¿Reivindicación o
resignación?
En toda negociación
sindical existen dos momentos diferenciadores, el de las reivindicaciones y el
de las resignaciones. De todo ello, sólo nos consuela la seguridad de haber
hecho todo lo que estaba en nuestras manos, que era más bien poco, para defender
lo nuestro, lo de todos. Nos horroriza observar como dos partes, legítimas
ambas, tienen el derecho de pernada sobre nuestro patrimonio salarial y social,
tanto coyuntural como estructuralmente.
Suponemos que la
parte sindical debería defender, aún en contra de sus intereses corporativos,
los derechos adquiridos por los trabajadores durante años de luchas y tensas,
pero nobles, negociaciones.
Ser ético es actuar
conforme a la moral, y la moral es la forma humana de comportarse cuando no
existe amor entre semejantes, que es en la inmensa mayoría de ocasiones.
¿Actúan los sindicatos con principios éticos?
¿Debería, los entes
jurídicos, estar sujetos a las normas morales? Rotundamente sí, simplemente por
el hecho de que éstos están dirigidos
por personas físicas, sujetos con sentimientos y principios individuales que,
de no ser por una pusilanimidad espiritual y vital, deberían defender el
bienestar de las personas muy por encima de sus intereses subrogados del ente
jurídico.
“La empresa”, eterno
ente abstracto, por boca de la sociedad y sus directivos, que al dirigirse a
ella parece como si hablaran de una estructura límbica, de una existencia “demónica”
de independencia y desarraigo absoluto respecto de lo terrenal, siempre por
encima del bien y, en muchas ocasiones, por debajo del mal, pero siempre
sometida a la tiranía de los balances. Con estas premisas, “la empresa” actúa
de forma independiente y exime por completo a las personas (directivos) que son
los que realmente deciden y aplican sus decisiones en aras de la obtención de
unos objetivos, en los cuales casi nunca figura, con prioridad mínima, o
simplemente no figura, la preocupación por el bienestar de las personas.
Hay que tratar con
la misma dureza a las personas que dirigen “las empresas” y “los sindicatos”,
puesto que actúan en nombre de seres abstractos, con características teológicas
y apocalípticas, idolatrables, con un sometimiento tal a la disciplina
decisoria de sus entes jurídicos (personas), que no les eximen de su
sometimiento a los más básicos principios de la moralidad.
Lo lamentable de
toda esta situación es que la disciplina de asumir las decisiones del nivel
superior, no se queda en un simple acto de obediencia funcional, sino que se
arraiga en la mente de los individuos hasta creérsela “a pies juntillas” y
hacer de ella una bandera. Si es así, los convierte en simples lerdos. Pero si,
por el contrario, son conscientes del embuste al que les han sometido sus
insignes caudillos y han aceptado acuerdos con conciencia de lo que hacían, no
tienen otro nombre que el de bellacos.
Estamos viendo, todos
los días, defensas de decisiones y acuerdos que son completamente indefendibles
y un insulto a la razón del ser humano y, a su vez, una humillación inadvertida
de los propios calzonazos que se enorgullecen de su triunfo inmoral. Otorgar patente de corso a la empresa para que
expolie a su antojo a sus empleados, no puede decirse que glorifique ningún
ente terrenal destinado a la defensa del trabajador (eufemismo de fariseo, o de
agente social, salvo honrosas excepciones), aunque, eso sí, aplaque su codicia
y sus vicios más abyectos.
Me gusta la
definición de ética, según la cual ésta trata de una rama de la filosofía que
se ocupa del estudio racional de la moral, la virtud, el deber, la felicidad y
el buen vivir. Por supuesto, la resignación no es una virtud, es la reacción de
un individuo exhausto, incapaz, pero que además se rinde. Es la victoria de la
sinrazón, de la injusticia, del atropello, del abuso y el más rancio
despotismo. Existen virtudes para contrarrestar las arbitrariedades, tales como
la valentía, la perseverancia, la prudencia, la humildad, el altruismo, la
magnanimidad, el esfuerzo, la justicia y el perdón. Pero necesitamos actitud
solidaria, sobre todo generosa: hacer algo para el grupo que está por encima de
nuestros intereses, precisa de una gran carga de generosidad.
Existe, por
descontado, el momento de las reivindicaciones. Unos lo hacen, otros no se
atreven, otros creen que no lo necesitan, otros temen ser estigmatizados, otros
se alinean con empresa o los sindicatos (en lugar de con la razón), otros no saben, no contestan. El que
reivindica es generoso. Si consigue algo lo disfrutará el grupo entero, si
fracasa fracasará el grupo entero, pero sus esfuerzos no habrán sido en vano.
La frustración se apodera del sedentario, no del atrevido defensor de derechos
o, quizás mucho más importante, del adalid de unos ideales, simplemente, porque
los tiene.
Las reivindicaciones
no obligan a nada a la parte empresarial, a no ser que se conviertan en una
causa evidente de desprestigio o en una desviación notable de su cuenta de
resultados. De todos modos, cuando la “empresa” actúa dentro de los márgenes
legales sin abusos insolentes causados por la política de hechos consumados,
suele ser sensible a la voz de la plantilla. Cuando no es así, el
envilecimiento de la sociedad es imparable.
Ahí aparecen los
vicios que solamente pueden darse en seres humanos, aunque se achaquen a la
“empresa” como si tuviera sentimientos. La soberbia, la arrogancia, la vanidad,
y todo aquello derivado de un mezquino egoísmo individual, atenta contra toda
moral, contra toda virtud y contra todo deber para con los demás, y esto sólo
puede ser atribuido a humanos. Las consecuencias no pueden ser más patéticas. El
atropello de la dignidad engulle nuestra opción de felicidad o de buen vivir,
es decir, atenta contra la Ética. Y una sociedad que no se fundamenta en
valores éticos es una sociedad tendente a la corrupción, a la insensibilidad, a
la despreocupación hacia el prójimo, a la desaparición de los escrúpulos que
han evitado regularmente convertirnos en una sociedad huérfana de faros
virtuosos en los que guiarse. Quizás nos estemos acercando, de cada vez más, a
las actitudes, creencias y ligerezas que llevaron a la decrepitud moral a la
más importante de todas las sociedades conocidas: el Imperio Romano que, como
todos recordaremos, ciertos vicios recurrentes en la actualidad lo redujeron a un
amasijo de oprobio.
Ha llegado el
momento de humanizar a los humanos, de recobrar los valores olvidados, de
defender nuestros principios con el mismo ahínco con que respetamos los de los
demás, que sepamos que las empresas son seres humanos que cobran un sueldo por
dirigirlas o conseguir unos réditos, y que como tales deben comportarse, que
tenemos una dignidad a la que no debemos renunciar, puesto que un mundo con una
parte de sus habitantes sobre un pedestal y el resto de rodillas mirando el
suelo, ha sido y sigue siendo la semilla de todas las revoluciones. Pugnemos
por la ética para que un día no debamos pelear por la subsistencia.
Colau
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