De la
estupidez al humanismo
El historiador económico italiano Carlo M. Cipolla
estableció ciertas leyes sobre la estupidez humana, que consideró tanto fundamentales
como universales. Voy a aprovecharme de algunas de ellas para introducir este
post a la realidad que quiero dejar patente.
En su primera ley fundamental, Cipolla determina que
“siempre e inevitablemente cada uno de nosotros subestima el número de
individuos estúpidos que circulan por el mundo”. Por supuesto, este mundo está
lleno de estúpidos, pero, en cualquier caso, son los otros. Aunque nos
incluyamos en el lote, lo hacemos por una falsa modestia detestable y una
retórica demasiado evidente: el mundo está lleno de estúpidos y yo los tengo
que soportar todos los días. Apunto aquí el primer error que solemos cometer,
aunque no es de extrañar dado el elevado amor propio que los libros de
autoayuda nos conminan a tener. “¡Sé tú mismo!”, o sea, estúpido for ever.
La segunda ley es, ¿cómo diría yo? Democrática, sin
prejuicios: igualitaria. Dice algo como que: “La probabilidad de que una
persona determinada sea estúpida es independiente de cualquier otra
característica de la misma persona”. Su claridad es de aura divina. Explica,
Cipolla, que en un estudio realizado en cierta universidad, se diferenciaron
varios grupos, a saber: personal de limpieza, bedeles, personal administrativo,
estudiantes y catedráticos. Pues en cada uno de esos grupos el coeficiente de
estupidez resultó ser, lo que se podría
decir: idéntico. Podemos concluir, entonces, que la estupidez no es una
cuestión de cultura, ni siquiera de conocimientos ni de estatus social o económico, sino que arraiga en todos los
estamentos humanos por igual, lo que significa que me afecta en la misma medida
a mí que a vosotros.
La tercera ley fundamental, y ahí empezamos a discrepar, no
por desacuerdo total sino por cierta falta de claridad, dice que:
“Una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo
de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso
obteniendo un perjuicio”. De cada vez son más las personas que causan daño gratuitamente.
Puede que, en muchos casos, los que más daño nos causemos seamos nosotros
mismos y, obviamente, no obtenemos ningún beneficio de ello, sino más bien todo
lo contrario. A las personas que hacen daño a sus semejantes y además se
benefician de ello, Cipolla les llama “malvados”, también conocidos aquí como HDP.
Lo que conviene dejar claro es la característica
privativa de estos elementos, y es que ni los estúpidos ni los malvados lo son
siempre, es decir, a tiempo completo. Si preguntamos al portero de la finca o a
la dependienta de la panadería la opinión sobre una encarnación dañina nos dirá
que parece una persona completamente normal, algo así como nosotros. Porque
nosotros, desgraciadamente somos normales, no nos salimos, cuando menos en
apariencia, de la línea que la sociedad políticamente correcta espera de
nosotros, es decir, no causamos molestia alguna al sistema establecido del tener
en contra de la inconveniencia del ser.
En las reflexiones de Cipolla deducimos que uno puede ser
un excelente padre o madre de familia, puede ser un físico eminente y un
investigador eximio, una persona de firme moral y preocupación mística sobre su
vida póstuma, pero que entre semana dirige un campo de concentración nazi, o un
banco o una caja de ahorros (p. e. en España a principios del siglo XXI). Los
primeros hicieron gala de una estupidez suprema, los segundos de un malvado
cinismo. Cipolla argumenta que los estúpidos son mucho más peligrosos que los
malvados, puesto que una persona inteligente puede entender la lógica de un
malvado ya que este sigue un modelo de racionalidad, mientras que con el
estúpido esto es absolutamente imposible, pues no existe modo racional de
prever si, cuándo, cómo y por qué, una criatura estúpida llevará a cabo su
ataque. Pero se olvida de una circunstancia fundamental y es que el estúpido
actúa solo, por cuenta propia u obedece órdenes, en ambos casos sin saber ni
interesarse por el porqué de la acción, ni razonar sus tropelías. Esto lo
convierte en menos peligroso que al malvado que también puede actuar solo, pero
con toda seguridad a la sombra de un ente u organización que le darán, incluso
desde la ignorancia, el soporte necesario para
sus desafueros, lo que refuerza su peligrosidad en la proporción en que
es capaz de conseguir el soporte y las adesiones necesarias.
Vamos ahora a profundizar en la parte que nos deja
incompleta el profesor Cipolla, y no es otra cosa que el daño que nos causamos
nosotros mismos instigados por un sistema social que hemos adoptado como
“único” o “el mejor”, y no es más que el producto de un ideal surgido de la
Revolución Industrial pero asumido y transformado por la peor calaña
inoculadora de quimeras. Nos han vendido un mundo de utilidades: lo que no es útil
es inútil, valga la aliteración. El profesor y filósofo Nuccio Ordine, hoy
va de italianos, dice que “se consideran inútiles
todos los saberes que no producen beneficios”. En contraposición, considera
únicamente útil “todo aquello que nos ayuda a hacernos mejores”. Pero,
cómo podemos hacernos mejores si, en realidad, ya nos consideramos insignes
ciudadanos: No soy el mejor, pero soy ¡muy bueno!
Vamos
a separar culpas. Empecemos con las del sistema.
No estamos en el mejor de los momentos en el camino hacia
la tierra prometida. Los profetas del neoliberalismo, lo de neo es por nuevo,
pero el liberalismo existe desde que Locke, en el siglo XVII, estableció los
fundamentos intelectuales del liberalismo moderno. Dice Ordine: “El fármaco de
la dura austeridad (en los países del sur europeo de la segunda década del
siglo XXI, o sea, hoy) –la aclaración es mía–, en vez de sanar al enfermo
lo está debilitando aún más de manera inexorable. Sin preguntarse por qué razón
las empresas y los estados han contraído tales deudas –¡el rigor, extrañamente,
no hace mella en la rampante corrupción ni en las fabulosas retribuciones de ex
políticos, ejecutivos, banqueros y súper consejeros!– (algunos estúpidos, otros malvados delincuentes y la mayoría ambas cosas),
los múltiples responsables de esta deriva recesiva no sienten turbación alguna
por el hecho de que quienes paguen sean sobre todo la clase media y los más
débiles, millones de inocentes seres humanos desposeídos de su dignidad”. Ahí
me da morbo preguntarme: ¿Inocentes seres humanos? Veremos. Sabemos que,
durante décadas, muchas empresas se han aprovechado de la privatización de los
beneficios y de la socialización de sus pérdidas, que despiden a los
trabajadores, “mientras los gobiernos suprimen los empleos, la enseñanza, la
asistencia social a los discapacitados y la sanidad pública [...] el derecho a
tener derechos queda sometido a la hegemonía del mercado, con el riesgo progresivo
de eliminar cualquier forma de respeto por la persona. Transformando a los
hombres en mercancías y dinero, este perverso mecanismo económico ha dado vida
a un monstruo, sin patria y sin piedad, que acabará negando también a las
futuras generaciones todo forma de esperanza”.
Sentencia finalmente Ordine: “En el universo del
utilitarismo un martillo vale más que una sinfonía, un cuchillo más que una
poesía, una llave inglesa más que un cuadro: porque es fácil hacerse cargo de
la eficacia de un utensilio mientras que resulta cada vez más difícil entender
para qué pueden servir la música, la literatura o el arte”. ¿Cómo hemos llegado
hasta aquí? Por el error de cálculo de los pensadores de la Revolución Industrial
que creían que la máquina les proporcionaría el tiempo para disfrutar de una
vida más plena, capaz de desarrollar las facultades y capacidades innatas de
todo ser humano: el pensamiento creativo, el amor y el arte. Pero se
equivocaron. La máquina, en lugar de servir a los fines del hombre se convirtió
en su dueña: cosificó al hombre. “Las
cosas llevan las riendas y cabalgan
sobre la humanidad” dijo el escritor y filósofo estadounidense Ralph W. Emerson
presintiendo lo que iba a ocurrir. Desde entonces el ser humano se ha
convertido en cosa, pero con
distintas naturalezas. El progreso técnico ha eliminado las normas en las que
había creído el ser humano durante miles de años: “debemos hacer lo que es
verdadero, bello y conducente al desarrollo del espíritu humano” decía el
psicólogo y filósofo humanista Erich Fromm que además se preguntaba: “¿Qué ha
sido del hombre? Totalmente ocupado en producir, vender y consumir cosas, el
hombre mismo se va convirtiendo en cosa.
Está convirtiéndose en un consumidor absoluto, dedicado a tragarlo todo
pasivamente, sea el tabaco, la bebida el cine y la televisión, e incluso libros
y conferencias. Se siente angustiado porque no ve un sentido verdadero a su
vida, a parte del de ganarse el sustento. Se aburre, y vence su aburrimiento
con consumo […] Tiene su pensamiento divorciado de los sentimientos, la verdad
de la pasión, y la cabeza del corazón. Las ideas no lo atraen, porque piensa
más de acuerdo con cálculos y probabilidades que conforme a convicciones y
adhesiones.”
Carl Marx es claro en sus manuscritos al afirmar que
cuanto más aumentan las necesidades del hombre, tanto más dependiente se hace
éste. Pero dependiente ¿de quién? “En primer lugar, de quienes crean esas
necesidades, que, por su capacidad de vender las correspondientes
satisfacciones, hacen que otros dependan de ellos. Segundo, porque, cuanto más
aumentan las necesidades y las satisfacciones, tanto más se empobrece el hombre
como hombre y tanto más llega a depender de la satisfacción de apetitos
depravados, inhumanos e imaginarios, hasta que finalmente el hombre se
convierte en una “mercancía automática”
El mensaje del Proceso de Bolonia es claro: universidades
privadas, planes de estudio específicos para formar científicos y gestores
empresariales, unos para que creen productos que las empresas puedan patentar y
enriquecerse, y los otros para gestionar estas empresas. Pero, sobre todo,
reduciendo, hasta darles un valor residual, las materias humanísticas: ¿Qué
beneficio puede sacar una empresa de un filósofo? Es que además, a las empresas
no les interesa que haya estudiosos de la utilidad
de lo inútil, entre otras cosas porque necesitan a gente preparada en hacer
posible lo técnicamente posible, que se gane la vida en las empresas del
sistema de consumo, que remunerarán convenientemente para que todo ello se
reinvierta inmediatamente en consumo de productos del sistema y, si se desea
(es difícil resistirse a ello), acceder a hipotecas, préstamos, financiaciones,
tarjetas de clientes preferentes, clientes VIP, pagos en doce meses, y toda
treta infame para quedar “fidelizado”, es decir, cogido por las gónadas durante
toda la vida en este bonito mundo de necesidades, caprichos y deseos que,
parece mentira, hayamos podido estar 30000 años si ellos, y ahora sean vitales
para la subsistencia. “Los ídolos de hoy son los objetos de una codicia que se
cultiva constantemente: la codicia del dinero, poder, lujuria, fama, comida y
bebida. El hombre adora los medios y los fines de esta codicia: la producción,
el consumo, el poderío militar, la industria y el estado. Cuanto más fuertes
hace sus ídolos, tanto más se empobrece él, tanto más vacío se siente. En vez
de gozo, busca agitación; en vez de amar la vida, ama un mundo mecanizado de
aparatos; en vez de su propio desarrollo, busca riquezas; en vez de querer ser, su interés está en tener y consumir.” (Erich Fromm. El humanismo como utopía real)
Dentro del engranaje perfecto de esta sociedad
cosificada, no tienen otra cabida más que los estúpidos y los malvados que
manejan los resortes del resto de humanos libres: los incautos, librepensadores
y humanistas, con sus momentos de estupidez e indistinto nivel de inteligencia.
¿Por qué he puesto en duda la inocencia del ser humano en
general y, sin ir más lejos, la nuestra en particular? Por la simple razón
existencialista de que somos lo que nos hemos hecho. Tenemos y hemos tenido
siempre libertad para elegir nuestro camino, nuestra profesión, nuestras
aficiones, nuestro autoconocimiento, nuestros valores, nuestra moral y nuestra
ética. Si estamos inmersos en una dinámica de sinrazón es porque así lo hemos
decidido (quizás persuadidos por los cantos de sirena). Del mismo modo que si
queremos dejar de ser, según Marx, “mercancía automática” y convertirnos en
plenamente humanos, deberemos reducir a la satisfacción de las necesidades
vitales el producto del esfuerzo en nuestro trabajo, tendremos que superar el
egoísmo, relacionarnos desinteresadamente con los demás, lograr plena
independencia de todo el poder exterior y ser muy ricos por ser mucho, no por tener mucho. Todo está en nuestra mano.
Sabemos
que formamos parte de la media de estúpidos y malvados, pero también de la
media de incautos, librepensadores y humanistas. Si somos capaces de que los
deseos de consumo se asemejen a unas necesidades básicas actualizadas, y la
profundización humana se convierta en un llamamiento a uno mismo, no solo a pensar de otra manera y a obrar de otra manera, sino también a ser de otra manera, la población
estúpida y malvada decrecerá en la misma proporción en que la vida se humanice.
Colau
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ResponderEliminar"Cuando pienso en ti,
ResponderEliminarel día se oscurece...
y la noche gime de desesperación,
¿será que las estrellas en su titilar me consuelan?
..."
PRECIOSA AQUESTA POESIA, M'HA EMOCIONAT.
M'HA ALEGRAT SA COMPANYIA DEN SEAN-CONNERY.
GRA6 MiNCLU.
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