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sábado, 8 de febrero de 2014

Gibraltar sí, Cataluña no



Gibraltar sí, Cataluña no

Entre guerras, corrupción, intereses internacionales, amor al nieto de “Le Roi Soleil”, la codicia, la injusticia, la sinrazón y la dictadura monárquica,  transcurre la historia que os quiero contar.

Érase que se era un reino, compuesto por dos coronas juntas y más que menos bien avenidas: se respetaban los privilegios de unos y de otros. Unos por su exclusividad en el comercio con las Indias,  otros por su auto gestión económica, y todos por su facultad de autogobierno. A uno se le conocía por Reino de Aragón y al otro por Reino de Castilla. Unidos, por nupcias reales,  todavía hoy se le llama Reino de España.

Cuentan que un tal Fernando, en 1479, heredó el trono de la Corona de Aragón y una tal Isabel, en 1474, había heredado ya la de Castilla. Cabe decir que, por muy católicos que fueran, se desposaron tramposamente en 1469. Hicieron caso omiso a la negativa del papa a otorgarles la bula correspondiente para que su matrimonio fuera reconocido por la Iglesia –puesto que eran primos–, lo que les llevó, cual españoles corruptos, a infringir la ley ordenando una burda y falsificada bula. Bien empezaba este país de las dos Españas –de los dos reinos–.

Pues resulta que mucho tiempo después –necesitaríamos los dedos de las manos de más de veinte hombres y mujeres para contar los años transcurridos desde aquella boda–, el reino estaba en crisis y el pueblo empobrecido –proféticas palabras–. El negocio con América era útil, sobre todo para algunos, y los reinos que formaban la corona de Aragón no contribuían a la causa nacional, o  sea, administraban su propio dinero y no soltaban ni un “diner”. También hay que decir que no recibían un solo “real de Potosí” de los beneficios aportados a la corona de Castilla  por el comercio con las Indias. Pero, a diferencia de nuestros días, aquella España poseía numerosos territorios por toda Europa, América, África y Asia, lo que suponía un vasto vivero de gente humilde  para engrosar la bacineta del recaudador.

La corona de Aragón estaba formada por los reinos de Valencia, Aragón y Mallorca, y el principado de Cataluña –que incluía el condado de Barcelona– y algo más por ahí desparramado como los reinos de Cerdeña, Sicilia y Nápoles –reminiscencias de la unión de las casas de Borgoña y Austria con la de Castilla y Aragón en tiempos de Carlos I–.
La corona de Castilla, por su parte, era mucho más grande. En sus territorios seguía sin ponerse el sol desde Felipe II: desde Filipinas a México, desde los Países Bajos hasta Tierra de Fuego y toda la península ibérica, incluido Portugal. En 1688 se perdió Portugal, pero le quedaban al reino de Catilla el resto de reinos peninsulares y Canarias, y algo más por África.
Desde la muerte de los Reyes Católicos, reinaba en España la casa europea de los Habsburgo (también llamada casa de los Austrias) representados por vez primera por Felipe I, seguido por Carlos I de España y V de Alemania  –por nombramiento de emperador del Sacro Imperio Romano Germánico–, Felipe II, III y IV, hasta Carlos II que, coincidiendo justamente con su muerte, comienza el nudo de nuestra historia.

Corría el año 1700 cuando el último rey de la dinastía de los Austrias, CarlosII, fallecía en Madrid un día de Todos los Santos. Estaba enfermo, lo estuvo siempre; su apariencia era esperpéntica: frente prominente, cabello lacio, belfo sobresaliente, labio inferior como de cierta tribu africana, mirada ida y complexión débil, y estéril, sobre todo eso. No de balde le llamaban “El Hechizado”. El Nuncio del Papa contaba de él a su Santidad: “su cuerpo es tan débil como su mente. De vez en cuando da señales de inteligencia, de memoria y de cierta vivacidad, pero no ahora; por lo común tiene un aspecto lento e indiferente, torpe e indolente, pareciendo estupefacto. Se puede hacer con él lo que se desee, pues carece de voluntad propia”. Pero cuidado, como todos los Austrias, tenía principios en lo que a gobernar se trataba, puesto que dejó escrita constancia de su voluntad de que: “se mantengan los mismos tribunales y formas de gobierno en toda mi Monarquía  y de que muy especialmente guarden las leyes y fueros de mis reinos, en que todo su gobierno se administre por naturales de ellos, sin dispensar en esto por ninguna causa; pues además del derecho que para esto tienen los mismos reinos, se han hallado sumos inconvenientes en lo contrario. La posesión de mis Reinos y señoríos por Felipe de Anjou y el reconocimiento por mis súbditos y vasallos como su rey y señor natural debe ir precedida por el juramento que debe hacer de observar las leyes, fueros y costumbres de dichos mis Reinos y señoríos"
Además, en el resto del testamento se incluían referencias directas al respeto de las "leyes, fueros, constituciones y costumbres". Según Joaquim Albareda, todo esto manifestaba la voluntad de Carlos II de: "asegurar la conservación de la vieja planta política de la monarquía frente a previsibles mutaciones que pudieran acontecer, de la mano de Felipe V".
Otra norma era que Felipe V debía renunciar a la sucesión de Francia, para que: "se mantenga siempre desunida esta monarquía de la corona de Francia".
La clarividencia y razón demostradas en su segundo testamento, le dignifican, al margen de su imagen y de sus carencias físicas…, y de la opinión del Nuncio.

En el primer testamento de Carlos II, firmado en 1696, nombraba como heredero del reino de España a José Fernando de Baviera –de Habsburgo–, que era su sobrino nieto y, además, bisnieto del rey Felipe IV. En Europa, los buitres carroñeros: Francia, Inglaterra y Holanda firmaron en la Haya un acuerdo de reparto de la Monarquía Católica –que así se conocía a la Monarquía Hispánica de los Austria–. Pero las desgracias nunca vienen solas. En 1699 murió José Fernando de Baviera y los buitres volvieron a reunirse en la Haya para firmar un nuevo acuerdo de reparto de los dominios de Carlos II tras su muerte. Enterado Carlos del reparto de su herencia a sus espaldas, y a instancia del rey Sol (Luis XIV de Francia) que conspiraba a dos bandas, nombró nuevo heredero universal al trono de España al francés Felipe de Anjou, nieto Luis XIV. Y así, a partir del día de Todos los Santos del año del Señor de 1700, se oyó gritar aquello de muerto el rey, viva el rey francés Felipe V, que inauguraba de esta manera en España, la dinastía de los Borbones.

Siempre nos han contado que la primera guerra mundial empezó en 1914. Esto no es cierto. Lo que sucede es que los españoles no sabemos vender como los americanos. Pero una guerra en la que, según Joaquim Albareda, murieron 1.250.000 personas, en la que lucharon más de 1.300.000 soldados, en la que participaron directamente España, Portugal, Italia, los territorios del imperio, Países Bajos, Francia y América del Norte y del Sur, y de la que el último Almirante de Castilla Juan Tomás Enríquez de Cabrera y Ponce de Leóndijo que “es una guerra tan universal cual no se ha visto nunca”. Si a todo lo anterior le añadimos que en el conflicto se dirimieron problemas como la sucesión protestante en Inglaterra, y que por conveniencias de la guerra se avivaron viejos conflictos como la guerra de la independencia húngara, la revuelta de los camisards franceses o hugonotes; los habitantes del país de Vaud –al norte de Italia y Suiza– que lucharon en el bando aliado para que Inglaterra defendiera su protestantismo y sus libertades de la tiranía de Luis XIV, etc. Todo ello provocado por lo que se ha dado en llamar Guerra de Sucesión (al trono del reino de España). Por todo lo anterior, no cabe duda de cuál fue la primera guerra mundial.

Todo empezó cuando las potencias europeas, alarmadas por el peligro que para ellos supondría una unión entre Francia y España a raíz del nombramiento de Felipe d’Anjou como nuevo rey y sus excelentes relaciones con Francia –hasta el punto de figurar en la línea de sucesión dinástica al trono de la antigua Galia–, con el apoyo de los gobiernos de los reinos que formaban la Corona de Aragón –por las sospechas de la aplicación de un programa de centralización a favor de Castilla, el miedo a perder sus propias instituciones de gobierno y sus propias leyes, derechos y privilegios, y la condición de absolutista de que hacía gala el monarca francés–, propusieron unos y apoyaron los otros un nuevo candidato que, por motivos de parentesco, podía reclamar también el derecho dinástico al trono de España: era el Archiduque Carlos de Austria.
Los reinos peninsulares de la Corona de Aragón, los países integrantes de la Gran Alianza de La Haya(*)  y el Papa Clemente XI le reconocieron como rey de España, con el nombre de Carlos III.

(*) El tratado de La Haya de 1701 fue un acuerdo por el cual Inglaterra, el Sacro Imperio Romano Germánico y las Provincias Unidas de los Países Bajos se unían en una alianza militar para hacer frente a la coalición formada por Francia y España en la inminente guerra de sucesión española.

Inglaterra, muy interesada en desbaratar la estrategia de Luis XIV, se acercó a Cataluña y prometió armas, dinero y la defensa de los intereses catalanes. El 20 de julio de 1705 se firma un pacto de alianza con Inglaterra y el 22 de Agosto del mismo año, la armada del Archiduque, con él al mando, desembarca en Barcelona y provoca la capitulación del virrey Velasco que estaba a las órdenes de Felipe V. El 7 de noviembre entra oficialmente como soberano en Barcelona: “llegó (…) a la plaza del convento de San Francisco (…) y juró observar los privilegios a Mallorca, Menorca, Islas Baleares y a la ciudad de Barcelona los privilegios y costumbres que gozó hasta la muerte del difunto Carlos II” (dietari de l’Antic Consell de Barcelona)

Con el tiempo, y en plena guerra, Valencia, Aragón, Mallorca, Menorca e Ibiza se sumaron también al bando austracista.
Mallorca, en un principio, había aceptado de buen grado la llegada al trono de Felipe V, hasta el punto de que, según Josep Juan Vidal: “en enero de 1701, el Gran i General Consell eligió al caballero GuillemDescatlar i Serralta como embajador del reino de Mallorca para ofrecer las condolencias a la reina viuda y felicitar al nuevo monarca”. “También Menorca e Ibiza mandaron síndicos extraordinarios a la ciutat de Mallorca para prestar juramento al nuevo monarca, representado por el virrey Pueyo”.



El 4 de agosto de 1704, en su camino hacia Denia para ayudar a las tropas afines al archiduque, la flota angloholandesa comandada por George Rooke y el príncipe de Hesse, conquistaron Gibraltar con la intención de añadir la fuerte plaza de Gibraltar a la causa del Archiduque Carlos. Esto no viene a cuento, pero me conviene sacar este nombre: Gibraltar.


En 1706, el Archiduque entró en Zaragoza y sus tropas continuaron hasta Madrid donde fue proclamado rey de Castilla, pero con notable desprecio por parte de los súbditos castellanos que lo consideraban el rey de los “otros”. Según ABC Historia militar de España: “Pronto creyó toda Europa que Felipe V perdería su trono inevitablemente; pero los agoreros no contaban con una especie de milagro, la adhesión inquebrantable y absoluta de la antigua Corona de Castilla a un Rey que apenas había tenido tiempo de arraigar en España”. En España se produjo una verdadera guerra civil entre los que apoyaban al rey Felipe V –los de la corona de Castilla– y los que apoyaban a Carlos de Austria –los de la corona de Aragón–. Mientras que el partido felipista estaba representado por el obispo Francescde la Portilla y el jurista y regente de la Audiencia, Francesc Ametller. En el Regne de Mallorques, concretamente en Mallorca e Ibiza existía un partido austracista conectado con Joan Antoni de Boixadors, conde de Çavellà, cuya esposa, Dionisa Sureda de Sant Martí i Safortesa, estaba emparentada con influyentes nobles mallorquines. Ibiza, acosada por la escuadra aliada, capituló sin oposición el 19 de Septiembre de 1706. El Consell d’Eivissa proclamó a Carlos III y le juró obediencia al ministro plenipotenciario, el conde de Çavellà. Seis días después, la flota aliada, formada por unos 35 barcos, ingleses en su mayoría, apareció en Mallorca.
El día 27, y después de saqueos de los propios ciudadanos a propiedades francesas y a las de algunos felipistas, el Gran i General Consell decidió capitular.
El 4 de octubre Carlos III fue proclamado rey en Mallorca. Çavellà fue nombrado virrey y capitán general del reino.
El 11 de octubre en Menorca, concretamente en Ciutadella, tuvo lugar un alzamiento popular austracista. Joan Miquel Saura pasó  a ser el gobernador y Çavellà juró conservar los privilegios y las leyes de Menorca. Pero este dominio fue efímero. La flota francesa, aprovechando que la inglesa se había ido, se presentó en Mahón el 1 de enero de 1707 y recuperaron la isla. No veáis como se pusieron los borbónicos, que reprimieron contundentemente a los menorquines y sembraron una ola de terror, llegando a ejecutar a 33 menorquines acusados de conspiración. Además, en noviembre del mismo año, el gobernador borbónico Diego Leonardo Dávila suprimió todos los privilegios de la isla.

En abril de 1707 la guerra cambia de signo. En la batalla de Almansa (Albacete) las tropas borbónicas derrotan a las del Archiduque y en los meses siguientes ocupan Aragón y Valencia. Felipe V abolió los fueros de estos reinos como castigo por su rebelión y redactó los Decretos de Nueva Planta para hacer efectivas las palabras del duque de Berwich tras haber reconquistado Valencia y Aragón: “Este Reyno [sic] ha sido rebelde a Su Magestad[sic][Felipe V] y ha sido conquistado, haviendo [sic] cometido contra Su Magestad una grande alevosía, y assí [sic] no tiene más privilegios ni fueros que aquellos que su Magestad quisiere conceder en adelante”.
Unos días después, Melchor de Macanaz retomaba el proyecto del Conde-Duque de Olivares –de 75 años atrás–, argumentando en su informe que: “con las armas en la mano todo se consigue... Si al tiempo de sujetar a los pueblos rebeldes no se les desarma y da la ley, se necesitará después de nuevas fuerzas para conseguirlo”.
El rey francés, por supuesto, se decantó por la postura abolicionista e intervino en un debate sobre el tema observando que: “una de las primeras ventajas que el rey mi nieto obtendrá sin duda de su sumisión [de los estados de la Corona de Aragón] será la de establecer allí su autoridad de manera absoluta y aniquilar todos los privilegios que sirven de pretexto a estas provincias para ser exentas a la hora de contribuir a las necesidades del Estado”.

Siguieron cayendo plazas a favor del Borbón y ya en 1713 solo tres enclaves no estaban en manos de las tropas felipistas: Barcelona, Mallorca e Eivissa.

Fuera de los campos de batalla, otro hecho determinante vino a dejar la Guerra de Sucesión vista para sentencia. Se trata de la muerte del emperador José de Austria, hermano mayor del archiduque Carlos, lo que significa la sucesión de este al trono del Sacro Imperio Romano Germánico como Carlos VI. El 9 de septiembre de 1711, Carlos III comunica al “capítol de la Seu mallorquina” su decisión de dejar Cataluña para dirigirse hacia su imperio: “por la muerte del Sr. Emperador Joseph mi buen hermano”, y dejó a su esposa –la princesa alemana Isabel Cristina de Brunswick-Wolfenbüttel– en Barcelona como lugarteniente general y gobernanta de todos sus reinos españoles. El conde de Çavellà se fue con él. Unos meses más tarde, Isabel Cristina de tal y tal…, cogió las de Villadiego y regresó con su regio esposo. ¡Que Barcelona era un lugar muy desangelado sin su emperador!

Por otra parte, el nuevo parlamento inglés dominado ahora por los Tory era partidario de acabar la guerra de España a cambio de ventajas comerciales en América, precio que Francia estaría dispuesta a pagar a cambio de que Felipe V se quedara con la corona española.
Ante este panorama, Inglaterra y Holanda deciden poner fin cuanto antes a la guerra para que no haya un Carlos III de España y VI de Alemania. Para Inglaterra, el equilibrio europeo ya no es lo que era. Los ingleses inician conversaciones en Utrecht el 29 de enero de 1712, de momento sin contar con España. Felipe V renuncia al trono de Francia el 9 de noviembre de 1712. El 10 de julio de 1713 España firma el Tratado por el que Felipe V entrega a Inglaterra Menorca, Gibraltar y el derecho al comercio con Hispanoamérica. A cambio, Inglaterra se  comprometió a ayudar a Felipe V para  que el sometimiento de todo el reino de Aragón a la corona española fuera absoluto. Y así se hizo. Pero quedaba Barcelona y las islas aún no controladas por Felipe V. La Generalitat convocó a los braços (los tres estamentos de la sociedad barcelonesa) para tomar una decisión: rendición o lucha hasta el final. El clero se abstuvo, los nobles preferían buscar una tregua digna, pero el estamento popular decidió continuar la lucha. Después de un duro asedio por mar y más de 30.000 bombas caídas sobre la ciudad, el 11 de septiembre de 1714, violadas las murallas del condado, las tropas felipistas tomaron Barcelona. Desde entonces, los catalanes, conmemoran esta fecha como la Fiesta Nacional de Cataluña.

Ya solo quedaban las islas. Felipe V demoró la conquista de Baleares porque necesitaba una escuadra que transportase las tropas que tenían que apoderarse de Mallorca. Cuando la consiguió, más de 4000 hombres salieron el 11 de junio de 1715 de Barcelona camino de la roqueta, comandados por el caballero d’Aspheld (Claude François Bidal d’Aspheld). Después del primer desembarco, se apoderaron de Felanitx y Alcudia. Se les unió desde Menorca Joan Sureda que, posteriormente, alojaría en su casa de Palma al caballero d’Aspheld. Después de tomada Alcudia, el ejército se apoderó del resto de la isla con facilidad. Palma capituló, sin oponer resistencia, a principios de julio. El Gran i General Consell, el obispo, el capítol y los inquisidores opinaban, en contra del virrey, que la ciudad debía ser entregada d’Aspheld ya que la guerra estaba irremediablemente perdida. El 22 de junio, el Consell acordó la capitulación del reino al ejército de Felipe V. El día 4 de julio llegó a Eivissa el nuevo gobernador borbónico, Daniel Sulivanc, con una guarnición y al día siguiente, sin ningún incidente se le prestó juramento de fidelidad a Felipe V. Era el final de la guerra, pero no de las represalias.

Felipe V, tenía un odio cerval hacia el reino de Aragón. Por una parte no le habían aceptado como su rey; en segundo lugar, no pagaban impuestos al reino de España; en tercer lugar, disfrutaban de ciertos privilegios políticos, jurídicos y económicos diferentes a los del reino de Castilla y, finalmente, no hablaban el mismo idioma. ¡Esto no podía continuar así ni un día más! El 9 de Octubre de 1715 se firmó el Decreto de Nueva Planta que afectaba al principado de Cataluña y cincuenta días después se publicó el Decreto de Nueva Planta de Mallorca. Como no podía ser de otra manera, una de las primeras acciones fue que la lengua oficial pasase a ser el castellano. Con estos decretos se había satisfecho la voluntad del rey de que todas “provincias españolas” fueran gobernadas y ordeñadas por el mismo rasero. Es tremendo ver el parecido de esta acción con las que se producen, hoy en día, en España cuando una empresa absorbe a la otra. Enseguida se igualan los derechos de los empleados, pero siempre se igualan a la baja, ninguna empresa, ni gobierno ha concedido los privilegios de otros a los que no los disfrutaban, sino todo lo contrario.

Espero que cada uno de vosotros reflexione con lo leído. Se haga su idea, se sitúe en la época correspondiente y analice la ética y justicia que, en conciencia, cree que debería imperar.

No puedo terminar esta historia sin hacer una reflexión sobre algunos comentarios ofrecidos por quien manda ahora en España, en referencia a sus airadas peticiones de que Gibraltar nos sea devuelto. Mientras, el mismo sujeto, se llena la boca de seguridad y sentencia al decir que Cataluña jamás recuperará su independencia –es decir, los derechos usurpados por las armas por Felipe V–. Bien, Sr. Rajoy, sepa usted que su bien amado Felipe d’Anjou regaló Gibraltar (y Menorca) a Inglaterra por los servicios prestados a Su Majestad en la ardua tarea de someter al reino de Aragón a sus más ególatras caprichos. O bien no reclame usted Gibraltar, puesto que fue entregado legítimamente, o bien permita que Cataluña tenga la oportunidad de recuperar sus libertades y privilegios. Sea justo. No hable para su España, hable con la razón y con la justicia para todo un conglomerado de culturas sometidas por las armas, pero con un sentimiento territorial, al que usted y muchos llaman nacionalista, que es el que demostraron los miles de barceloneses que lucharon hasta su muerte para defender su tierra, su cultura y sus derechos.  Parece ser que el amor que tenemos los mallorquines por nuestra tierra no fue suficiente, ya no para levantar un arma, sino siquiera para levantar una voz en contra de la invasión inglesa ordenada por el francés Felipe V. Es que hay gente que tiene un belfo que se lo pisa.

Colau

4 comentarios:

  1. Molt bé Colau, això no els interessa ni a la caverna espanyola ni a la majoria dels espanyols, basta veure els informatius actuals fins i tot d'esquerres. Tots ells no ho conten així, s'han passat des del 1714 canviant la història, ja se sap que aquesta l'escriven els vencedors però qualque dia això no serà així.
    Visca la Terra Lliure.

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  2. >En este mundo cruel nada es verdad ni mentira, todo es según el color del cristal con que se mira.

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  3. ELS FETS SÓN ELS FETS, I AMB AIXÒ NO HI HA "COLORS DIFERENTS" AMB QUE MIRAR-HO.
    ARA BÉ SI NO T'AGRADA LO QUE LLEGEIXES, ÉS FÀCIL: CANVIA DE CANAL!
    ...
    CLU: MAGISTRAL, COM SEMPRE. UNA GRAN FEINA DE DOCUMENTACIÓ ( QUE ME CONSTA).
    ALS 100: UNA RECOPILACIÓ, SENSE CAP DUBTE.
    BdC

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  4. ¿Porqué te picas Margarita en lugar de que sea Colau?.

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