En “Sabios y Necios” Salvador Mas afirma que los epicúreos saben que
Cicerón (106-43 a. C.) no es epicúreo, los estoicos saben que no es estoico y que los
peripatéticos saben que no es peripatético. Entonces, ¿quién y qué es Cicerón?
A Cicerón lo conocemos como político, filósofo, escritor y orador, considerado
uno de los mejores retóricos y estilistas de la prosa en latín de la República
Romana, pero si nos remontamos a sus fuentes vemos que se formó con la filosofía
de Posidonio de Apamea (135-51 a. C.), su maestro, a la vez discípulo de
Panecio de Rodas (185-110 a. C.), ambos estoicos. Con estos antecedentes y por haberse conducido
privada y públicamente de acuerdo con “aquello que la razón y la doctrina
prescriben”, lo podemos relacionar con el estoicismo, aunque dado su
conocimiento de toda la filosofía antigua y de las corrientes de su época, se
le considera como el responsable de introducir el conocimiento helenístico en
la intelectualidad republicana.
Cicerón definió y sistematizó la philosophia togata[1],
pero sus maestros flexibilizaron el rigorismo ético estoico y lo hicieron más
práctico y más atractivo para las clases dirigentes romanas, incluso para el propio
Cicerón que estaba interesado en la res
publica.
En el primer preámbulo de Sobre
la República Cicerón explica cuál debe ser el sentido y la finalidad de la
filosofía en suelo romano:
“No basta con
tener esta fortaleza en teoría, si no se la practica. […] La virtud de la
fortaleza
(virtud que combate por la justicia)
consiste enteramente en la práctica, y la práctica principal de la misma es el
gobierno de la ciudad, y la realización efectiva, no de palabra, de todas
aquellas cosas que estos predican en la intimidad de sus reuniones […]”.
Tanto los actos humanos como las
virtudes que hemos recibido de la naturaleza son más loables y prioritarias en
tanto tienen una acción práctica en el ámbito social y público. En este ámbito,
la justicia resume e integra todo el quehacer de la vida virtuosa, porque no
puede concebirse una vida decente y honesta que no se lleve a cabo mediante
medios justos y equitativos[2].
Una de las expresiones más
radicales del obrar justamente en el ámbito público, es la liberalidad (generosidad
sin esperar recompensa):
“La
liberalidad se convierte en una garantía de la sociedad y unión entre los
hombres, principalmente con los hombres con los que se está mayormente
comprometido y luego con los demás”[3].
Al llevar un uso apropiado y decente
de los bienes, tanto personales como colectivos se procede en consonancia con
la naturaleza.
Cicerón se adhiere al fundamento
de justicia presentado por los estoicos: “El fundamento de la
justicia es la fidelidad; esto es, la firmeza y veracidad en las palabras y
contratos, porque la fidelidad consiste en hacer lo que se ha prometido”[4]. La fidelidad, la
liberalidad y la magnificencia, al ser concebidas por Cicerón como las virtudes
más nobles por su natural afectación hacia el beneficio y utilidad de los otros,
son el medio para llevar a cabo la justicia. La liberalidad nos lleva a
beneficiar más a aquellos dotados de las virtudes más suaves como la modestia,
la templanza y la propia justicia.
La liberalidad supone la negación
de la búsqueda de cualquier provecho personal, en cuyo caso la virtud perdería
su esencia y su carácter de conformidad con la naturaleza. Si bien añade
Cicerón “que no hay obligación más
precisa que la correspondencia”.
Serán pues de elogio las obras no
propiciadas “por un ímpetu temerario” o
“un viento repentino”[5] sino
por una tendencia coherente confirmada por el discernimiento de la razón.
En De re publica advierte del peligro del poder de la multitud: “El imperio de la multitud no es menos tiránico que el del hombre solo, y
esta tiranía es tanto más cruel, cuanto que no hay monstruo más terrible que
esa fiera que toma la forma y nombre de pueblo”[6],
por eso
afirma en Disputaciones tusculanas
que cuando las acciones son guiadas por el consentimiento universal de la
muchedumbre y no por la guía de la
razón, conducen siempre a los vicios y por tanto a alejarnos de la propia
naturaleza: “Cuando a esto se añade el pueblo, que es el mayor
maestro, y el consentimiento universal de la muchedumbre, propensa siempre a
los vicios, nos llenamos de opiniones erróneas y nos separamos de la naturaleza
[…]”.[7]
De tal manera, la virtud deberá
cultivarse en un ámbito que no sea afectado por los deseos y vicios del
populacho, que suele conducir a una “falsa
apariencia de vanagloria”[8]. Cicerón resalta la necesidad de mantener un
criterio moral que impida que las buenas inclinaciones degeneren en agravios
hacia otros, puesto que la falsa liberalidad es un factor corrosivo en toda
sociedad humana[9].
Asimismo aboga por la educación moral que aparece como acompañamiento del alma,
con cierto carácter de “reminiscencia”, puesto que el alma sabe lo que debe
hacer: solo necesita quien se lo haga recordar. Cicerón considera a la
educación moral como el impulso natural de aprender y enseñar las reglas de la
prudencia y la vida[10].
La vida virtuosa no acontece ipso facto en el ser humano, y alerta de
lo vicioso que puede albergar una vida ensimismada y alejada de los negocios
públicos. Este trabajo de discernimiento tiene que ser orientado directamente a
la arena política, a los escenarios donde es posible aportar de manera
significativa a las colectividades. Sólo así podrá considerarse la vida misma
como digna de ser vivida e imitada por otros. Sólo de ésta manera se podrá
decir que ha sido vivida con verdadero decoro y coherencia, de acuerdo con el
modelo de stoicus perfectus,
simbolizado por Catón, cuya característica principal es la de ser la más
perfecta encarnación de la virtus
republicana.
BIBLIOGRAFÍA
Marco Tulio Cicerón
De officiis (Sobre los deberes – Los oficios)
De re publica (Sobre la república)
De legibus (Sobre las leyes)
De finibus bonorum et malorum (Sobre el sumo bien y el sumo mal)
Disputaciones Tusculanas
Salvador Mas Torres
Historia de la filosofía antigua. Grecia y el helenismo.
Sabios y Necios. Una aproximación a la filosofía helenística. (Alianza
Editorial, Madrid, 2011).
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