Una
persona es suficiente para dar sentido a la vida; esa es la clave para seguir
siendo jóvenes durante mucho tiempo.
Wilhelm Schmid
Llega un
momento en esta vida que al mirar a nuestro alrededor, al pasear por el barrio
o pueblo de nuestra niñez, este se nos aparece como “un mundo desierto, lleno
de caras desconocidas”. Lo contaba la
filósofa Hannah Arendt después de haber superado exiguamente la que conocemos como
edad de jubilación. “Ese mundo con rostros conocidos, se ha disuelto de repente”,
decía. Esta apreciación, cuando aflora, ya lleva años dando vueltas en nuestra inconsciencia.
Es la prueba irrefutable de que la tendencia vital ha cambiado de dirección,
recorremos nuestros primeros años de vida pero en sentido inverso: volvemos al punto
cero, el del origen, para luego franquearlo y finalmente regresar al no ser.
Las
tribulaciones que provoca ese “regreso” hacia el final solo pueden superarse
desde el amor y la amistad, tal como lo define el filósofo Wilhelm Schmid[1]: “para
sentirse inmerso en una red”.
¿Quiénes van a
ser los nudos de esta red? ¿Quiénes serán el sostén de nuestra serenidad
postrera? Pues, sin ir más lejos y siempre que los haya, los hijos, los nietos,
los hermanos, la pareja, los amigos… y los enemigos. No acabo de descubrir el heliocentrismo,
pero, con la ayuda de Schmid, voy a intentar concretar el papel que cada uno de
ellos puede representar cuando ya hemos superado el zenit de nuestra sazón y en
nuestra piel, como en la de la fruta madura, empieza a aparecer la irreversible
oxidación que, tarde o temprano, nos hará caer del árbol.
Los hijos. Schmid está triste porque su
hijo de 17 años acaba de abandonar los estudios, reconoce que se trata de “un
momento desgraciado” pero que, a pesar de todo, eso “no amenaza el amor entre
padres e hijos: sus raíces más profundas no se hunden en la suerte veleidosa,
sino en un sentido duradero, en un bienestar para padres e hijos, y dar ánimos
al niño para que deje de serlo y viva su propia vida”. Solemos ver a los hijos,
consciente o inconscientemente, como la perpetuación de la vida –de la nuestra–
y eso supone un consuelo para el ego, pero también el reto de estar a su lado
hasta el final.
Antes, los
padres sabían más que los hijos, ahora esto ha cambiado. El ritmo de la
evolución de las nuevas tecnologías está siendo muy difícil de seguir para unos
padres voluntariosos pero exentos de ese genio tecnológico en su temperamento,
que sí poseen los más jóvenes: “La posibilidad de asumir los cambios técnicos y
mentales actuales ayudados por los hijos evita a los padres el destino de dejar
de comprender el mundo, que se aleja cada vez más de ellos y los sume día a día
en una mayor soledad”.
El amor hacia
los hijos debe ser el más desinteresado de los sentimientos, y eso supone no
criar hijos para tener asegurado un asistente o asistenta en nuestro desvalimiento
final. Percibir el amor de los hijos es suficiente premio como para procurar “no
convertirse en una carga demasiado pesada para ellos”. Yo abogo para que la
carga sea inexistente: exoneremos a los hijos de cualquier resarcimiento y
agradezcamos simplemente su felicidad y que su fortuna sea la nuestra.
Los nietos. Así como avanzamos en edad,
pueden aparecer los nietos. Los nietos retrotraen a la juventud, los abuelos se
sienten padres nuevamente, pero ahora con el bagaje que dieron las equivocaciones
cometidas con los hijos. Esta situación quizás ofrezca una perspectiva más
sosegada y plácida de vida, de la educación de los menores y el goce que
reporta su existencia. Los nietos, por supuesto, vivirán su vida con bastante
distancia respecto del centro vital de los abuelos, pero las comunicaciones
actuales permiten mantener el contacto estén donde estén. No se debe confundir
estar dispuestos siempre para los nietos con que los nietos deban estar siempre
disponibles para los abuelos. Lo que más llenará de paz y engrandecerá el espíritu
del adulto será estar abiertos a los nietos para realizar juntos las
actividades que “ellos” deseen, “escucharlos y explicárselo todo”.
“La relación
se vuelve problemática si se lanzan reproches a los nietos y si se rechaza el
mundo cambiante en el que los jóvenes han establecido su hogar”, aunque, para
su eficaz desarrollo, deben observar en los abuelos un “ideal de benevolencia”
que resulte eficiente para su desarrollo.
“La posibilidad
de crecer con los niños que están creciendo es una de las épocas más intensas y
bellas de la vida”; presenciar como descubren el mundo contribuye a que también
nosotros lo descubramos de nuevo.
Los hermanos. Al margen de la convergencia
o divergencia de los caminos seguidos por cada hermano, existe la complicidad
de haber compartido la niñez y quizás también se comparta ahora la necesidad de
armonía y sosiego vital. Existe confianza entre los hermanos –siempre que no
haya aparecido el rencor o la envidia motivada por alguna herencia–. La
relación entre ellos es para toda la vida; cualquier experiencia, por
insignificante que sea, es motivo para una agradable y distendida charla con un
hermano. Puede que un hermano no forme parte de los amigos, pero es lo más
parecido a un alter ego: no se es él únicamente
por asincronismo. Estar al lado de un hermano es sentir la calidez del hogar
que fue, es casi como departir rodeados por la misma placenta que nos contuvo.
Saber que se tiene un hermano y que ambos están dispuestos a compartir nuevas
travesuras e intrigas otorga una paz exquisita.
La pareja. Es esa persona con la que se
ha compartido buena parte de la vida y con cuya compañía se espera llegar al
final. Esa es la persona que, según Schmid, es suficiente para dar sentido a la
vida: “La vida es más hermosa y tiene más sentido cuando existe al menos una
persona de cuya existencia me alegro y que por su parte se alegra de que yo
sigua aquí, aunque no se a todos los días”. Pero esta situación idílica depende
de las decisiones individuales de cada uno; puede que no coincida la opinión de
que “esta es la persona con quien quiero estar”. Las personas, al igual que las
situaciones, sentimientos y apreciaciones, cambian continuamente, y a este
cambio hay que añadirle la pérdida de atractivo. Si alguna vez se pensó en
aquello de envejecer juntos y caminar del brazo hasta el final, ahora “llega el
momento de demostrar que no eran solo palabras hermosas”.
Los amigos. En este apartado incluyo
también a la pareja, si la hay, puesto que no concibo que esta no sea el mejor
de los amigos. La amistad basa gran parte de su belleza en el ejercicio de la
confianza mutua. Del amigo no se espera nada, solo disfrutar de su compañía, de
los largos excursos dialécticos, de su simple presencia, de su timbre y sus cadencias,
de la complicidad en la forma de afrontar la existencia y negociar la esperanza.
Son las inconmensurables rocas donde asegurar la espalda para poder luchar de
frente y de tú a tú con el futuro, con el cada vez más incierto e inaprensible
futuro.
Los enemigos. Las enemistades,
recientes o de toda la vida, también juegan un importante papel en nuestro
equilibrio tardío. Todavía hay tiempo para buscar reconciliaciones balsámicas, aunque
a veces el empecinamiento o el desdén humanos hacen más “practicable” no
superar las enemistades. Pero hay que reconocer el papel positivo que han
representado los enemigos en el transcurso de nuestras vidas. Hemos amado y otros
nos han amado a pesar de los enemigos; estos se han convertido en muchas
ocasiones en el impulso vital para alcanzar altas cotas que, de no existir
aquellos, quizás ni lo habríamos intentado. El reconocimiento de los grandes
amores: hijos, pareja, hermanos o amigos, no sería tal sin el contrapunto que
ejerce la tristeza de los enemigos. Quizás, analizar las desavenencias y
encontrar espacios comunes de acuerdo y aceptación puede ser el último esfuerzo
para alcanzar la verdadera serenidad.
Según schmid,
una persona es suficiente para dar sentido a la vida, mas, si en lugar de una hay varias, incluso
muchas, la vida no solamente tendrá sentido sino que, además, valdrá la pena haberla
vivido.
Colau
29/06/2016
Imagen: "Amistad y amor" de Mónica Ozámiz Fortis
Imagen: "Amistad y amor" de Mónica Ozámiz Fortis
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