La muerte no es simplemente el último momento de la vida. «Estamos muriendo desde el nacimiento; el final está presente desde el principio» (Manilio). Está tan inexplicablemente unida a la vida que su consideración permanente enriquece la existencia y no al contrario: aunque el hecho físico de la muerte destruya al hombre, la idea le salva. Heidegger sostuvo que hay dos maneras fundamentales de existir en el mundo: 1) un estado de descuido de uno mismo y 2) otro de cuidado de uno mismo. Cuando uno vive en un estado de descuido del ser, se encuentra sumergido en el mundo de las cosas y en las diversiones cotidianas de la vida: el ser se mantiene en un «nivel inferior», absorto en los «necios parloteos», perdido en «los demás». Uno se rinde en el mundo cotidiano ante la preocupación de la manera de ser de las cosas.
En el otro estado, el cuidado del ser, uno no se maravilla por
la manera de ser las cosas, sino por el hecho de que existan; se trata, pues,
de una continua conciencia del ser.
Este estado, que generalmente se conoce con el nombre de «modo ontológico» (del
griego ontos, que significa
«existencia»), se traduce en el cuidado
del ser, por la responsabilidad que uno tiene con respecto a sí mismo. En
este estado, se tiene plena conciencia de uno mismo como yo trascendental, así
como del yo empírico. El ser capta sus propias posibilidades y límites; se
enfrenta a la libertad absoluta y a la nada y experimenta angustia frente a las
dos. Entre estas experiencias, la muerte es incomparable: es la condición que nos permite vivir la vida de manera auténtica.
Somos las únicas criaturas
mortales que conocemos nuestra mortalidad, porque poseemos una conciencia de
nosotros mismos. Negar la muerte a cualquier nivel es negar la naturaleza
básica del hombre, lo que restringiría cada vez más la conciencia y la
experiencia. En cambio, su integración nos salva; en lugar de sentenciarnos a
una existencia de terror y pesimismo, actúa como catalizador para impulsarnos a
un modo de vida más auténtico y realza el placer y el disfrute de nuestra
existencia.
Es verdaderamente significativo
el cambio que puede experimentar una persona al enfrentarse cara a cara con la
muerte. Como ejemplo sólo quiero recordar la experiencia de un grupo de
mujeres, con cáncer de pecho, terminal, en un grupo de terapia del Dr. Irvin D.Yalom: «[…] Ellas
solían hablar de una etapa dorada una vez que superaban el pánico ante la
evidencia de una muerte próxima. Unas decían que vivir con el cáncer las había
hecho más sabias, más conscientes de sí mismas, mientras que otras habían
reordenado sus prioridades, se habían hecho más fuertes, aprendido a decir no a
cosas que ya no valoraban y sí a las cosas que importaban de verdad, tales como
amar a sus familiares y amigos, observar la belleza, saborear el cambio de las
estaciones. Pero qué pena, se lamentaban muchas, que sólo hubieran aprendido a
vivir después de que el cáncer invadiera sus cuerpos…” Irvin D. Yalom (La cura Schopenhauer).
También, Yalom, explica algunas experiencias de suicidas
que sobrevivieron después de haberse arrojado por el puente Golden Gate, cuyos
comentarios iban desde: «El deseo de vivir se ha apoderado de mi… Ahora tengo
un poderoso impulso de vivir… Toda mi vida ha renacido… He roto con todos mis
patrones anteriores… Actualmente puedo percibir la existencia de otras
personas…»
Muchas personas, cancerosas desahuciadas, aprovechan
la crisis y el peligro para cambiar. Hablan de sorprendentes modificaciones y
cambios internos, que sólo pueden atribuirse a un «desarrollo personal»:
- · Reestructuración de las prioridades de la vida: trivialización de lo trivial.
- · Sentido de liberación: la capacidad de elegir sólo lo que se desea hacer.
- · Sentido realzado de la vida en el presente inmediato, en lugar de posponerla para cuando uno se retire o para algún otro momento futuro.
- · Profundo aprecio por los hechos elementales de la existencia: el cambio de las estaciones, el viento, la caída de las hojas, la última Navidad, etc.
- · Comunicación con las personas amadas más profunda que la mantenida antes de la crisis.
- · Menos temores interpersonales, menos miedo al rechazo, mayor predisposición a arriesgarse que antes de la crisis.
La conciencia de la muerte crea síndromes
psiquiátricos que no son otra cosa que reacciones
ante la angustia que ésta provoca. Los filósofos describen esta angustia
con diferentes atributos: «fragilidad del ser» (Jaspers), temor de «no ser»
(Kierkegaard), «imposibilidad de posibilidades posteriores» (Heidegger),
«ansiedad ontológica» (Tillich)…
Distinguimos cuatro tipos de miedos: 1) a la forma de llegar a la muerte, 2) al «hecho» de morir, 3) a lo que viene después de la muerte y 4) a la extinción del ser. Los tres primeros son temores relacionados con la muerte. En cambio, el cuarto, el miedo a «la extinción del ser» (la destrucción, la desaparición, el aniquilamiento) es el realmente básico.
Kierkegaard fue el primero que hizo una clara
distinción entre el miedo y la angustia (temor), al contrastar el miedo a algo con la angustia, que es un miedo a nada en particular, «a una nada a la que
el individuo es ajeno». Uno teme (o a uno le produce angustia) perderse y
convertirse en la nada, y además este temor no puede localizarse ni explicarse.
¿Cómo podemos combatir la angustia? Desplazándola
de la nada a algo. Esto es lo que Kierkegaard quiso decir cuando afirmó que
«esa nada de la que sentimos temor, se va convirtiendo paulatinamente en algo». Rollo May lo ha expresado diciendo que «la angustia busca convertirse en miedo».
Si convertimos el temor a la nada en un miedo a algo, podemos organizar una
campaña defensiva: evitaremos la causa de nuestra inquietud, buscaremos aliados
para enfrentarnos a ella, inventaremos rituales mágicos para conjurarla o
planificaremos una lucha sistemática para despojarla de su contenido siniestro.
Se ha confirmado empíricamente que los individuos con
gran devoción religiosa y los ancianos perciben la muerte con una «actitud
bastante positiva, pero cargada de una angustia considerable en los niveles más
profundos», mientras que los jóvenes que han perdido a uno de sus progenitores,
demuestran mayor ansiedad evidente. Existen muchas formas de medir la ansiedad,
que no analizaremos, pero lo que sí tiene relevancia es el hecho de que también
existe, y resulta trascendental, la
angustia inconsciente ante la muerte. Este tipo de angustia se manifiesta
de muchas formas, aunque es difícil demostrar su procedencia, por lo que se
deben realizar pruebas específicas de orden psicológico o humanístico para
desenmascarar sus raíces.
Parece bastante claro que existen dos tipos de
caracteres en la manera de afrontar la ansiedad, si bien no resulta de una
bipolaridad extrema, sino que forma más bien un abanico sintomático que se desprenden de la afirmación de Fromm
cuando escribió que el hombre va «anhelando la sumisión o codiciando el poder».
Demos por sentado que la negación de la muerte siempre está presente y se manifiesta de diferentes maneras, pero existen dos básicas: 1) creer que uno es especial y no le puede ocurrir nada, y 2) creer que en última instancia un salvador nos rescatará. El primero se cree especial e inviolable (y busca individualizarse, independizarse y separarse) tal vez sea narcisista, actuará casi siempre de forma compulsiva, será propenso a expresar abiertamente su agresión, confiará en sí mismo hasta el extremo de rechazar ayuda ajena, en muchos casos necesaria y adecuada, probablemente se niegue a aceptar sus propias fragilidades personales y sus límites, y será muy propenso a mostrar rasgos expansivos y grandiosos. El segundo individuo, completamente convencido de la existencia de un salvador (y que tiende a la fusión, la inmovilidad y la dependencia) buscará la fortaleza fuera de sí mismo, adoptará una actitud dependiente y suplicante hacia los demás, reprimirá la agresión, quizá muestre rasgos masoquistas y probablemente se deprima mucho cuando pierda a la parte dominante de la relación. Esto se resume en la existencia de dos tipos de «estilos cognoscitivos» que oscilan entre la independencia casi misantrópica hasta la dependencia más empalagosa. Ambos producen sus particulares disfunciones psíquicas cuyas únicas referencias que tenemos son la ansiedad y la depresión que son las consecuencias, no la angustia a la muerte, que es el origen.
Demos por sentado que la negación de la muerte siempre está presente y se manifiesta de diferentes maneras, pero existen dos básicas: 1) creer que uno es especial y no le puede ocurrir nada, y 2) creer que en última instancia un salvador nos rescatará. El primero se cree especial e inviolable (y busca individualizarse, independizarse y separarse) tal vez sea narcisista, actuará casi siempre de forma compulsiva, será propenso a expresar abiertamente su agresión, confiará en sí mismo hasta el extremo de rechazar ayuda ajena, en muchos casos necesaria y adecuada, probablemente se niegue a aceptar sus propias fragilidades personales y sus límites, y será muy propenso a mostrar rasgos expansivos y grandiosos. El segundo individuo, completamente convencido de la existencia de un salvador (y que tiende a la fusión, la inmovilidad y la dependencia) buscará la fortaleza fuera de sí mismo, adoptará una actitud dependiente y suplicante hacia los demás, reprimirá la agresión, quizá muestre rasgos masoquistas y probablemente se deprima mucho cuando pierda a la parte dominante de la relación. Esto se resume en la existencia de dos tipos de «estilos cognoscitivos» que oscilan entre la independencia casi misantrópica hasta la dependencia más empalagosa. Ambos producen sus particulares disfunciones psíquicas cuyas únicas referencias que tenemos son la ansiedad y la depresión que son las consecuencias, no la angustia a la muerte, que es el origen.
Existen otras causas existenciales capaces de alterar
nuestra salud psicológica. Algún día trataremos las alteraciones que producen
la responsabilidad y la voluntad emanadas de la libertad intrínseca de la
«realidad humana»; del aislamiento existencial, y de las dificultades anímicas
de no disponer de un sentido o proyecto
vital claro y definido. Pero esto será otro día.
Ahora quiero dejar claro que la incorporación de la
muerte a la vida enriquece a ésta y permite a los individuos liberarse de
trivialidades sofocantes y vivir de una manera más intencional y auténtica. Sin
embargo, la muerte es una fuente primaria de angustia; impregna la experiencia
interna y nos defendemos de ella mediante una serie de dinamismos de la
personalidad.
No hagamos lo que hicieron las mujeres con cáncer del
grupo de terapia de Yalom: aprendamos a vivir antes de que el cáncer invada nuestros cuerpos.
¡Vivamos
mientras estemos vivos! No cosifiquemos una vida que es tremendamente humana.
Colau
NOTA: los datos psicológicos y terapéuticos
que aparecen en el post están recogidos del
libro “Psicoterapia existencial” de Irvin D. Yalom.
Uf! "Menos mal" que he estat escoltant sa música que proposes, perquè a estones m'ha parescut faixuc d'assumir (ja me coneixes). Però finalment, m'ha parescut un "crit" a sa Vida, a sabre viure es present i disfrutar-lo. Gra6 CLU. BdC.
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