un juez debe incapacitarla legalmente: trámite
resuelto. Ahora se está a la espera de que la Seguridad Social y el Psiquiátrico
se pongan de acuerdo para la ‘ejecución’. Marta tiene hoy treinta y dos años.
No podrá permitirse nunca ser madre, de eso se trata, ni de que el padre pudiera
ser otro interno: ‘per no afegir més a nes banyat’.
“Creo que es una de las
enfermedades peores que hay, tanto para quien la padece como para quien observa
impotente sus estragos: es terrible”. Lo dice una parte afectada.
Cuanto más joven se manifiesta
la enfermedad, peor evolución suele tener. Las perspectivas son mejores en
pacientes cuya enfermedad se manifiesta de mayor. ¿Por qué sucede esto a un
niño? No se sabe. No se sabe si es una enfermedad, se sabe que la
sintomatología no es decisiva para el diagnóstico, no se conoce exactamente el
tratamiento, ni siquiera si lo tiene. ‘La causa permanece desconocida’ así
empiezan todas las descripciones de la enfermedad, si bien se registran unos
porcentajes elevados por antecedentes familiares. No es el caso. El DSM-V
(Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders - cinco) ofrece unos
parámetros oficiales, estándares para catalogar la enfermedad como tal y los
tipos que existen de ella. Es tal el desconcierto que uno llega a preguntarse
si la realidad de los pacientes es peor que la nuestra o, simplemente, si estamos
en inferioridad de condiciones respecto a ellos por no tener la capacidad de
percibir distintas realidades. No nos equivoquemos, no son ficticias, son
reales, porque sólo es real lo que el cerebro decide que lo es.
¿Se curará Marta? Posiblemente
no, o no del todo. Quizás pueda, con la edad, llegar a un nivel de cuasi
normalidad que no le impida convivir con su familia y compatibilizar su mundo
con el de su entorno.
—Papà, me curaré? pregunta Marta
cuando se encuentra bien, y luego rompe a llorar con una tristeza infinita, con
la incomprensión infantil de un pesar arrogado por el azar.
—Això demaneu a sa psiquiatra
tot d’una quan arribis, perquè jo sé que te curaràs, però no sé quan. Responde
su padre, con un perro que le muerde con saña debajo del esternón.
Marta veía ‘dimonis’, otros
tienen amigos invisibles, con cara y ojos, a otros les hablan los teleñecos,
todos oyen voces, amigas o enemigas, todo es más o menos tratable, pero la
degradación psicomotriz produce el mismo tormento que el ocasionado por el
Alzheimer, pero con sesenta años de antelación. No os asustéis si vuestro hijo
os pide un telescopio, pero despreciad todas aquellas cotidianeidades que os
alejen del goce de dialogar con los hijos, es una minucia que algunos no
disfrutarán jamás.
He querido escribir este
relato, desgraciadamente cierto, como admiración a mi amigo y a su familia por
el estoicismo demostrado, y porque casualmente tengo una hija que va a cumplir
trece años, los mismos que tenía Marta cuando le diagnosticaron esquizofrenia.
Colau
ENTRENYABLE!!!
ResponderEliminarCOMMOVEDOR, MASSA PER PODER-HO LLEGIR DUES VEGADES.
MAGISTRAL, COM TOTS ES TEUS.
BdC