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miércoles, 23 de julio de 2014

Discriminación por especie



No todos tenemos los mismos derechos. Yo, sin ir más lejos, no gozo del derecho al aborto, y nada tiene que ver Gallardón con ello, sino más bien razones biológicas. Tampoco un perro tiene derecho al voto; aunque este caso es más claro puesto que no disponen de DNI, imprescindible para ejercer este derecho —al margen de que a los dieciocho años llegan muy pocos perros—.
Con este excéntrico comienzo, solo quiero dar a entender que no existe igualdad entre los humanos, ni entre estos y el resto de animales inteligentes. Por lo tanto estas premisas nos llevan a la conclusión de que: “El principio básico de igualdad no exige un tratamiento igual o idéntico, sino una misma consideración.”[1] Lo que implica que nuestra oposición al racismo, al sexismo, o al especismo no puede basarse en ninguna igualdad real. Debemos entender la igualdad como una idea moral, no como la confirmación de un hecho: “El principio de la igualdad de los seres humanos no es una descripción de una supuesta igualdad real entre ellos: es una norma relativa a cómo deberíamos tratar a los seres humanos.”[2] Pero el dato más importante que se deduce de las palabras de Singer es que el elemento básico —tener en cuenta los intereses del ser, sean cuales sean— debe extenderse, según el principio de igualdad, a todos los seres, negros o blancos, masculinos o femeninos, humanos o no humanos.  Ya dijo Bentham (el del panóptico) que palabras como «derecho» y «deber» sólo tienen sentido si las usamos en relación con el principio de la mayor felicidad posible, y no en otro caso.
La discriminación especista presupone que los intereses de un individuo son de menor importancia por el hecho de pertenecer a una especie animal determinada. De ahí la palabra especismo, al igual que otras como el racismo (discriminación basada según el grupo étnico) o el sexismo (discriminación sexual o de género), son injustas por el hecho de excluir o de proporcionar una consideración desventajosa o no igualitaria a un grupo determinado por motivos arbitrarios. La representación más común del especismo es el antropocentrismo moral, o sea, la infravaloración de los intereses de aquellos que no pertenecen a nuestra especie animal homo sapiens. Pero no es la única, dado que puede darse mayor peso a los intereses de ciertos animales no humanos sobre el de otros. Por ejemplo, es muy común hoy en día otorgar mayor consideración a los intereses de los perros que a los de los cerdos, simplemente porque pertenecen a diferentes especies. Habitualmente, solo se permite tener en cuenta los intereses de los animales cuando no entran en conflicto con los de los humanos.
Está sobradamente demostrado que los animales sienten, sufren, aman, son más inteligentes que un humano recién nacido o incluso al cabo de un año; son mucho más inteligentes que un humano con una incapacidad cerebral grave; incluso se rien. Estudios realizados en Italia han establecido que los criterios de la evolución de los simios se corresponden exactamente a la evolución de sus risas. Las hermosas ratas, tan vilipendiadas, se rien cuando juegan o se les hace cosquillas. No se les oye puesto que su risa se emite en una frecuencia que el oído humano no detecta (como la de algunos humanos), pero sí los aparatos diseñados al efecto, y que la han captado como un comportamiento habitual de estos seres cuando disfrutan. No hace falta hablar de su sensibilidad al dolor, para ello basta pisar la cola de un perro —sin querer— y nos damos cuenta inmediatamente de la sensibilidad de esos animales. Darwin, en su día, ya proporcionó pruebas de que existen extensos paralelismos entre la vida emocional de los seres humanos y la de los animales.
Un dato importante que quiero dejar claro para que no salgan tiquismiquis hablando de gusanos y moscas. Me estoy refiriendo a animales vertebrados, con un sistema nervioso similar al humano y, la mayoría de estas especies, incluso mamíferas.
            Realizada esta aclaración, necesaria, debemos llegar a la conclusión de que la sociedad occidental —disculpadme que generalice, pero al no tener datos y tratarse de una opinión subjetiva, es una manera de tener razón y no tenerla, según el gusto del lector que, además, le otorga la libertad de alinearse con la parte que le interese—. Debemos llegar a la conclusión de que somos un poco racistas (soy benévolo), algo sexistas (un santo) y un mucho especistas (ciertamente realista). Solo unos ejemplos me darán la razón. En el año 2007 se sacrificaron, según la FAO, para nuestro consumo 4.990 millones de animales, cuyo mal mayor no es la muerte en sí, sino las crueles condiciones de vida que padecen los animales desde su nacimiento hasta su muerte.
 Según la Britisch Union Against Vivisction, se calcula que unos 115 millones de animales son usados anualmente en experimentos de todo tipo (investigación militar, médica, cosmética o en el campo de la docencia), causando a estos dolor, estrés, sufrimiento prologando —lo que vulgarmente se llama tortura— y finalmente la muerte —la gran ventaja de la muerte es que uno no volverá a morirse más—. Los más comúnmente utilizados son los ratones, ratas, hámsteres, cobayas, conejos, monos de todo tipo —incluidos los grandes primates—, perros, gatos y cerdos, entre muchos otros con menor protagonismo.
Existen otras actividades en las que los animales son sujetos de abuso, tortura y muerte (si procede). Es el caso del animal como entretenimiento: las corridas de toros, la caza, los circos, los zoológicos, la industria del cuero, la peletería —solo en Europa existen más de 6000 granjas de cría de animales para uso de sus pieles—, la caza de las ballenas por parte de Canadá y Japón, etc.
Hay datos que llaman la atención y que no quiero dejar de comentaros. Por ejemplo, se necesitan 9 kg de proteína vegetal para alimentar a un animal para que produzca ½ kg de proteína animal, es decir que estamos ante una fábrica inversa de proteínas —crecimiento negativo, como diría un político—.  Que si en EEUU redujeran un 10% el consumo de carne, quedarían disponibles para el consumo humano 12 millones de toneladas de grano, suficiente para alimentar a 60 millones de personas aproximadamente. Que la comida desperdiciada por la producción de animales en las naciones ricas, sería suficiente para acabar con el hambre y la desnutrición en el mundo…
Como hemos podido observar, existen dos motivos convergentes para eliminar el especismo. En primer lugar el sufrimiento atroz al que sometemos a los animales por cuestiones de elección. Tened en cuenta que cuando un animal se come a otro no tiene alternativa posible, los humanos sí, podemos elegir comer carne o tofu, vestir piel o sucedáneo, cazar o fotografiar animales, acudir al coliseo romano para ver torturar a un toro o acudir a un espectáculo no menos atroz como suele ser un partido de futbol, por otros motivos, por supuesto. En segundo lugar, las ventajas que obtendríamos los humanos cambiando los hábitos alimenticios; sobre todo las que obtendrían indirectamente los humanos que pocas veces, no solo no prueban la carne, sino que no prueban comida alguna.
Para terminar os contaré dos anécdotas para que cada uno  pueda reflexionar, si le apetece. El otro día pregunté a un amigo cazador por qué hacía sufrir a los animales de ese modo. Su respuesta fue tajante: —No sufren en absoluto, caen fulminados. —Pero si matas a una cabra que tiene un cabrito éste se queda huérfano sin posibilidad de aprender a ser autosuficiente. —Yo no disparo a la cabra, yo disparo al cabritillo, la carne es mucho más tierna. —Es decir, que la cabra que tiene un hijo al que está introduciendo en la autosubsistencia, se lo arrebatas de un disparo y la madre, con su falta de racionalidad, jamás podrá entender por qué se le arrebata un hijo, aunque deba afrontar el sufrimiento de la pérdida como cualquier otro, de la especie que sea… ¡Que sufrimiento más tremendo para el goce efímero de un francotirador!
La segunda anécdota no es de mi experiencia, sino del escritor Javier Marías. Cuenta que su padre, que había padecido la Guerra Civil española, tras finalizar esta estaba en el antiguo Bar Roma de Madrid, sentado a una mesa mientras escuchaba las bravuconerías de un trio de hombres que habían participado en el bando nacional. Uno de ellos, un famoso escritor que en el futuro fue muy galardonado, contaba que una vez, en Ronda, llevaron a tres presos a las afueras para fusilarlos con la primera luz, y, como era costumbre, les ordenaron cavar. Uno de ellos “un lechuguino que se llamaba Emilio Marés”, esas fueron sus palabras, “hijo de un alcalde rojo de por allí”, se negó, y les dijo a sus verdugos: “A mí me podéis matar y me vais a matar. Pero a mí no me toreáis”. No estaba dispuesto a hacerles parte del trabajo, vamos. […] “Fijaos si se nos puso chulo el tío”, prosiguió el escritor; “como si pudiera imponer condiciones […] Y encima instó a sus dos compañeros a negarse también”. […] “Como me llamo Antonio Marés, a mí no me toreáis”, insistió. […] “Pues mirad. Nada más os digo que en mala hora se le ocurrió emplear esa expresión, porque ¿sabéis lo que hicimos?”. “No, ¿qué?” […] “Lo toreamos” dijo con jactancia. […] “¿Qué quieres decir, que lo toreasteis?” “Eso. Que le tomamos la palabra y lo toreamos literalmente. Lo lidiamos”, contestó el escritor. “La idea fue del malagueño que le tenía ya ganas de antes. “Con que no, ¿eh?”, le dijo. “Tú te vas a enterar.” Y cogió la camioneta, se volvió para la ciudad y en menos de media hora estaba de regreso en el campo con todos los trastos. Allí mismo lo picamos un poco desde lo alto de la furgoneta haciéndole pasadas lentas, lo banderilleamos, y luego fue su paisano el que se encargó del estoque. Un tipo atravesado, muy cabrón, y se vio que tenía algo de práctica, le entró muy bien a matar, la primera hasta el fondo, cruzada en el corazón. Yo le puse solo un par de banderillas cortas, en lo alto de la espalda. […] A los otros dos los tuvimos de público y los obligamos a gritar olés. No les fusilamos hasta rematar la faena, en premio por haber cavado”. ‘Eso fue lo que contó durante el aperitivo el famoso y celebrado escritor’, añadió mi padre; ‘aunque cuando de verdad fue famoso ya sí que no lo volvió a contar. Tuvo exequias solemnes cuando murió. Creo que hasta un ministro muy democrático ayudo a llevar el ataúd’.[3]
Hace un par de semanas, en Pamplona, con la excusa de celebrar unas fiestas ¿? —muy parecidas y con la misma esencia, ya tenían lugar en Roma hace 2000 años— torearon más de cuarenta toros, con el mismo procedimiento que el utilizado con Antonio Marés; y eso que los toros no se negaron a nada.
 Quien haya sentido más repugnancia cuando ha leído la historia de Javier Marías que cuando he apuntado lo de los sanfermines, entonces no hay duda: ¡Esto es especismo!

Colau

Carnicerías de diferentes especies animales.




[1] Peter Singer. Liberación animal. Trotta, Madrid, 1999.
[2] Ibíd.
[3] Javier Marías. Tu rostro mañana. Alfaguara, Madrid, 2009. Págs. 665, 666 y 667.

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