No todos
tenemos los mismos derechos. Yo, sin ir más lejos, no gozo del derecho al
aborto, y nada tiene que ver Gallardón con ello, sino más bien razones biológicas.
Tampoco un perro tiene derecho al voto; aunque este caso es más claro puesto que
no disponen de DNI, imprescindible para ejercer este derecho —al margen de que
a los dieciocho años llegan muy pocos perros—.
Con este excéntrico
comienzo, solo quiero dar a entender que no existe igualdad entre los humanos,
ni entre estos y el resto de animales inteligentes. Por lo tanto estas premisas
nos llevan a la conclusión de que: “El principio básico de igualdad no exige un
tratamiento igual o idéntico, sino una misma consideración.”[1] Lo que
implica que nuestra oposición al racismo, al sexismo, o al especismo no puede
basarse en ninguna igualdad real. Debemos entender la igualdad como una idea
moral, no como la confirmación de un hecho: “El principio de la igualdad de los
seres humanos no es una descripción de una supuesta igualdad real entre ellos:
es una norma relativa a cómo deberíamos tratar a los seres humanos.”[2] Pero el
dato más importante que se deduce de las palabras de Singer es que el elemento
básico —tener en cuenta los intereses del ser, sean cuales sean— debe
extenderse, según el principio de igualdad, a todos los seres, negros o
blancos, masculinos o femeninos, humanos o no humanos. Ya dijo Bentham (el del panóptico) que palabras
como «derecho» y «deber» sólo tienen sentido si las usamos en relación con el
principio de la mayor felicidad posible, y no en otro caso.
La
discriminación especista presupone que los intereses de un individuo son de
menor importancia por el hecho de pertenecer a una especie animal determinada. De
ahí la palabra especismo, al igual que otras como el racismo (discriminación
basada según el grupo étnico) o el sexismo (discriminación sexual o de género),
son injustas por el hecho de excluir o de proporcionar una consideración
desventajosa o no igualitaria a un grupo determinado por motivos arbitrarios.
La representación más común del especismo es el antropocentrismo moral, o sea,
la infravaloración de los intereses de aquellos que no pertenecen a nuestra
especie animal homo sapiens. Pero no
es la única, dado que puede darse mayor peso a los intereses de ciertos
animales no humanos sobre el de otros. Por ejemplo, es muy común hoy en día
otorgar mayor consideración a los intereses de los perros que a los de los
cerdos, simplemente porque pertenecen a diferentes especies. Habitualmente,
solo se permite tener en cuenta los intereses de los animales cuando no entran
en conflicto con los de los humanos.
Está
sobradamente demostrado que los animales sienten, sufren, aman, son más
inteligentes que un humano recién nacido o incluso al cabo de un año; son mucho
más inteligentes que un humano con una incapacidad cerebral grave; incluso se
rien. Estudios realizados en Italia han establecido que los criterios de la
evolución de los simios se corresponden exactamente a la evolución de sus
risas. Las hermosas ratas, tan vilipendiadas, se rien cuando juegan o se les
hace cosquillas. No se les oye puesto que su risa se emite en una frecuencia
que el oído humano no detecta (como la de algunos humanos), pero sí los
aparatos diseñados al efecto, y que la han captado como un comportamiento habitual
de estos seres cuando disfrutan. No hace falta hablar de su sensibilidad al
dolor, para ello basta pisar la cola de un perro —sin querer— y nos damos
cuenta inmediatamente de la sensibilidad de esos animales. Darwin, en su día,
ya proporcionó pruebas de que existen extensos paralelismos entre la vida
emocional de los seres humanos y la de los animales.
Un dato
importante que quiero dejar claro para que no salgan tiquismiquis hablando de
gusanos y moscas. Me estoy refiriendo a animales vertebrados, con un sistema nervioso
similar al humano y, la mayoría de estas especies, incluso mamíferas.
Realizada esta aclaración, necesaria, debemos llegar a la
conclusión de que la sociedad occidental —disculpadme que generalice, pero al
no tener datos y tratarse de una opinión subjetiva, es una manera de tener
razón y no tenerla, según el gusto del lector que, además, le otorga la
libertad de alinearse con la parte que le interese—. Debemos llegar a la
conclusión de que somos un poco racistas (soy benévolo), algo sexistas (un
santo) y un mucho especistas (ciertamente realista). Solo unos ejemplos me darán la razón. En el año 2007
se sacrificaron, según la FAO, para nuestro consumo 4.990 millones de animales,
cuyo mal mayor no es la muerte en sí, sino las crueles condiciones de vida que
padecen los animales desde su nacimiento hasta su muerte.
Según la Britisch
Union Against Vivisction, se calcula que unos 115 millones de animales son
usados anualmente en experimentos de todo tipo (investigación militar, médica,
cosmética o en el campo de la docencia), causando a estos dolor, estrés,
sufrimiento prologando —lo que vulgarmente se llama tortura— y finalmente la
muerte —la gran ventaja de la muerte es que uno no volverá a morirse más—. Los
más comúnmente utilizados son los ratones, ratas, hámsteres, cobayas, conejos, monos
de todo tipo —incluidos los grandes primates—, perros, gatos y cerdos, entre muchos
otros con menor protagonismo.
Existen
otras actividades en las que los animales son sujetos de abuso, tortura y
muerte (si procede). Es el caso del animal como entretenimiento: las corridas
de toros, la caza, los circos, los zoológicos, la industria del cuero, la
peletería —solo en Europa existen más de 6000 granjas de cría de animales para
uso de sus pieles—, la caza de las ballenas por parte de Canadá y Japón, etc.
Hay datos
que llaman la atención y que no quiero dejar de comentaros. Por ejemplo, se
necesitan 9 kg de proteína vegetal para alimentar a un animal para que produzca
½ kg de proteína animal, es decir que estamos ante una fábrica inversa de
proteínas —crecimiento negativo, como diría un político—. Que si en EEUU redujeran un 10% el consumo de
carne, quedarían disponibles para el consumo humano 12 millones de toneladas de
grano, suficiente para alimentar a 60 millones de personas aproximadamente. Que
la comida desperdiciada por la producción de animales en las naciones ricas,
sería suficiente para acabar con el hambre y la desnutrición en el mundo…
Como hemos
podido observar, existen dos motivos convergentes para eliminar el especismo.
En primer lugar el sufrimiento atroz al que sometemos a los animales por
cuestiones de elección. Tened en cuenta que cuando un animal se come a otro no
tiene alternativa posible, los humanos sí, podemos elegir comer carne o tofu,
vestir piel o sucedáneo, cazar o fotografiar animales, acudir al coliseo romano
para ver torturar a un toro o acudir a un espectáculo no menos atroz como suele
ser un partido de futbol, por otros motivos, por supuesto. En segundo lugar,
las ventajas que obtendríamos los humanos cambiando los hábitos alimenticios;
sobre todo las que obtendrían indirectamente los humanos que pocas veces, no
solo no prueban la carne, sino que no prueban comida alguna.
Para
terminar os contaré dos anécdotas para que cada uno pueda reflexionar, si le apetece. El otro día
pregunté a un amigo cazador por qué hacía sufrir a los animales de ese modo. Su
respuesta fue tajante: —No sufren en absoluto, caen fulminados. —Pero si matas
a una cabra que tiene un cabrito éste se queda huérfano sin posibilidad de
aprender a ser autosuficiente. —Yo no disparo a la cabra, yo disparo al
cabritillo, la carne es mucho más tierna. —Es decir, que la cabra que tiene un
hijo al que está introduciendo en la autosubsistencia, se lo arrebatas de un
disparo y la madre, con su falta de racionalidad, jamás podrá entender por qué
se le arrebata un hijo, aunque deba afrontar el sufrimiento de la pérdida como
cualquier otro, de la especie que sea… ¡Que sufrimiento más tremendo para el goce efímero de un francotirador!
La segunda
anécdota no es de mi experiencia, sino del escritor Javier Marías. Cuenta que
su padre, que había padecido la Guerra Civil española, tras finalizar esta
estaba en el antiguo Bar Roma de Madrid, sentado a una mesa mientras escuchaba
las bravuconerías de un trio de hombres que habían participado en el bando
nacional. Uno de ellos, un famoso escritor que en el futuro fue muy
galardonado, contaba que una vez, en Ronda, llevaron a tres presos a las
afueras para fusilarlos con la primera luz, y, como era costumbre, les
ordenaron cavar. Uno de ellos “un lechuguino que se llamaba Emilio Marés”, esas
fueron sus palabras, “hijo de un alcalde rojo de por allí”, se negó, y les dijo
a sus verdugos: “A mí me podéis matar y me vais a matar. Pero a mí no me
toreáis”. No estaba dispuesto a hacerles parte del trabajo, vamos. […] “Fijaos
si se nos puso chulo el tío”, prosiguió el escritor; “como si pudiera imponer
condiciones […] Y encima instó a sus dos compañeros a negarse también”. […]
“Como me llamo Antonio Marés, a mí no me toreáis”, insistió. […] “Pues mirad.
Nada más os digo que en mala hora se le ocurrió emplear esa expresión, porque
¿sabéis lo que hicimos?”. “No, ¿qué?” […] “Lo toreamos” dijo con jactancia. […]
“¿Qué quieres decir, que lo toreasteis?” “Eso. Que le tomamos la palabra y lo
toreamos literalmente. Lo lidiamos”, contestó el escritor. “La idea fue del
malagueño que le tenía ya ganas de antes. “Con que no, ¿eh?”, le dijo. “Tú te
vas a enterar.” Y cogió la camioneta, se volvió para la ciudad y en menos de
media hora estaba de regreso en el campo con todos los trastos. Allí mismo lo
picamos un poco desde lo alto de la furgoneta haciéndole pasadas lentas, lo
banderilleamos, y luego fue su paisano el que se encargó del estoque. Un tipo
atravesado, muy cabrón, y se vio que tenía algo de práctica, le entró muy bien
a matar, la primera hasta el fondo, cruzada en el corazón. Yo le puse solo un
par de banderillas cortas, en lo alto de la espalda. […] A los otros dos los
tuvimos de público y los obligamos a gritar olés. No les fusilamos hasta
rematar la faena, en premio por haber cavado”. ‘Eso fue lo que contó durante el
aperitivo el famoso y celebrado escritor’, añadió mi padre; ‘aunque cuando de
verdad fue famoso ya sí que no lo volvió a contar. Tuvo exequias solemnes
cuando murió. Creo que hasta un ministro muy democrático ayudo a llevar el
ataúd’.[3]
Hace un par
de semanas, en Pamplona, con la excusa de celebrar unas fiestas ¿? —muy
parecidas y con la misma esencia, ya tenían lugar en Roma hace 2000 años— torearon
más de cuarenta toros, con el mismo procedimiento que el utilizado con Antonio
Marés; y eso que los toros no se negaron a nada.
Quien haya sentido más repugnancia cuando ha
leído la historia de Javier Marías que cuando he apuntado lo de los
sanfermines, entonces no hay duda: ¡Esto es especismo!
Colau
Carnicerías de diferentes
especies animales.
[1]
Peter Singer. Liberación animal.
Trotta, Madrid, 1999.
[2]
Ibíd.
[3]
Javier Marías. Tu rostro mañana.
Alfaguara, Madrid, 2009. Págs. 665, 666 y 667.
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