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jueves, 26 de febrero de 2015

Del eros a la pornografía



La pornografía habita nuestra cotidianeidad, quizás ni siquiera nos demos cuenta de ello —no tenemos tiempo—, y si lo tenemos nos pasa desapercibido ya que sus síntomas son los mismos que los propios de una sociedad excesivamente transparente: ver en exceso es pornográfico; de una política excesivamente inquisitiva y vigilante: la pornografía no está en la política sino en el legislador centinela; de una economía capitalista que intensifica el progreso de lo pornográfico en la sociedad, en cuanto lo expone todo como mercancía y lo exhibe. No conoce ningún otro uso de la sexualidad. Profaniza el Eros para convertirlo en porno y llenarse de indignidad. Pero, como no, al estar hablando de amor, debemos referirnos a la enajenación del sexo desleído en la pornografía. Para Han, lo obsceno en el porno no consiste en un exceso de sexo, sino en que allí no hay sexo. La sexualidad hoy no está amenazada por aquella “razón pura” que, adversa al placer, evita el sexo por ser algo “sucio”, sino por la pornografía. Lo pornográfico es el sex en el espacio virtual. Incluso el sexo real adquiere hoy una modalidad porno.[1]
            Es de vital importancia la pérdida de valores, yo no diría que solamente culturales, sino de toda índole moral, que viene determinada por lo que Han denomina “museización”, y afirma que la exposición de las cosas aniquila precisamente su valor cultural a favor del valor de exposición. De esta forma, el templo como lugar de exposición es una figura contraria al templo como lugar de culto. También el turismo es opuesto a peregrinar. Engendra “no lugares”, mientras que peregrinar está ligado a lugares. Al lugar que, según Heidegger, hace posible que el habitar humano le sea inherente “lo divino”. Lo constituyen la historia, la memoria y la identidad. Pero estas faltan en los “no lugares” turísticos, por los que desfilamos sin demorarnos — para no sentir el vacío—.
            Agamben también entiende la exposición como una manera señalada de profanar la desnudez:

“Es la indiferencia descarada lo que las mannequins, las pornostars y las otras profesionales de la exposición deben, ante todo, aprender a adquirir: no dar a ver otra cosa que un dar a ver (es decir, la propia absoluta medianía). De este modo el rostro se carga hasta estallar de valor de exposición. Pero precisamente por esta nulificación de la expresividad, el erotismo penetra allí donde no podría tener lugar: en el rostro humano, que no conoce desnudez, porque está siempre ya desnudo. Exhibido como puro medio más allá de toda expresividad concreta, se vuelve disponible para un nuevo uso, para una nueva forma de comunicación erótica”.[2]

            Pero la desnudez, como exhibición, sin misterio ni expresión, se acerca a la desnudez pornográfica. Tampoco la cara pornográfica expresa nada. Carece de expresividad y de misterio: “De una figura a la otra, de la seducción al amor, luego al deseo y a la sexualidad, finalmente al puro y simple porno, cuanto más se avanza, más adelantamos en el sentido de un secreto menor, de un enigma menor”.  Y en esta cadena menguante, se sublima el respeto y se disipa entre los eslabones.            Lo erótico nunca está libre de misterio. La cara cargada con valor de exposición hasta estallar no promete “ningún uso nuevo de la sexualidad”. Es obscena y pornográfica la cara desnuda, carente de misterio y de expresión, reducida exclusivamente a su estar expuesta.
            El amor, que hoy ya solo ha de ser calor, intimidad y excitación agradable, apunta a la destrucción del erotismo para renacer en una realidad pornográfica. La confianza en los límites de desnudez vital es pornográfica; la intimidad llevada a los extremos más obscenos es pornografía; la excitación sin un entorno seductor y cierta índole de templanza moteada de sensualidad, es pornografía.
            Según Eva Illouz, la falta de información conduce a “sobreestimar al objeto”. A “asignarle un valor agregado” o a “idealizarlo”. [3] El exceso de información sobre el objeto, al que se llega más pronto que tarde, conduce, por comparación con lo sobreestimado e idealizado, a la desconfianza, no de nuestras apreciaciones, sino a la fidelidad con la que se nos ha mostrado el objeto, por lo que tendemos a culparlo de un engaño del que nosotros mismos hemos sido los más interesados en creer. Además, insiste Illouz, la imaginación incrementa “eleva el umbral de aspiraciones masculinas y femeninas sobre atributos deseables en la pareja y/o sobre las posibilidades de una vida común”[4] Por eso, hoy se “genera decepción”[5] con más frecuencia. La decepción “viene de la mano de la imaginación”.[6] Illouz explora también la conexión entre cultura de consumo, deseo y fantasía. Desde su punto de vista, la cultura de consumo estimula el deseo y la imaginación.[7] La cultura del consumo es una máquina de crear deseos, de crear carencias interiorizadas como indispensables para alcanzar la felicidad. El deseo, como ya he comentado al hablar del enamoramiento, es un foco de desasosiego, de necesidad ilusoria, de esperanza para la utopía. La imaginación, en sus trances de ensoñación, nos alienta a navegar por aguas gozosas, mientras que la realidad se convierte en un paso estrecho entre Caribdis y Escila,[8] donde la vasija de la leche cae  y se quiebra irremediablemente, creando la angustia derivada de la frágil imaginación.
            La alta definición de la información no deja nada indefinido, insiste Han. La fantasía, en cambio, habita en un espacio indefinido. Información y fantasía son fuerzas opuestas. Así, no hay ninguna imaginación “densa en información” que no esté en condiciones de “idealizar” al otro. La construcción del otro no depende de una información mayor o menor. Solo la negatividad de la sustracción lo produce en su alteridad atópica[9]. Esta le confiere un nivel más alto de ser más allá de la “idealización” o la “sobrevaloración”. La información como tal es una positividad, que conduce a la desintegración de la negatividad del otro.[10]
            El porno, que en cierto modo lleva al máximo la información visual, destruye la fantasía erótica. Flaubert en Madame Bovary se sirve precisamente de la negatividad de la sustracción visual para estimular la fantasía erótica. De manera paradójica, en la escena erótica de la novela no hay casi nada que ver. El carruaje atraviesa sin fin ni parada la ciudad, mientras ellos se aman apasionadamente detrás de las cortinas bajadas. Con todo detalle Flaubert menciona plazas, puentes y bulevares por los que vaga el carruaje, y los lugares por donde pasa: Quatremares, Sotteville, Jardín Botánico, et. Pero no puede verse nada de los amantes. Al final del viaje erótico, con muchos rodeos, Emma extiende su mano desde la ventana del coche y lanza fuera trocitos de papel, que, ondeando en el viento como golondrinas blancas, caen en un campo de tréboles.[11] Una mano, desnuda de guante, observada desde el exterior de un carruaje en movimiento, que deja volar trozos de papel, que nuestra conciencia ni siquiera se ha parado a pensar para qué habrán servido, dan la justa medida del erotismo, no por su procedencia, sino por su forma salaz, pero reposada, de acunarse sobre la hierba.
Han insiste en el exceso de visualización gratuita, pero lo que agrava la situación es su inevitabilidad. Dice que ante la pura masa de imágenes hipervisibles, hoy no es posible cerrar los ojos. Tampoco deja ningún instante para ello el rápido cambio de imágenes. La crisis actual del arte, y también de la literatura, puede atribuirse a la crisis de la fantasía, a la desaparición del otro, es decir, a la agonía del Eros.[12]
            La desnudez pornográfica está cerca de aquella obscenidad de la carne que, tal como advierte Agamben mismo, es el resultado de la violencia: “Por eso el sádico intenta por todos los medios conseguir que aparezca carne, y hacer violentamente que el cuerpo del otro asuma tales poses y actitudes que ponen de manifiesto su obscenidad, es decir, la irreparable pérdida de la gracia”. El encanto es inmolado a la desnudez pornográfica.
            El modo en que la pornografía bloquea la sexualidad no es simplemente accesorio. Pornografía es ya la cara convertida en cómplice de la desnudez, cuyo único contenido consiste en su exposición, a saber, en exponer la conciencia desvergonzada del exhibido cuerpo desnudo. Es obsceno el rostro desnudo, sin misterios, hecho transparente, reducido a su puro estar expuesto, Es pornográfica la faz que se carga con el valor de exposición hasta explotar.[13] El capitalismo agudiza el proceso pornográfico de la sociedad en cuanto lo expone todo como mercancía y lo entrega a  la hipervisibilidad. El capitalismo no conoce ningún otro uso de la sexualidad. Precisamente en las imágenes pornográficas de propaganda se realiza el “uso colectivo de la sexualidad” exigido por Agamben. El “consumo solidario” de la imagen pornográfica no es una mera “sustitución” de la promesa de un nuevo uso colectivo de la sexualidad. Más bien, el solitario y el colectivo hacen el mismo uso de las imágenes pornográficas.[14]

            La exhibición directa de la desnudez no es erótica. El lugar erótico de un cuerpo está precisamente allí “donde” se abre el vestido, es la piel que brilla “entre piezas”, por ejemplo, entre el guante y la manga. La tensión erótica no brota de la exposición permanente de la desnudez, sino de “la puesta en escena de una aparición-desaparición”, dice R. Barthes.[15] Es la negatividad de la “interrupción” la que confiere un brillo a la desnudez. La positividad de la exposición de la desnudez sin velos es pornográfica. Le falta el brillo erótico. El cuerpo pornográfico es liso. No es interrumpido por nada. La interrupción engendra una ambivalencia, una doble significación. Esta imprecisión semántica es erótica. Lo erótico presupone, además, la negatividad del misterio de la reconditez. No hay ninguna erótica de la transparencia. Precisamente allí donde desaparece el misterio a favor de la total exposición y del pleno desnudamiento comienza la pornografía. La dibuja una penetrante e incisiva positividad.
            La pornografía carece de interioridad, reconditez y misterio: “como un escaparate que solo mostrase, iluminado, una sola joya, […] está enteramente constituida por la presentación de una sola cosa, el sexo: jamás un objeto secundario, intempestivo, que aparezca tapando a medias, retrasando o distrayendo”.[16] Es obscena la transparencia que no encubre nada, ni mantiene oculto, y lo entrega todo a la mirada. Hoy, todas las imágenes mediáticas son más o menos pornográficas. Son, a lo sumo, el objeto de un me gusta.


[1] Byung-Chul Han. La agonía del Eros. Herder, Barcelona, 2014.
[2] G. Agamben. Profanaciones. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2005. Citado en Byung-Chul Han. La agonía del Eros. Herder, Barcelona, 2014.
[3] E. Illouz. ¿Por qué duele el amor? Katz, Madrid, 2012.
[4] Ibíd.
[5] Ibíd.
[6] Ibíd.
[7] Ibíd.
[8] Escila y Caribdis son dos monstruos marinos de la mitología griega situados en orillas opuestas de un estrecho canal de agua (se supone que se trataba del Estrecho de Mesina), tan cerca que los marineros intentando evitar a Caribdis pasarían muy cerca de Escila y viceversa. La frase «entre Escila y Caribdis» ha llegado a significar el estado donde uno está entre dos peligros y alejarse de uno te haría estar en peligro por el otro, y se cree que es la progenitora de la frase «entre la espada y la pared». Escila vivía en los acantilados y Caribdis era un peligroso remolino. Ninguno de los destinos era más atractivo ya que ambos eran difíciles de superar.
[9] Atópica: que no está ligada a ningún sitio.
[10] Byung-Chul Han. La agonía del Eros. Herder, Barcelona, 2014.
[11] Ibíd.
[12] Byung-Chul Han. La agonía del Eros. Herder, Barcelona, 2014.
[13] Byung-Chul Han. La sociedad de la transparencia. Herder, Barcelona, 2013.
[14] Ibíd.
[15] R. Barthes. El placer del texto. Siglo XXI, Buenos Aires, 1993. Citado en Byung-Chul Han. La sociedad de la transparencia. Herder, Barcelona, 2013
[16] R. Barthes. El placer del texto. Siglo XXI, Buenos Aires,  1993.

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