Nos vigilan, y eso nos gusta.
El
londinense Jeremy Bentham (1748-1832), fue, además de un niño prodigio, un
prestigioso abogado y sobre todo eminente pensador. Como tal, muy pronto
cuestionó el sistema de educación británico y fue muy crítico con el sistema
jurídico. El cuestionamiento de la situación intelectual, la reflexión y el
análisis sobre los métodos y necesidades de la sociedad británica, le llevo a
desarrollar una teoría de cómo se debería vivir. Esta teoría, es conocida como
utilitarismo o “el Principio de la Mayor Felicidad”. Consiste en la idea de que
lo correcto es aquello que te produzca mayor felicidad. La felicidad es placer
y ausencia de dolor. Más placer, o mayor cantidad de placer que dolor,
significa mayor felicidad. Incluso estableció un método para calcular la
felicidad denominado “Felicific Calculus”.
Su obra cumbre fue Introducción a los principios de moral y legislación (1789).
Sirva lo
anterior a modo de presentación formal de un gran hombre preocupado por la
felicidad y por el sistema de legislativo de su época. Pero lo que nos ha
remitido hasta estos lares es la vigilancia, y hacia ella nos dirigimos raudos.
Pues
resulta que si visitamos la University College de Londres nos encontraremos a
este señor, o lo que queda de él, en una vitrina de cristal. Está sentado, con
la mirada al frente y su bastón favorito sobre las rodillas, al que apodó “Dapple” —“Rucio” para los españoles,
puesto que así es como se dirige Sancho Panza a su asno. En realidad no es un
nombre sino el color del asno (blanquecino, canoso), y Dapple es el nombre que figura en la traducción del Quijote al inglés,
que significa poco más o menos lo mismo—. Bentham llamaba a su cuerpo “autoicono”,
y pensaba que al morir este sería mejor monumento conmemorativo que una estatua,
y así mandó que fuera, y así es. Nunca sabremos si esta decisión es de tendencia
expositiva o inquisitiva; no sabemos si deseaba ser visto y contemplado toda la
eternidad o en cambio era él el que deseaba ver y vigilar forever. Quizás de otro hombre cualquiera no pensaríamos en esta
última opción, pero hete aquí que en una demostración de practicidad de sus
ideas, diseñó una cárcel circular, conocida como “el panóptico”, el panóptico
de Benthan, claro está. Él la describió como “una máquina para volver honestos
a los granujas” —que bella palabra “granuja”—. En síntesis, no era más que una cárcel
redonda, de varias alturas, con todas las celdas expuestas a un patio interior
en cuyo centro había una torre, desde la cual permitía a unos cuantos guardias
vigilar un gran número de prisioneros sin que ellos supieran si estaban siendo
observados o no —todavía se utiliza hoy en algunas prisiones modernas—.
La sociedad
actual, es decir nosotros, contribuimos a nuestra exposición, nos exponemos
constantemente. Las redes sociales se han convertido en el panóptico digital, y
tiene la particularidad, a diferencia del de Bentham, que todos colaboramos de
manera activa en su construcción y conservación, en cuanto nos exhibimos y
mostramos voluntariamente. Al mismo tiempo los guardias nos vigilan
constantemente sin darnos cuenta, ahora se les llama “Spyware” —y otros ware’s
tan impúdicos como deshonestos—. Nosotros formamos parte de una sociedad de
control donde nos exponemos, no por coacción externa, sino por la necesidad que
tenemos de ello, por haber renunciado a nuestra esfera privada e íntima y haber
cedido a la necesidad de exhibirnos sin vergüenza ni pudor. Y nos basamos en la
democratización de la vigilancia, o sea, quedar expuestos al escrutinio ajeno
siempre que dispongamos de la posibilidad de que las impudicias de los demás
estén a nuestro alcance.
¿Significa esta exposición que todos estamos más cerca
los unos de los otros, que nos conocemos mejor y nos tenemos mayor confianza,
lo que implica unas relaciones humanas más maduras y la certeza de una
convivencia en armonía y colaboración? ¿Significa que nuestra reafirmación en
la sociedad se basa en formar parte de cientos de bases de datos clasificadas
por características físicas, gustos, aficiones, ideas políticas, religiosas,
etc., que servirán para, en el mejor de los casos, someternos a la tentación
del consumo?
El utilitarismo de Bentham y su idea de conseguir lo que
nos produzca mayor felicidad, ha abierto los ojos al capitalismo en cuanto a
máquina de crear deseos y necesidades. Si colmamos nuestras necesidades seremos
felices… Todos sabemos que “colmado el deseo, viva el deseo”, nace
inmediatamente otro, y así hasta la más estúpida sinrazón. Pero, ¿qué es lo que
ha convertido en deseo la exposición íntima y la necesaria reciprocidad? Probablemente las artes del mercado rigen
también en el comportamiento humano. Queremos ser deseados, por eso nos
exponemos en toda nuestra desnudez, queremos compararnos, por eso nos interesa
la exposición ajena. Queremos vender, nuestro cuerpo, nuestro intelecto,
nuestra vida paso a paso, y siempre hay una cohorte de voyeurs dispuestos a atender al estado de nuestro uñero.
La exageración de la vigilancia, en este caso sin
exposición voluntaria, se dio en el Concello de Poio, en la provincia de
Pontevedra, donde una patrulla de la policía municipal, por la noche —nocturnidad—,
en un coche camuflado —alevosía—, decidieron situarse en un lugar estratégico para hacer caja a
cuenta de conductores que superasen el límite de velocidad —premeditación—. La
cuestión es que los vigilantes no tenían previsto ser reconocidos, o sea, lo
habitual, ver sin ser visto y multa por exceso de velocidad. Pero a esos guardias
no les gustó ser reconocidos, pasar de vigilantes a mera exposición. Según
parece, ningún vehículo superó la velocidad permitida, pero los conductores sí
se dieron cuenta de que el automóvil estacionado era un radar camuflado, con una cámara de
fotografiar sospechosamente instalada, etc., etc. Al percatarse del vehículo,
los automovilistas se quedaban unos segundos mirándolo, lo que hacía que los
conductores giraran progresivamente la cabeza a medida que pasaban por delante
del “vigilante secreto”. Pues parece ser que eso de no poder pescar a nadie y
ser descubiertos, se convirtió en agravio para los policías que, en lugar de
retirarse a cocheras con la cesta vacía, se aplicaron en multar a los
conductores, con 100€ del ala, por la infracción de “girar la cabeza más de 45
grados” —según interpretación sui géneris del artículo 18.1 del Código de
Circulación—. La estulticia no es privativa de los policías, es una actitud
generalizada. El acecho y la vigilancia se prostituye cuando se rige por la infinita
estupidez humana, que por defecto solemos subestimar.
La
exposición es un acto de libertad cuyo único valor añadido es el de cosificarse
uno mismo; la vigilancia es una oquedad irracional sujeta a la imposibilidad de
conocerse, siquiera de verse.
Por cierto,
el exceso de exposición también puede lastimar al observado. Recordemos esos
cientos, miles de ciudadanos que, aderezados con green t-shirts, como diría Bentham, siguen reivindicando su postura
frente a acciones gubernamentales de ámbito regional, y para que sus
reivindicaciones no caigan en el olvido siguen exponiéndose día tras día a la
ciudadanía y al propio Gobierno, procurando ser vistos y tenidos en cuenta sin convertirse
en una imagen obscena. Bien, pues esta exposición molesta, y de qué manera, a multitud
de observadores, Gobierno incluido. Lo mismo nos ocurrió al editor Román Piña
Valls y a mí, que al conocer las maniobras de los insignes cerebros del
Concello de Poio, nos entraron unas irrefrenables ganas de celebrar virtualmente
su muerte. Yo levanto la copa por ello. Es curioso como vigilan los
profesionales, a Román no se le escapó que esos guardias vestían de verde —ya
lo publicó en su sección “En Vena”, El Mundo, veinte de Mayo—, a mí se me había
pasado por alto: sin duda soy de un mirar deficiente.
Después de
todo, quiero expresar mis más sólidas reticencias a la exposición pública,
incluso a la sobreexposición privada. Por eso, permitidme que me alinee con el
escritor y dramaturgo austríaco Peter Handke, cuando dice: “Vivo de aquello que los otros no saben de mí”.
Colau
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