La pornografía habita nuestra cotidianeidad, quizás
ni siquiera nos demos cuenta de ello —no tenemos tiempo—, y si lo tenemos nos pasa
desapercibido ya que sus síntomas son los mismos que los propios de una sociedad
excesivamente transparente: ver en exceso es pornográfico; de una política
excesivamente inquisitiva y vigilante: la pornografía no está en la política
sino en el legislador centinela; de una economía capitalista que intensifica
el progreso de lo pornográfico en la sociedad, en cuanto lo expone todo como
mercancía y lo exhibe. No conoce ningún otro uso de la sexualidad. Profaniza el Eros para convertirlo en
porno y llenarse de indignidad. Pero, como no, al estar hablando de
amor, debemos referirnos a la enajenación del sexo desleído en la pornografía.
Para Han, lo
obsceno en el porno no consiste en un exceso de sexo, sino en que allí no hay
sexo. La sexualidad hoy no está amenazada por aquella “razón pura” que, adversa
al placer, evita el sexo por ser algo “sucio”, sino por la pornografía. Lo
pornográfico es el sex en el espacio virtual. Incluso el sexo real adquiere hoy
una modalidad porno.[1]
Es de
vital importancia la pérdida de valores, yo no diría que solamente culturales,
sino de toda índole moral, que viene determinada por lo que Han denomina
“museización”, y afirma que la exposición de las cosas aniquila precisamente su
valor cultural a favor del valor de exposición. De esta forma, el templo como
lugar de exposición es una figura contraria al templo como lugar de culto.
También el turismo es opuesto a peregrinar. Engendra “no lugares”, mientras que
peregrinar está ligado a lugares. Al
lugar que, según Heidegger, hace posible que el habitar humano le sea inherente
“lo divino”. Lo constituyen la historia, la memoria y la identidad. Pero estas
faltan en los “no lugares” turísticos, por los que desfilamos sin demorarnos
— para no sentir el vacío—.
Agamben también
entiende la exposición como una manera señalada de profanar la desnudez:
“Es la indiferencia descarada lo que
las mannequins, las pornostars y las otras profesionales de
la exposición deben, ante todo, aprender a adquirir: no dar a ver otra cosa que
un dar a ver (es decir, la propia absoluta medianía). De este modo el rostro se
carga hasta estallar de valor de exposición. Pero precisamente por esta
nulificación de la expresividad, el erotismo penetra allí donde no podría tener
lugar: en el rostro humano, que no conoce desnudez, porque está siempre ya
desnudo. Exhibido como puro medio más allá de toda expresividad concreta, se
vuelve disponible para un nuevo uso, para una nueva forma de comunicación
erótica”.[2]
Pero la
desnudez, como exhibición, sin misterio ni expresión, se acerca a la desnudez
pornográfica. Tampoco la cara pornográfica expresa nada. Carece de expresividad
y de misterio: “De una figura a la otra, de la seducción al amor, luego al
deseo y a la sexualidad, finalmente al puro y simple porno, cuanto más se
avanza, más adelantamos en el sentido de un secreto menor, de un enigma menor”. Y en esta cadena menguante, se sublima el
respeto y se disipa entre los eslabones. Lo
erótico nunca está libre de misterio. La cara cargada con valor de exposición
hasta estallar no promete “ningún uso nuevo de la sexualidad”. Es obscena y
pornográfica la cara desnuda, carente de misterio y de expresión, reducida
exclusivamente a su estar expuesta.
El amor,
que hoy ya solo ha de ser calor, intimidad y excitación agradable, apunta a la
destrucción del erotismo para renacer en una realidad pornográfica. La
confianza en los límites de desnudez vital es pornográfica; la intimidad
llevada a los extremos más obscenos es pornografía; la excitación sin un
entorno seductor y cierta índole de templanza moteada de sensualidad, es
pornografía.
Según
Eva Illouz, la falta de información conduce a “sobreestimar al objeto”. A
“asignarle un valor agregado” o a “idealizarlo”. [3]
El exceso de información sobre el objeto, al que se llega más pronto que tarde,
conduce, por comparación con lo sobreestimado e idealizado, a la desconfianza,
no de nuestras apreciaciones, sino a la fidelidad con la que se nos ha mostrado
el objeto, por lo que tendemos a culparlo de un engaño del que nosotros mismos
hemos sido los más interesados en creer. Además, insiste Illouz, la imaginación
incrementa “eleva el umbral de aspiraciones masculinas y femeninas sobre
atributos deseables en la pareja y/o sobre las posibilidades de una vida común”[4]
Por eso, hoy se “genera decepción”[5]
con más frecuencia. La decepción “viene de la mano de la imaginación”.[6]
Illouz explora también la conexión entre cultura de consumo, deseo y fantasía.
Desde su punto de vista, la cultura de consumo estimula el deseo y la
imaginación.[7] La
cultura del consumo es una máquina de crear deseos, de crear carencias
interiorizadas como indispensables para alcanzar la felicidad. El deseo, como
ya he comentado al hablar del enamoramiento, es un foco de desasosiego, de
necesidad ilusoria, de esperanza para la utopía. La imaginación, en sus trances
de ensoñación, nos alienta a navegar por aguas gozosas, mientras que la
realidad se convierte en un paso estrecho entre Caribdis y Escila,[8] donde
la vasija de la leche cae y se quiebra
irremediablemente, creando la angustia derivada de la frágil imaginación.
La alta definición de la información no deja nada
indefinido, insiste Han. La fantasía, en cambio, habita en un espacio indefinido. Información y
fantasía son fuerzas opuestas. Así, no hay ninguna imaginación “densa en
información” que no esté en condiciones de “idealizar” al otro. La construcción del otro no depende de una
información mayor o menor. Solo la negatividad de la sustracción lo produce en
su alteridad atópica[9].
Esta le confiere un nivel más alto de ser más allá de la “idealización” o la
“sobrevaloración”. La información como tal es una positividad, que conduce a la desintegración de la negatividad del
otro.[10]
El
porno, que en cierto modo lleva al máximo la información visual, destruye la
fantasía erótica. Flaubert en Madame
Bovary se sirve precisamente de la negatividad de la sustracción visual
para estimular la fantasía erótica. De manera paradójica, en la escena erótica
de la novela no hay casi nada que ver. El carruaje atraviesa sin fin ni parada
la ciudad, mientras ellos se aman apasionadamente detrás de las cortinas
bajadas. Con todo detalle Flaubert menciona plazas, puentes y bulevares por los
que vaga el carruaje, y los lugares por donde pasa: Quatremares, Sotteville,
Jardín Botánico, et. Pero no puede verse nada de los amantes. Al final del
viaje erótico, con muchos rodeos, Emma extiende su mano desde la ventana del
coche y lanza fuera trocitos de papel, que, ondeando en el viento como
golondrinas blancas, caen en un campo de tréboles.[11]
Una mano, desnuda de guante, observada desde el exterior de un carruaje en
movimiento, que deja volar trozos de papel, que nuestra conciencia ni siquiera
se ha parado a pensar para qué habrán servido, dan la justa medida del
erotismo, no por su procedencia, sino por su forma salaz, pero reposada, de
acunarse sobre la hierba.
Han insiste en el exceso de
visualización gratuita, pero lo que agrava la situación es su inevitabilidad.
Dice que ante la pura masa de imágenes hipervisibles, hoy no es posible cerrar
los ojos. Tampoco deja ningún instante para ello el rápido cambio de imágenes. La
crisis actual del arte, y también de la literatura, puede atribuirse a la
crisis de la fantasía, a la desaparición
del otro, es decir, a la agonía del
Eros.[12]
La desnudez
pornográfica está cerca de aquella obscenidad de la carne que, tal como
advierte Agamben mismo, es el resultado de la violencia: “Por eso el sádico
intenta por todos los medios conseguir que aparezca carne, y hacer
violentamente que el cuerpo del otro asuma tales poses y actitudes que ponen de
manifiesto su obscenidad, es decir, la irreparable pérdida de la gracia”. El
encanto es inmolado a la desnudez pornográfica.
El modo
en que la pornografía bloquea la sexualidad no es simplemente accesorio. Pornografía
es ya la cara convertida en cómplice de la desnudez, cuyo único contenido
consiste en su exposición, a saber, en exponer la conciencia desvergonzada del
exhibido cuerpo desnudo. Es obsceno el rostro desnudo, sin misterios, hecho
transparente, reducido a su puro estar expuesto, Es pornográfica la faz que se
carga con el valor de exposición hasta explotar.[13]
El capitalismo agudiza el proceso pornográfico de la sociedad en cuanto lo
expone todo como mercancía y lo entrega a
la hipervisibilidad. El capitalismo no conoce ningún otro uso de la
sexualidad. Precisamente en las imágenes pornográficas de propaganda se realiza
el “uso colectivo de la sexualidad” exigido por Agamben. El “consumo solidario”
de la imagen pornográfica no es una mera “sustitución” de la promesa de un
nuevo uso colectivo de la sexualidad. Más bien, el solitario y el colectivo
hacen el mismo uso de las imágenes pornográficas.[14]
La
exhibición directa de la desnudez no es erótica. El lugar erótico de un cuerpo
está precisamente allí “donde” se abre el vestido, es la piel que brilla “entre
piezas”, por ejemplo, entre el guante y la manga. La tensión erótica no brota
de la exposición permanente de la desnudez, sino de “la puesta en escena de una
aparición-desaparición”, dice R. Barthes.[15]
Es la negatividad de la “interrupción” la que confiere un brillo a la desnudez.
La positividad de la exposición de la desnudez sin velos es pornográfica. Le
falta el brillo erótico. El cuerpo pornográfico es liso. No es interrumpido por
nada. La interrupción engendra una ambivalencia, una doble significación. Esta imprecisión
semántica es erótica. Lo erótico presupone, además, la negatividad del misterio
de la reconditez. No hay ninguna erótica de la transparencia. Precisamente allí
donde desaparece el misterio a favor de la total exposición y del pleno
desnudamiento comienza la pornografía. La dibuja una penetrante e incisiva
positividad.
La
pornografía carece de interioridad, reconditez y misterio: “como un escaparate
que solo mostrase, iluminado, una sola joya, […] está enteramente constituida
por la presentación de una sola cosa, el sexo: jamás un objeto secundario,
intempestivo, que aparezca tapando a medias, retrasando o distrayendo”.[16]
Es obscena la transparencia que no encubre nada, ni mantiene oculto, y lo
entrega todo a la mirada. Hoy, todas las imágenes mediáticas son más o menos
pornográficas. Son, a lo sumo, el objeto de un me gusta.
[1]
Byung-Chul Han. La agonía del Eros.
Herder, Barcelona, 2014.
[2]
G. Agamben. Profanaciones. Adriana
Hidalgo, Buenos Aires, 2005. Citado en Byung-Chul Han. La agonía del Eros. Herder, Barcelona, 2014.
[3]
E. Illouz. ¿Por qué duele el amor?
Katz, Madrid, 2012.
[4]
Ibíd.
[5]
Ibíd.
[6]
Ibíd.
[7]
Ibíd.
[8]
Escila y Caribdis son dos monstruos marinos de la mitología griega
situados en orillas opuestas de un estrecho canal de agua (se supone que se
trataba del Estrecho de Mesina), tan cerca que los marineros intentando evitar
a Caribdis pasarían muy cerca de Escila y viceversa. La frase «entre Escila y
Caribdis» ha llegado a significar el estado donde uno está entre dos peligros y
alejarse de uno te haría estar en peligro por el otro, y se cree que es la
progenitora de la frase «entre la espada y la pared». Escila vivía en los acantilados
y Caribdis era un peligroso remolino. Ninguno de los destinos era más atractivo
ya que ambos eran difíciles de superar.
[9]
Atópica: que no está ligada a ningún sitio.
[10]
Byung-Chul Han. La agonía del Eros. Herder, Barcelona, 2014.
[11]
Ibíd.
[12]
Byung-Chul Han. La agonía del Eros.
Herder, Barcelona, 2014.
[13]
Byung-Chul Han. La sociedad de la
transparencia. Herder, Barcelona, 2013.
[14]
Ibíd.
[15]
R. Barthes. El placer del texto. Siglo XXI, Buenos Aires, 1993. Citado en Byung-Chul
Han. La sociedad de la transparencia.
Herder, Barcelona, 2013
[16]
R. Barthes. El placer del texto.
Siglo XXI, Buenos Aires, 1993.
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