Translate

sábado, 15 de abril de 2017

EL HAMBRE DE INMORTALIDAD



ENTRE LA ANGUSTIA Y LA MYSTICA 
 (Sobre el ensayo iii  de Del sentimiento trágico de la vida de Miguel de Unamuno)
El niño «es inmortal, pues nada sabe de la muerte» (Hölderlin 2008: 27). Esta cita describe acertadamente lo que fue Miguel de Unamuno entre 1864, año en que nació, y 1897, año en que publicó Paz en la guerra. Fue en ese año cuando se produjo una experiencia en su vida que le llevó a sufrir su gran crisis religiosa. Vivió días terribles, con una profunda crisis que hizo que la idea del suicidio le rondara la cabeza. Desechó la idea porque tenía una familia que mantener y un gran temor espiritual: las dudas que abrigaba sobre la inmortalidad (Salcedo 2005: 111). Este episodio ya no abandonaría nunca su memoria porque de él se derivó el gran problema de todo su pensamiento: el deseo de la inmortalidad humana, que se convirtió en el eje sobre el que se desarrolló toda su obra, no sólo en su pensamiento más cercano a la filosofía —que se puede identificar más claramente en sus ensayos—, sino también en su narrativa,  en novelas como Niebla. Unamuno creía que la inmortalidad proporciona a la muerte su más hondo sentido (Granjel 1957: 190), y permaneció marcado profundamente por este problema el resto de su vida. Unamuno había caído en un cierto agnosticismo en su etapa de universitario en Madrid y esta crisis la interpretó como una especie de conversión, un principio para recuperar la fe que había perdido hacía ya años. Una noche de marzo sufría insomnio. Daba vueltas en la cama con desasosiego. De pronto sintió que su corazón le fallaba y se vio en las garras del «ángel de la nada». Fue una terrible conmoción. Le sobrevino un llanto inconsolable. Entonces su esposa le abraza y, acariciándole, le dice: «¿Qué tienes, hijo mío?» Al día siguiente desaparece de casa y se refugia en el convento de los dominicos, donde pasa tres días rezando (Padilla 1985: 63).
Fruto de esta crisis religiosa, Unamuno escribió, y leyó en 1899 en el Ateneo de Madrid, un ensayo titulado «Nicodemo el fariseo»[1] que fue el primero de una obra que empezó a escribir y que, en un principio, tituló Meditaciones evangélicas pero que nunca llegó a terminar. No obstante, «el contenido de todas ellas, años más tarde, está refundido en Del sentimiento trágico de la vida» (Salcedo 2005: 117). En este texto aparecen ya esbozadas algunas de las ideas capitales de la filosofía unamuniana, como la idea del poder creador de la fe o las reflexiones sobre la inmortalidad, que se exponen en el ensayo «El hambre de inmortalidad».
Cincuenta y una citas en las escasas veinte páginas que conforman el ensayo, ilustran el enorme interés y preocupación que le supuso a Unamuno la inmortalidad como problema existencial crucial. Aunque no se puede entender el ensayo si no es como parte de un todo que conforma con el resto de ensayos, incluso la profundidad de su obra completa proyectada tanto en su vida literaria como  la de ser humano. La sed de inmortalidad emana del proceso de la voluntad a través de la conciencia trágica mientras que el hambre de inmortalidad motoriza el deseo de encontrar una manera de saciar este deseo. El primer vestigio de la consecuencia trágica es la relación entre la voluntad, tratando de hacer frente a la fe, y el conocimiento. El proceso de la fe, sin examinar el conocimiento a través de la lógica y la ciencia, lleva a la persona a modificar su condición ontológica anterior; en cambio, con la fe o la razón por sí solas, el hambre de inmortalidad se convierte en el objetivo principal de la voluntad. La fe proporciona seguridad de certeza, mientras que el conocimiento provoca la desaparición de la fe por medio de su escepticismo.
El escepticismo, la incertidumbre, última posición a que llega la razón ejerciendo su análisis sobre sí misma, sobre su propia validez, es el fundamento sobre que la desesperación del sentimiento vital ha de fundar su esperanza (Unamuno 2013: 142).
La duración real de la idea de una vida futura se desvanece, y la desaparición del cuerpo biológico es inevitable. Sin la capacidad de redimirse desde el corazón y el intelecto, una fuerte ansia de inmortalidad estalla de repente. El apetito de la eternidad no se ajusta ni a la fe ni a la razón; más bien, ya no busca una vida eterna o un sistema objetivo de la verdad, sino una garantía de la existencia material eterna.
El hambre de inmortalidad significa un insaciable esfuerzo de seguir existiendo eternamente en el mundo, y para Unamuno la voluntad es una representación abstracta del cuerpo del individuo que vive en el mundo físico. Gracias a ello, Dios de repente se convierte en un ideal; mientras que el conocimiento, con su escepticismo, revela la muerte. Para Unamuno, la racionalidad no es el fundamento de la verdad de la vida, sino la destrucción de la fe y de la propia inmortalidad. La voluntad se ancla a los sentimientos en lugar de la razón y actúa sobre la racionalidad de establecer el imperio de la voluntad sobre la razón. Esta actitud, piensa, debe ser el modelo para la filosofía:
La filosofía es un producto humano de cada filósofo, y cada filósofo es un hombre de carne y hueso que se dirige a otros hombres de carne y hueso como él. Y haga lo que quiera, filosofa, no con la razón solo, sino con la voluntad, con el sentimiento, con la carne y con los huesos, con el alma toda y con todo el cuerpo. Filosofa el hombre (Unamuno 2013: 57).
Los filósofos considerados Angst[2] ubican la génesis de su filosofía en el legado platónico, mientras que se cobijan en su propia filosofía para desleír su temor a la nada.
Unamuno extrae de Platón lo dudoso de nuestro ensueño de ser inmortales (Unamuno 2013: 75), simplemente para aportar aquella posibilidad que, más que alertar, pretende confirmar el discurso, y así lo confirma el propio Platón pues para él la muerte no es un catastrófico punto final, sino más bien un extraordinario punto de inflexión que conduce a un fin superior. Este viraje acerca el alma a lo «invisible», a lo «divino», a lo «racional», a la «forma una» (Platón 2008: 78). Estar muerto significa todo menos no ser. Por el contrario, la muerte eleva, profundiza, transfigura el ser. Estar muerto significa estar despierto, permanecer «concentrado en sí mismo» (Platón 2008: 72). Filosofar como morir significa matar lo corporal o sensible a favor de lo invisible y racional: «O es de todo punto imposible adquirir el saber, o solo es posible cuando hayamos muerto, pues es entonces cuando el alma queda sola en sí misma, separada del cuerpo, y no antes»  (Platón 2008: 45). El filósofo a de prestar atención a la muerte. La preocupación por la filosofía no es otra cosa que la preocupación por la muerte.
En cambio, para Hegel el individuo o lo finito tiene que perecer porque no es lo universal, o lo infinito. Su «inadecuación a la universalidad» es el «germen innato de la muerte» (Hegel 2005: 429). Pero en la muerte el individuo no es arrojado a la nada. Más bien, a través de aquella, es asumido, elevado y transfigurado en lo universal. La muerte es una «transición de lo individual a lo universal». No es un punto final, sino un «estadio de transición» (Hegel 1991: 98). Así pues, la muerte no es una catástrofe, sino un viraje y una vuelta a un ser superior, un «retorno» de lo negativo a lo positivo. En la muerte se borra la finitud del individuo y él se acerca a su fundamento infinito.
Cuando Heidegger dice que para Hegel la muerte no es ninguna «catástrofe», se nos plantea la pregunta por lo que se refiere a la propia concepción de la muerte en Heidegger, ¿en qué medida puede hablarse de una «catástrofe»? En todo caso la muerte constituye una «inconmensurable imposibilidad de la existencia» (Heidegger 2009: 278). ¿Alude quizá al carácter catastrófico de la muerte el hecho de que esta arroja el ser en lo absolutamente contrario, a saber, en la nada? En otro pasaje Heidegger caracteriza la muerte como «posibilidad suprema de entregarse a sí mismo». Llama la atención que él entiende aquí la muerte de manera activa. Por tanto, la muerte no es algo que el Dasein[3] deba sufrir alguna vez contra su voluntad. Entregarse a sí mismo sería quizá menos catastrófico que aquella pasividad en la que yo padeciera el final de mi vida viendo cómo la muerte pone fin a mi mismidad, a mi existencia. Afirma Heidegger que el Dasein vive olvidado de sí mismo o perdido en lo cotidiano. En la cotidianidad el Dasein se orienta por los modelos dados y familiares de percepción y acción en los que está inmerso el «uno». En este ámbito la muerte es una catástrofe por cuanto ella arranca al Dasein de lo que es obvio en la vida cotidiana, del mundo que le es familiar, y hace que este «se derrumbe en sí mismo» (Heidegger 2009:269). El miedo a la muerte como fallecimiento es un temple de ánimo débil. En cambio, es heroica la actitud de mirar a la muerte a la cara y de demorarse en ella. En una resolución heroica hay que asumir la angustia. «Angustia ante la muerte» no es angustia ente el final del ser, sino angustia ante el ser como tal, que ha de ser asumida por mí en mi aislamiento. En la «apasionada libertad para la muerte» (Heidegger 1926: 262) se da una actitud del espíritu completamente distinta. Esa libertad va unida a un enfático «yo soy», a una resolución heroica de asumir el sí mismo.
A pesar de una cercanía ontológica evidente, la muerte de los Angst se distingue de la mors mystica[4] en ciertos aspectos teológicos. Eckhart enseña que el «morir en Dios» está «animado» por la aspiración a una infinitud. En la «muerte divina» el alma se funde enteramente con Dios, para el que «nada muere» (Eckhart 1977: 190). En la muerte en Dios nada ha de perderse definitivamente. Una confianza profunda en la economía divina acompaña al morir en Dios: «La naturaleza no destruye nada, sin que dé algo mejor. Si esto hace la naturaleza, tanto más lo hace Dios: él nunca destruye algo sin dar otra cosa mejor» (Eckhart 1977: 188). La muerte en Dios sucede además por «amor» a él. La muerte ya no es una catástrofe.
Los Angst se refugian en la filosofía, que separa a la metafísica de la teología, aunque tomen de una y otra, pero, en ningún caso, se preocupan por los asuntos materiales, como hace Unamuno con el erostratismo que desdeña con referencias al Eclesiastés (Unamuno 2013: 83), o en los efectos aparentes de la muerte, para los que evoca implícitamente a Rilke (Unamuno 2013: 71-72).
BIBLIOGRAFÍA


Eckhart, Maestro. 1977. Tratados y sermones. Brugger. Buenos Aires. Versión digital
en https://es.scribd.com/document/88519051/Maestro-Eckhart-Tratados-y-Sermones.
Hegel, Georg Wilhelm Friedrich. 2005. Enciclopedia de las ciencias filosóficas.  Alianza Editorial. Madrid.
Hegel, Georg Wilhelm Friedrich. 1991. Estética II. Ediciones Península. Barcelona.
Heidegger, Martin. 2006. Prolegómenos para una historia del concepto de tiempo. Alianza Editorial. Madrid.
Heidegger, Martin. 2009. Ser y tiempo. Editorial Trotta. Madrid.
Padilla, Manuel. 1985. Unamuno, filósofo de encrucijada. Ediciones Cincel. Madrid.
Platón. 2008. Fedón. Editorial Gredos. Madrid.
Salcedo, Emilio. 2005. Vida de Don Miguel. Globalia Ediciones Anthema. Salamanca.
Sánchez Granjel, Luis[5]. 1957. Retrato de Unamuno. Ediciones Guadarrama. Madrid.
Unamuno, Miguel de. 2007. Nicodemo el fariseo. Ediciones Encuentro. Madrid.
Unamuno, Miguel de. 2013. Del sentimiento trágico de la vida. Alianza Editorial. Madrid.





[1] “Nicodemo el fariseo”, se publicó en Revista nueva 29. Madrid, 25 de noviembre de 1899
[2] En la filosofía de Heidegger, la angustia (Angst) designa el estado que sobreviene en el darse cuenta de que la existencia del ser-ahí no se sostiene en otra cosa que en ese tener que ser mismo. Se suele incluir dentro de este corpus a filósofos como Hegel, Husserl, Kierkegaard, Heidegger, Nietzsche, etc.
[3] Término que en alemán combina las palabras «ser» (sein) y «ahí» (da), significando «existencia». El sentido literal de la palabra Da-sein es «ser-ahí». Es un término utilizado por Heidegger como eje principal de sus reflexiones en su obra Ser y tiempo.
[4] Desde la perspectiva de la ascética religiosa, supone la extinción del ego. Para el cristianismo supone el abandonarse a sí mismo para, a partir de la fe, dejarse en manos de Dios.
[5] Luis Sánchez Granjel (1920-2014), médico e historiador de la medicina. Es más conocido como Luis S. Granjel. El apellido que se suele utilizar para sus citas es Granjel en lugar de Sánchez, por ese motivo en el trabajo se cita como (Granjel 1957: 190). En cambio en la bibliografía he detallado los dos apellidos en lugar de solamente el primero como sucede con el resto.




No hay comentarios:

Publicar un comentario