Esta mañana he leído en Facebook
un aforismo que han reenviado dos amigos míos. La frase venía a aseverar que “no
hay que preparar el camino para los hijos, sino a los hijos para el camino”. En
un primer momento la reflexión me ha parecido acertada, pero mi inconsciente me
ha seducido para que reflexionara, señal de que algo no me cuadraba en esta
afirmación. Me explico.
Quiero entender la frase de la siguiente
manera: si a los jóvenes se les allana en exceso el camino que deben recorrer
en el transcurso de su vida y no se les enseña a afrontar las dificultades, lo
tendrán todo muy fácil, pero corren el riesgo de naufragar, de no lograr sus
objetivos. Sigue pareciendo verosímil, pero, al mismo tiempo, parece muy inseguro.
En el caso de “preparar el camino para los hijos” actuamos sobre agentes externos
a su propia identidad, en consecuencia no existe riesgo de manipulación. Por
supuesto, si alguien matricula a sus hijos en un centro del Opus Dei, le está
facilitando el camino, pero también le está condenando al más absoluto
gregarismo y transparencia en pro del dogma y el poder; por lo tanto, no siempre
podemos decir que preparar el camino de un hijo sea inocuo, aunque sí lo es en
casos menos extremos, como matricularlo en un colegio laico; acompañarlos y
recogerlos todos los días de las actividades extraescolares que, se supone,
elevarán sus habilidades y/o mantendrán su cuerpo sano; hacerles la vida fácil para que puedan centrar
sus esfuerzos en los estudios, en divertirse y en vivir la época que les
marcará para el resto de su vida; cuidar de su salud, de su adiestramiento
cotidiano y de sus modales; preocuparse por las compañías que frecuentan y
cientos de circunstancias que redundarán en “allanarles el camino”.
Pero el aforismo sentencia que no
hay que hacer esto, sino que hay que preparar a los hijos para que sepan recorrer
solos el camino, para que se abran paso cuando encuentren puertas cerradas,
para que se levanten cuando los padres ya no podamos levantarlos. Que se tracen
unos objetivos claros y elijan el camino adecuado para alcanzarlos es una labor
importantísima, pero en ningún caso deslegitima prepararles el camino.
En esa “preparación de nuestros
hijos para el camino” vamos a intentar, quizás de forma no consciente, inocular
enormes dosis de nuestro ego. La enculturación es básica, pero corremos el
riesgo de transmitir nuestras opiniones y nuestros puntos de vista: nuestra
ideología. Les transmitiremos los secretos de las
relaciones sociales que creemos poseer, y que tan solo nuestra vanidad nos
confirma que son los mejores. Les inocularemos la piedra filosofal de la vida, las
creencias, los valores morales, el sentido de justicia, etc., pero en todos los
casos será “nuestra” ideología, “nuestras” creencias y “nuestros” valores
morales los que les transmitiremos, y esto, aun no siendo malo, supone llenar
su disco duro con “nuestro” discurso. La labor no debe consistir en llenar el
disco duro de nuestros hijos, nuestra labor debe limitarse a formatear ese
disco duro, poner las bases para que sean ellos los que, de una manera más
empírica y menos racional, y, por supuesto, sin ningún dogmatismo por nuestra
parte, vayan amueblando su Yo. Y entonces, ¿cuál debería ser el papel de los
padres? Simplemente contar, como un buen cuentacuentos, las posibilidades que les ofrece la vida, sus pros y sus contras, y si uno no da para observaciones sensatas
existen los libros. Si seleccionamos aquellas historias de carácter
marcadamente universal y se las damos a nuestros hijos para que las lean, a buen
seguro que asimilarán más libre y eficazmente todas las lecciones que los
libros enseñan.
Los padres, en contra de la
opinión generalizada de pedagogos, psicólogos y demás iluminados, deben disfrutar
de una amistad recíproca con sus hijos. Pero hay que acotar de forma precisa lo
que entendemos por amistad. Si definimos la amistad como la simple relación de
estima, de compañía y complicidad, de compartir el tiempo libre o las
aficiones, de fuente de consuelo en el dolor y de participación en la
felicidad, etc., entonces, en este marco, no podemos ser amigos de nuestros
hijos. ¿Y si no esperamos nada de ellos? Si los amamos en la forma más humana
de amor, si somos capaces de dar sin esperar nada a cambio, si nuestras
aficiones difieren y los respetamos, si nuestros gustos son opuestos pero no
los despreciamos, si nuestra percepción sobre la vida es diferente pero la
comprendemos, entonces se convierte en la amistad ideal, la desinteresada, la
altruista, la de nivel alto. El amigo siempre está ahí, en cambio el progenitor,
por el hecho de ser solo eso, no está siempre cuando se le necesita, sobre todo
cuando lo que el hijo, como el amigo, necesita es hablar, contar, ser
escuchado. Solo un padre que sea a la vez amigo renunciará a la tentación del
discurso fácil, del golpe de experiencia, inútil por otro lado. Solo el amor de
la amistad es desinteresado. No exige convivencia ni connivencia, simplemente
la alegría diaria de saber que el otro existe y esta, precisamente, es la
alegría que cada día sienten los padres respecto de sus hijos. Por lo tanto, en
mi opinión, entre padres e hijos debe existir una verdadera relación de
amistad, no del mal entendido compañerismo, eso sería imposible. La labor de un
amigo no es adoctrinar, el amigo no sienta cátedra, sus apreciaciones carecen
de dogma, son eso: apreciaciones. Y en la formación de los hijos para que ellos
mismos elijan acertadamente su camino y su forma de andarlo, no existe mejor manera
de ayudar que desde la amistad, desde la reflexión implicativa, desde el
caminar hombro con hombro, desde el hacer juntos el camino y juntos hacer el
camino al andar –como decía Machado–.
He llegado a la clave del motivo de
mis dudas respecto de la idoneidad de la frase reenviada por mis amigos. Sí, es aceptable la frase. Pero –siempre hay
un pero– la preparación de los hijos para “el camino” debe hacerse desde el
respeto a la libertad e independencia ideológica de la que cada generación debe
disfrutar sin que se vea cuestionada, criticada, estigmatizada o repudiada por
una o dos generaciones anteriores. Se puede aprender muchísimo del pasado, de
los sabios griegos y romanos, de los pensadores medievales, de los modernos
ilustrados incluso de los revolucionarios e inconformistas contemporáneos. El
futuro se crea día a día con esos conocimientos heredados, pero el mundo es
diferente en cada paso que dan nuestros jóvenes, ellos lo hacen diferente,
ellos son el futuro, solo ellos tienen toda una vida por delante. A nosotros y
sobre todo a sus abuelos ya solo nos queda una vida por detrás. Luego, ¿para
qué malgastar inútilmente nuestras energías insuflando determinadas ideas con
calzador, llegando incluso a la enemistad con nuestros propios hijos o nietos,
simplemente para satisfacer nuestro egocentrismo? Esas tensiones inútiles no
suelen conducir a nada positivo, pero, en cualquier caso, siempre serán los jóvenes
los que saldrán victoriosos de esos lances, porque el mundo avanza y ellos
avanzan con el mundo. Quizás alguno de nosotros deberíamos plantearnos si deseamos
seguir el ritmo o preferimos refugiarnos en nuestro pasado. Enfilar hacia cocheras
como un autobús que ha llegado al final de su vida útil.
Mucha gente hace suyo el verso de
Jorge Manrique, convertido en sentencia, “cualquier tiempo pasado fue mejor”.
Bien está que crean esto. Bien está que crean que Franco no debería haber
muerto nunca y que si Cataluña se quiere independizar corran a comprar vino
espumoso de Cáceres, por su convencimiento de que si algo cambia su mundo se
derrumbará. Pero su mundo ya se ha derrumbado, ya no existe. Manrique nunca
sentenció que cualquier tiempo pasado fuera mejor, lo que dijo fue “[…] cómo, a nuestro parescer, / cualquiere tiempo
passado / fue mejor”. Es decir, que se trata simplemente de una apreciación
subjetiva de cada uno, no de la realidad objetiva como se pretende afirmar.
No se puede preparar a los hijos
para el camino con nuestras ideas. Esa otra manida frase, políticamente
correcta, de que todas las ideas son respetables es completamente falsa. Hay
ideas que son eminentemente detestables, y, si con esas ideas se alecciona a un
adolescente, entonces cabe la posibilidad de crear hijos necios, mediocres y
amorales, que son infinitamente peores que los inmorales. Creo que no es
necesario extenderme en ejemplificar esta obviedad, puesto que todos conocemos
una buena cantidad de “ideas respetables” que han llevado a los humanos a las
más profundas ruinas morales. No olvidemos nunca las ideas, apreciadas en su
momento y por millones de personas, de Hitler, Stalin, Mussolini, Truman,
Franco, Milosevic, Pinochet, Pol Pot…). La respetabilidad a las ideas, y esto
los padres deberíamos tenerlo siempre en cuenta, no viene dada cual
circunstancia inalienable de su naturaleza, sino que más bien debería encajar,
para no entrar en otras disquisiciones, en el Imperativo Categórico de Kant,
que reza así: “Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad siempre pueda
valer al mismo tiempo como principio de una legislación universal” (Crítica de
la razón práctica). Es decir, haz solamente, lo que resulte bueno para todo el
mundo y no solo para unos pocos. Este aspecto no suele ser valorado por los
padres a la hora de preparar a sus hijos para la vida. Existen muchas maneras
de hacerlo pero no existe en universidad alguna el grado de “ser padres y
madres”. Por esto debemos ser muy prudentes, renunciar al racionalismo –el
procedimiento de Hitler para eliminar a los judíos fue eminentemente racional–
y también al dogmatismo como instrumentos para infundir ideas que tomamos como
axiomas cuando no son otra cosa que opiniones relativas e idealizadas.
En resumen, la labor de los
padres es la de estar al lado de sus hijos, proporcionarles los valores éticos
primordiales y caminar a su lado para tenderles la mano tras cada tropiezo.
Nuestra única esperanza y satisfacción respecto de los hijos debe ser despertar
otra mañana más para tener la oportunidad de tenderles nuevamente la mano. Como
a un amigo.
Ya que he referenciado a Jorge
Manrique, qué mejor que un poema suyo para acabar e ilustrar que no todo lo
antiguo desaparece, pero que muchas cosas cambian. En este verso se puede
intuir todo.
¡Guay[1]
d'aquel que nunca atiende
galardón por su
seruir!
¡Guay de quien jamás
entiende
guarescer ya ni morir!
¡Guay de quien ha de sufrir
grandes males sin
gemido!
¡Guay de quien ha
perdido
gran parte de su
beuir!
Los jóvenes ahora dicen «servir»
en lugar de «seruir», dicen «vivir» en lugar de «beuir», pero siguen diciendo «guay».
[1] Guay ¡ay!: Interjección poética en desuso.
Muy bueno, estupendo: Adjetivo coloquial.
En algunos casos, actualmente, también se utiliza como interjección: ¡Guay, tío!
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