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martes, 14 de junio de 2016

HAY QUE PREPARAR A LOS HIJOS PARA EL CAMINO, PERO CÓMO.



Esta mañana he leído en Facebook un aforismo que han reenviado dos amigos míos. La frase venía a aseverar que “no hay que preparar el camino para los hijos, sino a los hijos para el camino”. En un primer momento la reflexión me ha parecido acertada, pero mi inconsciente me ha seducido para que reflexionara, señal de que algo no me cuadraba en esta afirmación. Me explico.

Quiero entender la frase de la siguiente manera: si a los jóvenes se les allana en exceso el camino que deben recorrer en el transcurso de su vida y no se les enseña a afrontar las dificultades, lo tendrán todo muy fácil, pero corren el riesgo de naufragar, de no lograr sus objetivos. Sigue pareciendo verosímil, pero, al mismo tiempo, parece muy inseguro. En el caso de “preparar el camino para los hijos” actuamos sobre agentes externos a su propia identidad, en consecuencia no existe riesgo de manipulación. Por supuesto, si alguien matricula a sus hijos en un centro del Opus Dei, le está facilitando el camino, pero también le está condenando al más absoluto gregarismo y transparencia en pro del dogma y el poder; por lo tanto, no siempre podemos decir que preparar el camino de un hijo sea inocuo, aunque sí lo es en casos menos extremos, como matricularlo en un colegio laico; acompañarlos y recogerlos todos los días de las actividades extraescolares que, se supone, elevarán sus habilidades y/o mantendrán su cuerpo sano;  hacerles la vida fácil para que puedan centrar sus esfuerzos en los estudios, en divertirse y en vivir la época que les marcará para el resto de su vida; cuidar de su salud, de su adiestramiento cotidiano y de sus modales; preocuparse por las compañías que frecuentan y cientos de circunstancias que redundarán en “allanarles el camino”.

Pero el aforismo sentencia que no hay que hacer esto, sino que hay que preparar a los hijos para que sepan recorrer solos el camino, para que se abran paso cuando encuentren puertas cerradas, para que se levanten cuando los padres ya no podamos levantarlos. Que se tracen unos objetivos claros y elijan el camino adecuado para alcanzarlos es una labor importantísima, pero en ningún caso deslegitima prepararles el camino.

En esa “preparación de nuestros hijos para el camino” vamos a intentar, quizás de forma no consciente, inocular enormes dosis de nuestro ego. La enculturación es básica, pero corremos el riesgo de transmitir nuestras opiniones y nuestros puntos de vista: nuestra ideología.   Les transmitiremos los secretos de las relaciones sociales que creemos poseer, y que tan solo nuestra vanidad nos confirma que son los mejores. Les inocularemos la piedra filosofal de la vida, las creencias, los valores morales, el sentido de justicia, etc., pero en todos los casos será “nuestra” ideología, “nuestras” creencias y “nuestros” valores morales los que les transmitiremos, y esto, aun no siendo malo, supone llenar su disco duro con “nuestro” discurso. La labor no debe consistir en llenar el disco duro de nuestros hijos, nuestra labor debe limitarse a formatear ese disco duro, poner las bases para que sean ellos los que, de una manera más empírica y menos racional, y, por supuesto, sin ningún dogmatismo por nuestra parte, vayan amueblando su Yo. Y entonces, ¿cuál debería ser el papel de los padres? Simplemente contar, como un buen cuentacuentos, las posibilidades que les ofrece la vida, sus pros y sus contras, y si uno no da para observaciones sensatas existen los libros. Si seleccionamos aquellas historias de carácter marcadamente universal y se las damos a nuestros hijos para que las lean, a buen seguro que asimilarán más libre y eficazmente todas las lecciones que los libros enseñan.

Los padres, en contra de la opinión generalizada de pedagogos, psicólogos y demás iluminados, deben disfrutar de una amistad recíproca con sus hijos. Pero hay que acotar de forma precisa lo que entendemos por amistad. Si definimos la amistad como la simple relación de estima, de compañía y complicidad, de compartir el tiempo libre o las aficiones, de fuente de consuelo en el dolor y de participación en la felicidad, etc., entonces, en este marco, no podemos ser amigos de nuestros hijos. ¿Y si no esperamos nada de ellos? Si los amamos en la forma más humana de amor, si somos capaces de dar sin esperar nada a cambio, si nuestras aficiones difieren y los respetamos, si nuestros gustos son opuestos pero no los despreciamos, si nuestra percepción sobre la vida es diferente pero la comprendemos, entonces se convierte en la amistad ideal, la desinteresada, la altruista, la de nivel alto. El amigo siempre está ahí, en cambio el progenitor, por el hecho de ser solo eso, no está siempre cuando se le necesita, sobre todo cuando lo que el hijo, como el amigo, necesita es hablar, contar, ser escuchado. Solo un padre que sea a la vez amigo renunciará a la tentación del discurso fácil, del golpe de experiencia, inútil por otro lado. Solo el amor de la amistad es desinteresado. No exige convivencia ni connivencia, simplemente la alegría diaria de saber que el otro existe y esta, precisamente, es la alegría que cada día sienten los padres respecto de sus hijos. Por lo tanto, en mi opinión, entre padres e hijos debe existir una verdadera relación de amistad, no del mal entendido compañerismo, eso sería imposible. La labor de un amigo no es adoctrinar, el amigo no sienta cátedra, sus apreciaciones carecen de dogma, son eso: apreciaciones. Y en la formación de los hijos para que ellos mismos elijan acertadamente su camino y su forma de andarlo, no existe mejor manera de ayudar que desde la amistad, desde la reflexión implicativa, desde el caminar hombro con hombro, desde el hacer juntos el camino y juntos hacer el camino al andar –como decía Machado–.

He llegado a la clave del motivo de mis dudas respecto de la idoneidad de la frase reenviada por mis amigos.  Sí, es aceptable la frase. Pero –siempre hay un pero– la preparación de los hijos para “el camino” debe hacerse desde el respeto a la libertad e independencia ideológica de la que cada generación debe disfrutar sin que se vea cuestionada, criticada, estigmatizada o repudiada por una o dos generaciones anteriores. Se puede aprender muchísimo del pasado, de los sabios griegos y romanos, de los pensadores medievales, de los modernos ilustrados incluso de los revolucionarios e inconformistas contemporáneos. El futuro se crea día a día con esos conocimientos heredados, pero el mundo es diferente en cada paso que dan nuestros jóvenes, ellos lo hacen diferente, ellos son el futuro, solo ellos tienen toda una vida por delante. A nosotros y sobre todo a sus abuelos ya solo nos queda una vida por detrás. Luego, ¿para qué malgastar inútilmente nuestras energías insuflando determinadas ideas con calzador, llegando incluso a la enemistad con nuestros propios hijos o nietos, simplemente para satisfacer nuestro egocentrismo? Esas tensiones inútiles no suelen conducir a nada positivo, pero, en cualquier caso, siempre serán los jóvenes los que saldrán victoriosos de esos lances, porque el mundo avanza y ellos avanzan con el mundo. Quizás alguno de nosotros deberíamos plantearnos si deseamos seguir el ritmo o preferimos refugiarnos en nuestro pasado. Enfilar hacia cocheras como un autobús que ha llegado al final de su vida útil.

Mucha gente hace suyo el verso de Jorge Manrique, convertido en sentencia, “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Bien está que crean esto. Bien está que crean que Franco no debería haber muerto nunca y que si Cataluña se quiere independizar corran a comprar vino espumoso de Cáceres, por su convencimiento de que si algo cambia su mundo se derrumbará. Pero su mundo ya se ha derrumbado, ya no existe. Manrique nunca sentenció que cualquier tiempo pasado fuera mejor, lo que dijo fue “[…] cómo, a nuestro parescer, / cualquiere tiempo passado / fue mejor”. Es decir, que se trata simplemente de una apreciación subjetiva de cada uno, no de la realidad objetiva como se pretende afirmar.

No se puede preparar a los hijos para el camino con nuestras ideas. Esa otra manida frase, políticamente correcta, de que todas las ideas son respetables es completamente falsa. Hay ideas que son eminentemente detestables, y, si con esas ideas se alecciona a un adolescente, entonces cabe la posibilidad de crear hijos necios, mediocres y amorales, que son infinitamente peores que los inmorales. Creo que no es necesario extenderme en ejemplificar esta obviedad, puesto que todos conocemos una buena cantidad de “ideas respetables” que han llevado a los humanos a las más profundas ruinas morales. No olvidemos nunca las ideas, apreciadas en su momento y por millones de personas, de Hitler, Stalin, Mussolini, Truman, Franco, Milosevic, Pinochet, Pol Pot…). La respetabilidad a las ideas, y esto los padres deberíamos tenerlo siempre en cuenta, no viene dada cual circunstancia inalienable de su naturaleza, sino que más bien debería encajar, para no entrar en otras disquisiciones, en el Imperativo Categórico de Kant, que reza así: “Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad siempre pueda valer al mismo tiempo como principio de una legislación universal” (Crítica de la razón práctica). Es decir, haz solamente, lo que resulte bueno para todo el mundo y no solo para unos pocos. Este aspecto no suele ser valorado por los padres a la hora de preparar a sus hijos para la vida. Existen muchas maneras de hacerlo pero no existe en universidad alguna el grado de “ser padres y madres”. Por esto debemos ser muy prudentes, renunciar al racionalismo –el procedimiento de Hitler para eliminar a los judíos fue eminentemente racional– y también al dogmatismo como instrumentos para infundir ideas que tomamos como axiomas cuando no son otra cosa que opiniones relativas e idealizadas.

En resumen, la labor de los padres es la de estar al lado de sus hijos, proporcionarles los valores éticos primordiales y caminar a su lado para tenderles la mano tras cada tropiezo. Nuestra única esperanza y satisfacción respecto de los hijos debe ser despertar otra mañana más para tener la oportunidad de tenderles nuevamente la mano. Como a un amigo.

Ya que he referenciado a Jorge Manrique, qué mejor que un poema suyo para acabar e ilustrar que no todo lo antiguo desaparece, pero que muchas cosas cambian. En este verso se puede intuir todo.  

¡Guay[1] d'aquel que nunca atiende
galardón por su seruir!
¡Guay de quien jamás entiende
guarescer ya ni morir!
¡Guay de quien ha de sufrir
grandes males sin gemido!
¡Guay de quien ha perdido
gran parte de su beuir!

Los jóvenes ahora dicen «servir» en lugar de «seruir», dicen «vivir» en lugar de «beuir», pero siguen diciendo «guay».


[1]  Guay ¡ay!: Interjección poética en desuso.  Muy bueno, estupendo: Adjetivo coloquial.  En algunos casos, actualmente, también se utiliza  como interjección: ¡Guay, tío!

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