Crisis de la mediana edad.
La función de este blog es que sirva de reflexión. Nunca he
pretendido dictar sentencias —aunque mi lenguaje sea categórico—, sino abrir
caminos para el análisis partiendo de un pensamiento propio, no de la verdad,
pues esta quizás esté en vuestras consciencias. Comenzamos —commençons—.
La crisis
de la mal llamada “mediana edad” es una
conmoción existencial experimentada durante la madurez. Definición que
significa poco o nada. Para empezar, me resulta difícil definir conmoción existencial —aunque acabe de
crear el término—, y mucho más todavía definir madurez. Pero no os vayáis: intentaremos desgranarlo.
Existe una clasificación básica de las etapas
de la vida de una persona: infancia, juventud, vida adulta y vejez. Esto
significa concretamente: de cero a catorce años, infancia y adolescencia; de
los quince a los veinticinco, pubertad y
juventud; de los veinticinco a los sesenta y cinco, vida adulta y, de ahí al
final, vejez o senectud. Insuficiente. La edad adulta se mantendría durante
cuarenta años, o sea, dos generaciones. Y, dentro de esos cuarenta años,
¿cuáles de ellos pueden ser considerados de “madurez”? Supongo que todos.
Demasiado abstracto para seguir por ese camino.
Con los niños, por ejemplo, no
tenemos problemas para clasificar su vida en etapas. Inmediatamente después del
nacimiento, sus ciclos son semanales. Si leemos la cartilla del recién nacido
veremos que cada semana aprenden y practican nuevas habilidades. Después de los
primeros tres meses ya se les atribuyen etapas mensuales —este mes ya le toca
reír, o chuparse el pie, le corresponde tal vacuna o salirle un diente—. Con el
tiempo sus etapas pasan a ser anuales o, mejor dicho, a coincidir con los
cursos escolares hasta acabar la universidad. Luego: adulto.
Como los
niños, las mujeres pasan por unas etapas especiales, en este caso biológicas,
privativas del sexo femenino. Podemos conceder que una niña es tal hasta la
menarquia (primera menstruación), al pasar a ser fértil ya puede ser
considerada una mujer adulta, aunque en la práctica no sea exactamente así. Lo
normal es que después de unos años llegue un embarazo, o varios, plazo que no
suele superar los nueve meses en cada uno de ellos. Finalizada la etapa de
embarazo entran de lleno en la etapa de la maternidad que, biológicamente, se
alargará hasta dejar de dar el pecho al bebé —ya sé que se es madre, y padre,
toda la vida—. Estos ciclos pueden ser repetitivos —no tan masivamente como
antaño—. Después, les llega una época en la que ya no están para embarazos,
aunque todavía sean fértiles, es la época llamada climaterio o premenopausia.
La siguiente, recordemos que hablamos de biología, es la menopausia —ausencia
de ovulación—. Finalmente, después de un nuevo climaterio post menopáusico, se
abocan a la vejez. Dicho lo anterior, quiero afirmar que el ciclo reproductivo
de las mujeres no tiene nada que ver con las diversas facetas de su vida.
Aunque el ciclo biológico tenga evidentes connotaciones negativas para su
normal desarrollo: incomodidad en los ciclos menstruales, incomodidad durante los embarazos, dolores del
parto y postparto, alteraciones menopáusicas, tanto físicas como psicológicas
y, finalmente, la aparición de las indeseables huellas de la vejez. Si obviamos
—difícilmente— las cargas biológicas de las mujeres, no deberían diferenciarse
de los hombres en lo que al grado de autosatisfacción o insatisfacción personal
se refiere. Aunque en algunas mujeres aparezca el sentimiento positivo de
orgullo por la vivencia de las etapas biológicas. O todo lo contrario.
Lo anterior
nos sirve de argumento para demostrar que no existe, ni en el hombre ni en la
mujer, una época que podamos denominar “mediana edad”. Ya sé que existe un
prototipo generalmente extendido de ese tramo de vida, sobre todo en el hombre.
Pero no existen pruebas biológicas ni psicológicas que indiquen que
forzosamente, o cuando menos regularmente, deba producirse ningún cambio
esencial a medida que vayamos avanzando en la vida adulta. Podemos recorrer
grandes transiciones vitales o, simplemente, realizar pequeños ajustes, pero en
momentos concretos inclasificables en etapas. En la vida no hay etapas. La luz
del presente está siempre encendida, siempre es hoy. No existe motivo alguno
para permitir que las barreras psicológicas de la edad o ciclos vitales —como
quiera llamársele— nos impidan hacer lo que dicta el corazón y, o, la razón,
auspiciados siempre por la prudencia.
¿Cuál es el
estereotipo del o la que padece la crisis de la mediana edad?: “Un sujeto —o “sujeta”—
de 43 años, con 18 de experiencia laboral, bien remunerado o remunerada, y con
15 años de relación de pareja, con hijos adolescentes y una sensación general
de malestar”. Huyamos, por el momento, del tópico del hombre que empieza a
quedarse calvo, que se compra un coche deportivo y deja a su esposa por una
mujer mucho más joven. Ese es el tópico americano, y para aplicarlo es
indispensable un buen soporte económico. —Ahora entro en una digresión—. Lo que
no piensa este hombre al realizar tan drástico cambio en su vida, es que quizás seguirá infeliz en su
trabajo, bien remunerado pero estresante, o carente de incentivos. O que su
relación de pareja necesita renovación, no la mujer, sino la relación. Uno de
los casos más extremos y más conocidos de este tipo es el de Paul Gauguin que
aprendió a pintar, dejó su carrera financiera, abandonó a su esposa e hijos en
Copenhague, y se marchó a París y luego a Tahití y se dedicó a su vocación y a
las nativas, que de eso murió. Nos podemos preguntar si su decisión fue
moralmente correcta respecto de su familia y su negocio. Lo que, en este caso,
nos llevaría a una pregunta más profunda: ¿Hasta qué punto deben subordinarse
las obligaciones y la ética a los más altos objetivos creadores? Uno no siempre
se convierte en Gauguin cuando afronta un cambio en su vida, pero es un motivo
no solamente privativo de Gauguin, sino completamente humano manifestar deseos
ante lo desconocido. Retomamos el hilo argumental. El ser humano busca
seguridad pero, en cuanto la tiene, la pone en peligro. Algunas personas
sienten los efectos de lo que les parece una crisis cuando desconocen lo que
viene a continuación en su vida, mientras que a otros cuando lo que vendrá a
continuación les resulta demasiado previsible.
Huyamos de
los tópicos, incluso de las crisis y centrémonos en la necesidad que surge en
muchas personas, en “cualquier” momento de sus vidas de realizar ciertos
cambios para mejorar su autoestima; para realizarse o sentir la satisfacción
vital de ser; para paliar su malestar existencial o encontrar un propósito para
la vida y un acertado significado para este; para evitar, en definitiva, la muerte
del alma o como prefiráis justificar los motivos que induzcan al cambio.
Un cambio,
incluso el más profundo, puede y debe afrontarse con calma y naturalidad.
Recordemos que el cambio es un ajuste natural en cualquier momento de la vida.
Si fuéramos precavidos —pura quimera—, al saber que la vida sufre cambios, preveríamos
medidas de adaptación para cuando llegase el momento. Pero los cambios llegan,
suelen hacerlo de improvisto, y nos crean dudas. Según la filosofía hindú y
budista —permítaseme una segunda digresión— la permanencia y la seguridad en
nuestras vidas es ilusoria, y estas ilusiones nos atraen, sobre todo a los que
tenemos mentes codiciosas; y puesto que la atracción fomenta el deseo y los
deseos dan pie a los apegos y estos al sufrimiento, nos apegamos a las cosas,
incluso a las cosas malas, las que nos hacen sufrir. Preferimos lo malo
conocido que lo malo por conocer. Regreso nuevamente a la línea argumental.
Debemos ser valientes y cambiar lo que creemos que necesita un cambio y se
puede cambiar, pero, al mismo tiempo, debemos aceptar con serenidad la
imposibilidad de cambiar las cosas que desearíamos. Aunque lo más importante de
todo, es el uso esencial de nuestra sabiduría para diferenciar lo que se puede
cambiar y cambiarlo, de lo que no se puede cambiar y aceptarlo tal cual es.
Observar la
necesidad de un cambio es disponer de una oportunidad para el crecimiento
personal, ya que nos permitirá reajustar aspectos de la vida descuidados en
perjuicio propio. Para cambiar hay que ser valientes y honrados con uno mismo,
y actuar de una forma moralmente impecable con los demás. Cualquier cambio
tiene sus riesgos, puede salir bien o salir mal. Debemos analizar
minuciosamente todos los pros y los contras de nuestros pasos, pero finalmente
hay que huir de la indefinición. Como dice Gail Sheehy (Transiciones. Ediciones Urano, Barcelona, 1999): “Para crecer hay
que renunciar temporalmente a la seguridad”. Pero cuidado, acerquémonos en lo
que podamos a los puntos medios. No pasemos de la cobardía a la temeridad,
existe un término medio que es la valentía, el sentido común decidido, incluso atrevido,
la decisión fundamentada aunque no garantizada.
Cuando se
entra en una dinámica de insatisfacción personal, indeterminación, abatimiento
anímico, apatía, parálisis, sensación de estar perdiendo el tren, de
desperdiciar la vida, descubrimiento de la muerte propia, etc., —quizás hablaba
de esto cuando al principio dije insatisfacción
existencial—. No queda otro remedio que volver la mirada hacia el interior,
hacia uno mismo, a nuestra mismidad, con o sin ayuda, y descubrir el porqué de
la indolencia, y cambiar para sacar provecho de los cambios y obtener una mejor
vida. Ya he mencionado en otras ocasiones la observación de Maquiavelo, en
cuanto que reparte el resultado de los acontecimientos a partes iguales entre
el determinismo y el libre albedrío. Significa que existe una parte importante
de azar en el resultado de nuestras decisiones, pero otra igual de racionalidad
y sabiduría. La necesidad de un cambio puede aparecer en cualquier momento de
la vida y padecerse regularmente, o se pueden vivir ocho vidas sin llegar a la “mediana
edad”. Es una elección individual.
A modo de
conclusión, sirva que la mediana edad existe, pero no es definible: puede ser
cualquier momento entre los veinticinco y los sesenta y cinco años. Que la vida
no tiene etapas, sino que es una línea continua que debe ir adaptándose día a
día. Que el acontecer diario puede producirnos cierta desazón o preocupaciones
de nivel más profundo, de lo cual tenemos que ocuparnos y quizás requiera un
cambio en nuestras vidas, pequeño o grande, pero, en la inmensa mayoría de los
casos, no implica romper con todo lo anterior, sino aprovechar lo anterior para
dar un paso hacia adelante. Los filósofos, desde Heráclito hasta Laozi, coinciden
en que el cambio es la única constante en la vida. No he comentado, pero estoy
seguro que está en la mente de todos, que el cambio no significa poner un punto
final a nuestro modo de vida y huir a otros lares y otras compañías. Eso de
nada sirve puesto que los conflictos o problemas los lleva uno en su interior,
y si no se resuelven viajarán como una rémora donde quiera que nos lleve la
osadía: no se pueden tomar decisiones drásticas para poner fin a problemas que
nosotros mismos hemos creado. Al fin y al cabo, ni desaparecerán totalmente los
que tenemos ni evitaremos que se reproduzcan nuevamente en el futuro. Y pronto
nos daremos cuenta del error que cometimos en su momento, y que aquella
solución, por experimentada y fracasada, ya no nos volverá a servir jamás. Cambiar,
evolucionar, tener un propósito, una expectativa, unos motivos por los cuales
valga la pena levantarse cada mañana. Si no se tienen, hay que buscarlos, y este
es el cambio.
Gimnasio,
adelgazar, ropa nueva, imagen diferente, una pareja más joven, etc., no es más
que la resistencia a aceptar el paso del tiempo sobre nuestros cuerpos. Lástima
que este transcurrir de la edad no haya caído sobre nuestras mentes en forma de
consolidación de los conceptos éticos; valentía para asumir responsabilidades y
ejercer las oportunas rectificaciones; justicia para defender con el mismo
ímpetu nuestra libertad y la de los demás; templanza para administrar
correctamente los deseos y los placeres; y la prudencia como escudero para llevar
a buen término todas y cada una de nuestras decisiones.
No quiero
terminar el post sin una mención especial al simbólico deportivo y la chica
joven. Hasta hace unos años esta opción era privativa de los hombres o mujeres
adinerados, puesto que suponía una fuerte inversión —ya he dicho que,
probablemente, los motivos de convulsión anímica de estas personas dista mucho
de que la solución que adoptasen fuera la acertada—. Pero lo curioso del caso
es que este americano rejuvenecimiento cada día se da más entre los hombres
españoles —más cercanos a los cincuenta años que a los cuarenta—. Actualmente
se necesita menos soporte económico para cambiar la esposa o pareja por una
mucho más joven. La necesidad de mujeres de ciertos países de buscarse un
sustento mejor, hace que exista una disponibilidad de mujeres jóvenes que, para
asegurarse la estancia en nuestro país o acceder a él, se aparean con hombres mayores
que ellas y sin un estatus económico apabullante —aunque siempre sea mejor que
el que disfrutan ellas—. Estas necesitan papeles de trabajo y residencia o una
manutención sin cargo y la posibilidad de acercar a toda su familia a su nuevo entorno,
lejos de la miseria. Mientras tanto, el hombre necesita complacer su
narcisismo, paliar a veces su miedo a la soledad y autoengañarse en cuanto al
amor que se le ofrece y a que la “suya” es diferente. Esto ha permitido que cambiar de esposa por otra
más joven sea, ahora en España, mucho más fácil a la par que engañoso. Sin
ninguna duda, quien cae en esa trampa tiene problemas hasta muy pasada la “mediana
edad”, sea esta cual sea. Salvada sea la excepción.
Colau
P. S. “Un mínimo cambio puede precipitar
una metamorfosis” (Colau).
Los españoles tenemos fama de TONTOS ¿es fama merecida?
ResponderEliminarSÍ.
EliminarAunque paguen justos por pecadores.
Sí.
Gracias por tu comentario.
ResponderEliminarSupongo que tendrás razones inequívocas de que los españoles tenemos fama de tontos. Yo, hasta hoy, no lo sabía. Creía que la estulticia era una cualidad en extremo democrática, y que se podía encontrar en dosis suficientes en cualquier país, occidental u oriental, rico o pobre. En el post “De la estupidez al humanismo” del 18 de marzo de este año hablé sobre el tema, y aporté la opinión de Carlo M. Cipolla a este respecto, e iba en esa línea. En consecuencia, filosóficamente, tengo que poner en duda que tu afirmación “los españoles tenemos fama de TONTOS” sea veraz, lo que no significa que no te crea y no respete tú opinión. Pero al no quedar demostrada la fama de tontos simplemente con tu afirmación, entiendo que la pregunta que haces a continuación pierde cualquier sentido.
Un abrazo,
Colau
Profunda i acertada reflexio. La por als canvis sempre esta present a la majoria de les persones.
ResponderEliminarUn dia, discutint sobre la seguretat amn un vell company de la feina, amb va dir que nosaltres teniem la sort d'haver entrat a treballar a la nostra empresa (una entitat financera).
Jo li vaig dir, fa mes de 10 anys, que era la nostra sort o la nostra desgracia (sense saber que estaca endivinant el futur), ja que tenc amics que han montat les seves propies empreses i els hi va molt be.
Finalment em va donar la rao i una simple i acertada explicacio:
Tenir un treball segur i ben pagat tan sols es garantia de que mai seras ric, ni en doblers ni en satisfaccio.
Una realitat.
Massa raó tens, Pep. Si be un és feliç quan estima el que té, ningú somia de petit que de gran vol fer feina a un banc. No és la feina més encisadora del mon, sinó més be grisa, però, així i tot, hi ha gent a qui li agrada i l’omple. Però n’hi ha molta d’altre que se senten incomplets, fracassats, i, a més, agafats pels dellons per uns deutes “econòmics-socials” que no acabaran mai. El fet de que ens traguessin al carrer no es més que una oportunitat de començar de nou per els qui creuen que havien comés un error. El canvi sempre és una oportunitat de millora. O un enfonsament per el qui li manca la valentia. O tenia es cul redó de seure mirant-se la vida passar.
ResponderEliminar