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jueves, 29 de junio de 2017

LA VERDADERA POLÍTICA EN LAS CIUDADES-ESTADO


Crítica del texto El nacimiento de la política, de Moses I. Finley
 

FINLEY, MOSES I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. 199 Págs.

Hannah Arent escribió: «No creo que sea posible ningún curso de pensamiento sin experiencia personal. Todo pensar es un repensar […]».[1] Parece evidente que la afirmación de la primera parte de la cita resulta imposible de aplicar en primera persona cuando tratamos de momentos históricos, experiencia que debe suplirse con el análisis de todos los datos disponibles, dando por ciertas las experiencias dejadas por escrito por los que las vivieron o, simplemente, los que las oyeron contar. Pero, si a lo anterior, le añadimos una escasez manifiesta de la información, no queda otra solución que aceptar de buen grado la segunda reflexión de Arent. Pensar y repensar, analizar, usar la lógica e interpretar los datos y, sobre todo, realizar el esfuerzo de situarse a pie de calle, en unas «sociedades cara a cara»,[2] como fueron la ateniense y la romana, para poder indagar en sus más atávicas costumbres y su más íntima psicología. Al hacerlo, Finley nos presenta un estudio escrupuloso de la vida pública en un lapso de tiempo que va desde el siglo vi a. C. con las reformas de Solón, hasta la caída de la res publica y el nombramiento de Augusto como primer emperador del Imperio romano. Se trata de un análisis eminentemente práctico del estudio de la política como actividad, de «las consecuencias del modo con que se lleva un gobierno, de las decisiones gubernamentales que se adoptan y de la ideología adscrita a él».[3] 
            Los entresijos de la política, el conflicto, el debate y las decisiones que toman los ciudadanos que detentan el poder, así como el ámbito en que se produce su legitimación —si es que se produce—, nos puede acercar a comprender las zonas más complejas de la sociedad. Para ello, Finley se basa en el análisis de las relaciones de poder y del debate político y social en las ciudades-estado de Grecia —especialmente Atenas y, en menor medida, Esparta—, y de las de la península itálica —esencialmente Roma. Para ello se sirve de cuatro conferencias que pronunció en la Queen’s University, de Belfast, en mayo de 1980 y de dos artículos posteriores, presentados en la Royal Danish Academy of Sciences and Letters en 1982. Todo junto hace que el texto no excluya ningún aspecto significativo para la comprensión de la política de las ciudades-estado. La participación política temprana de las clases populares libres, los efectos de las guerras —y stasis— y la conquista sobre la estabilidad política, así como las presiones ideológicas que influyeron en el curso de los conflictos internos, son temas sobresalientes en esta estimulante investigación de la naturaleza del gobierno en Atenas y Roma.
            Las diferencias de clase, especialmente entre ricos y pobres, y la detentación del poder son los temas tratados en el primer capítulo: «Estado, clase y poder», que comienza con unas palabras rotundas de Aristóteles: «[…] La diferencia real entre democracia y oligarquía es la pobreza y la riqueza».[4] Es un hecho, que existía una gran diferencia entre los que poseían el rango de ciudadano y el resto, entre los que se incluyen las mujeres dada su exclusión de la actividad política, la gran cantidad de esclavos y los metecos, atendiendo a las severas restricciones para acceder a la ciudadanía; pero  incluso dentro de los propios ciudadanos, se daba una gran diferencia de clases de carácter económico. En Atenas, Solón recibió el mandato de «reducir el poder de los ricos» y así lo hizo, pero sin dar demasiado poder a los pobres para que «no actuaran en su propio interés»[5], es decir, se trataba de remediar ciertas injusticias, pero no de alcanzar la igualdad entre clases sociales. En Roma la división de clases era más que evidente, y se lamenta Finley de que los historiadores modernos hayan podido mantenerse en silencio a este respecto. La república de Roma fue siempre una oligarquía y, pese al ideal de justicia presente en todo momento «no lograron mitigar la diferencia entre ricos y pobres».[6] Las sociedades, eminentemente agrarias, mantenían regularmente conflictos de clases y, de forma casi exclusiva, entre los acreedores propietarios de la tierra y los campesinos deudores de arriendos. Tras una serie de ejemplos, Finley se muestra convencido de la existencia de clases, de la conciencia de clase y del conflicto que, en sus relaciones, estas provocaron.
            El poder y la autoridad eran «monopolio de los acreedores aristocráticos»,[7] puesto que la importancia de los aristócratas se concentraba en su capacidad para controlar los recursos  y la mano de obra, tanto en beneficio propio —adquisición de armas y caballos para su uso, importación de artículos de primera necesidad—, como en beneficio de la comunidad —construcción de barcos, templos y realización de obras públicas en general. Pero la elección de los que debían gobernar, así como su modo de hacerlo, dependía, según Finley, de la estructura de la propia sociedad. Esta afirmación nos lleva a recordar la idea de Aristóteles en cuanto a que las formas de gobierno son reflejo de cada sociedad en un momento determinado. A partir de este punto, le interesa abordar los cambios que se produjeron en la participación ciudadana; así, en Roma, el patriarcado, a medida que fueron desapareciendo las familias patricias, «se vio desplazado por una nueva aristocracia (nobilitas), incorporando nuevos linajes (gentes), de los cuales una mayoría eran plebeyos».[8] En general, todas las ciudades-estado incorporaron campesinos y artesanos a la comunidad política como ciudadanos; «incluso los que carecían de la obligación de usar armas».[9] Fue un reconocimiento sin precedentes, que tuvo su simbolización en la subdivisión del estado en unidades territoriales más pequeñas, ‘demos’ en Atenas y ‘tribus’ en Roma.
            Resultan muy interesantes las referencias realizadas a la expansión hacia el exterior y la notable diferencia entre una ciudad y otra. Los atenienses, por su parte, tenían la necesidad de conseguir recursos, y tenían presente el papel que los extraídos de las minas de plata habían jugado en su desarrollo naval —y el papel de los trirremes— en su victoria en las guerras médicas; los romanos, en cambio, fueron incorporando comunidades vecinas cuyos territorios convertían en ager romanus e incluía a sus «conciudadanos en el cuerpo de ciudadanos romanos».[10]
            Un somero análisis sobre el ejército cierra este capítulo. En este aspecto hace hincapié en la potencialidad de Roma debido a la ingente migración que se produjo hacia esta ciudad desde otros territorios conquistados y desde las zonas rurales, esto les permitía la posibilidad de ser elegidos para percibir grano de forma gratuita, lo que hizo que, al final de la república, Roma dispusiera de un cuerpo de ciudadanos superior a los 320.000. Con esta población, los recursos humanos para la formación del ejército eran más que suficientes, pero destaca Finley algo que resulta curioso: Roma no utilizaba a sus ciudadanos para mantener el orden dentro de la propia ciudad, no dispuso nunca de policía alguna más que un pequeño grupo de esclavos, propiedad del estado y dispuestos a sus órdenes. Todo esto hace que Nicolet afirme de Roma algo que también es válido para la polis griega: «Durante todo el tiempo que el estado estaba en paz con sus vecinos, Roma no tenía ningún ejército».[11] Finaliza el capítulo con un apunte sobre la necesidad que tuvieron las ciudades griegas de utilizar, a partir del siglo iv a. C., y de modo creciente, a soldados mercenarios para sus guerras, y con una descripción de las fórmulas de reclutamiento, haciendo especial hincapié en las órdenes de leva de los strategoi, al diletus romano y al llamamiento a hombres voluntarios armados, que no estaban sujetos a disciplina militar alguna, para atender a las crisis internas sobre las cuales el ejército no tenía valor como fuerza coercitiva.
            Cómo fueron capaces, tanto griegos como romanos, de hacer cumplir las decisiones gubernamentales, desde la política exterior hasta los impuestos y sobre la guerra, es la pregunta que se hace Finley y con la que abre el capítulo segundo «Autoridad y patronazgo». Se apoya en la afirmación de Laski en cuanto a que las ciudades-estado carecían de los medios con los que «obligar a los oponentes del gobierno a doblegar su voluntad, a empujarlos a la sumisión».[12] Y firma que, los ciudadanos tanto de Atenas, Esparta y Roma, se caracterizaron por un alto grado de aceptación permanente de sus instituciones políticas y de las clases que las hicieron funcionar, lo que le induce a pensar que dicha aceptación de las instituciones y del sistema como un todo necesario «era existencial» y cuya legitimidad se basaba en «la existencia continua y con éxito».[13] Quizá una de las bases de esta aceptación procedía del ‘sentimiento’ entendido como el llamamiento a la patrios politeia o constitución ancestral en Atenas o a la res pública en Roma, que despertaban una «emotiva y cálida sensación de justicia».[14] Finley afirma que lo que realmente importaba era la capacidad que tenían ambas sociedades para mantener su «fuerte sentido de continuidad a través del cambio»[15] y su aceptación de lo que los griegos llamaron nomos, en su acepción de hábito o costumbre de la conducta social o política, y que los romanos llamaron mos, de ahí su voz latina mos maiorum o costumbre de los ancestros. Es lógico que los sentimientos atávicos nos lleven a los religiosos, puesto que nos encontramos ante sociedades eminentemente creyentes, por lo que no se emprendía una acción pública sin suplicar a los dioses previamente, lo que cargaba el calendario de días sagrados con multitud de rituales. Finley se plantea la posibilidad de que fuera la religión  la que proporcionó legitimidad a ese sistema ‘como un todo’: «El efecto psicológico de una participación continua, masiva y solemne en los ritos del estado […]»,[16] pero, ni encuentra razones para creer que la actuación política se encomendase siempre a la voluntad divina, ni que fuese un factor decisivo ni suficiente, en el proceso que llevó al sistema a adquirir «tan gran autoridad» y «conservarla durante mucho tiempo».[17] En consecuencia, para Finley, la estabilidad política se fundó básicamente en la aceptación del estatus por parte de todas las clases sociales. Analiza también la incidencia que pudo haber tenido la educación en la aceptación del sistema, pero la considera irrelevante. Eso no significa que, tanto «letrados como iletrados», no estuvieran «mucho mejor educados de lo que creen los historiadores»;[18] el contacto con la vida pública desde la infancia y la extensión de los derechos políticos a los campesinos, artesanos y tenderos evidenciaba una mayor educación política que lo que había significado hasta ese momento. Finley les supone educación política tanto a los letrados como a los iletrados, dado que el mundo antiguo fue ante todo «un mundo hablado y no escrito»,[19] no obstante, asegura Goody, Grecia y Roma fueron «sociedades realmente letradas y la facilidad de la lectura y escritura alfabética fue probablemente una consideración importante en el desarrollo de la democracia política en Grecia».[20] Como prueba de ello es que un código legal escrito fuese considerado fundamental para lograr el fin del monopolio del poder de la vieja aristocracia. Finley nos recuerda al «histórico Solón» en Atenas y al «legendario Licurgo» en Esparta, y luego hace referencia a «los cronistas de las xii Tablas y del posterior ius Flavianum».[21]
            No falta en este capítulo una referencia a la autoridad que suponían los jurados. En Grecia eran amplios y representativos, de muchos estratos sociales, pero nunca se desarrolló una clase profesional de juristas; mientras que en Roma, la interpretación jurídica se hizo altamente profesional, y, tanto juristas como tribunales, procedían exclusivamente de la élite letrada. Esta misma clase era la que tanto en Roma como en Grecia se hacía cargo de los costos del gobierno, incluyendo los militares, a no ser que se pudieran subrogar en los súbditos externos conquistados. En consecuencia, no tuvo que usarse la autoridad, en este aspecto, contra los propios ciudadanos, dado que las contribuciones directas sobre la propiedad o la persona —las capitaciones— eran una señal de tiranía y fueron rechazadas tanto por las democracias como por las oligarquías.
            En la segunda parte de este capítulo, Finley trata profundamente un tema importante en todas las ciudades-estado, es lo que Aristóteles llamaba el ‘patronazgo comunitario’ o ‘leiturgia’, es decir, un servicio público que se traducía en un gasto privado a gran escala, obligatorio o voluntario, para objetivos comunes —templos y obras públicas, espectáculos teatrales o de gladiadores, festivales y fiestas—, a cambio de la aprobación popular y, en ocasiones, en busca de la promoción política. En Roma, además del patronazgo, existía otra ayuda o protección que se otorgaba a la ‘clientela’. El cliente era un individuo de rango socioeconómico inferior que se ponía bajo el patrocinio de un patrón de estatus superior; aunque Finley no duda en utilizar la misma palabra para conceptualizar patrocinios similares que se daban en Grecia. Para dejar clara la incidencia que tuvieron los patronazgos en las ciudades-estado, Finley hace un repaso a las aportaciones de Pisístrato, Clístenes y Cicerón, en cuanto a los métodos utilizados para impedir que los individuos poderosos pudieran hacer uso de sus redes de patronos para fines políticos.
            Tras una reflexión sobre los fallos que pudieron darse en las ciudades-estado para «perder su independencia», ante «Macedonia en el caso de Atenas», o «Esparta y Roma que terminaron por ser víctimas de sus propios éxitos militares»,[22] Finley decide adentrarse minuciosamente en la actividad política y las acciones de gobierno, que desarrolla en el capítulo tercero, bajo el título de «Política». El ostracismo es un tema que Finley no podía olvidar dado su vertiente dual, por una parte como una ocurrencia curiosa para librar a los riesgos de una tiranía, pero por otra, como arma corrupta que se utilizó en repetidas ocasiones contra el adversario político. La información de que se dispone no da para más, pero tampoco para menos, que esta observación respecto a la anécdota de Plutarco, que pone en cuestión la honradez de algunos atenienses.
            La falta de información de Grecia contrasta con la «colección única de documentos antiguos»[23] de Roma: las cartas de Cicerón. Esta información es utilizada por Finley para tratar la corrupción política en Roma, y comprobar como Cicerón apoyó a Catilina para, solo dos años más tarde, tener que echar abajo la conspiración de este contra el poder establecido.
            Finley se adentra de lleno en la política como actividad y deja claro su criterio desde el principio, cuando se refiere a los motivos en virtud de los cuales no contempla en su estudio la época imperial. Argumenta con firmeza que «donde prevalece el principio Quod principi placuit legis haber vigorem (‘lo que el emperador decide tiene fuerza de ley’), hay gobierno de antecámara, no de cámara, y por tanto no puede haber política en el sentido que yo le doy».[24] Enunciados sus principios, se adentra en un análisis del nacimiento de la política que, según su opinión fue un invento griego o un invento que nació de forma separada de los griegos y de los etruscos o romanos. Da relevancia al dato de que el único estado no griego que aparece entre las 158 monografías que Aristóteles  elaboró sobre ‘constituciones’, fue Cartago, y descarta la posibilidad de que existiera un transvase de información de los fenicios en este sentido. Esta política incipiente tuvo que hacerse paso a paso salvando dificultades e imprevistos sin ayuda de precedentes o de modelo alguno. Como ejemplos paradigmáticos del notable alcance de la inventiva en el campo político, destaca los comitia centuriata. «Cualquiera que haya estudiado esta reforma romana creerá que no hay nada imposible», indica que afirmó E. Badian;[25] de la misma forma que David Hume encontró difícil de comprender la «singular y aparentemente absurda»[26] graphe paranomon, que se aplicaba en Atenas ya en el siglo v a. C. Griegos y romanos inventaron la política y también la historia política, pero el conocimiento de esta historia, según Finley, se hace impreciso, ya que los historiadores de la antigüedad escribieron la historia del «quehacer político»[27], que no es lo mismo que política, y solo se preocuparon de la técnica de hacer política en los momentos de conflicto agudo que acababan en guerra civil.
            Llega el momento para tratar en profundidad los temas que afectan al gobierno, su composición, las diferencias entre Grecia y Roma, la monopolización que de él hacen los ricos, la prevalencia militar a la política, la plena dedicación de los políticos, etc. Empieza destacando que todos los gobiernos participaron siempre de una estructura común tripartita. Todo gobierno de una ciudad-estado consistía al menos en una asamblea, un consejo y unos magistrados, cargos todos ellos, que se ejercían por poseer el simple estatus de ciudadano, como en el caso de la asamblea, con unas restricciones de permanencia dependiente de cada ciudad-estado y ciertas limitaciones para ejercer cargos públicos que Finley trata con detalle. Aunque pudiera parecer lo contrario, esta estructura tripartita no surgió de la separación de poderes —que desarrolló Montesquieu ya en la modernidad—, sino por la simple «necesidad de eficacia, de un mecanismo práctico».[28] El desarrollo de los modelos de comportamiento en los distintos ámbitos políticos tratados, son presentados por Finley con claridad y agudeza, pero concluye, acertadamente, que dichos comportamientos son «ininteligibles sin una comprensión de la política en juego».[29]
            La «Participación popular» es de vital importancia para Finley, por eso le dedica el cuarto capítulo, que lleva ese nombre, en el que realiza un amplio análisis del régimen electoral y de las relaciones que con él se establecen de acuerdo con los estamentos y órganos que intervienen, así como de las diferencias entre las ciudades estado, y todas y cada una de las peculiaridades que, debido al gobierno o a la propia idiosincrasia social, enriquecen el contenido de este capítulo.
            Debemos dejar de lado la creencia, tan consolidada en nuestra cultura actual, de que la democracia equivale a un régimen electoral, puesto que esta apreciación no debería tenerse en cuenta para el estudio de la política antigua. Régimen electoral es un concepto que entendemos perfectamente en la actualidad, pero que resulta «erróneo para Grecia, e inadecuado para Roma».[30] Todo esto lleva a Finley a un análisis en profundidad sobre la formación de los órganos de gobierno atenienses. Atiende al carácter público de la asamblea y sus ilimitados poderes; a los miembros del consejo elegidos por sorteo entre los ciudadanos de más de treinta años y sus limitaciones temporales para la detentación del cargo; a lo propio con los magistrados también limitados y no renovables en sus cargos. El sistema de rotación ateniense fortaleció la democracia directa de la asamblea y contribuyó a que un buen número de ciudadanos se convirtieran en experimentados hombres de política que, además, tenían la libertad de contribuir con su experiencia en las sesiones de la asamblea en cualquier momento. Finley nos ha llevado a este punto para reprochar a Tucídides, a Platón e incluso a muchos historiadores modernos, la falsa idea de que la mitad del pueblo ateniense decidía a partir de la ignorancia sobre los asuntos de estado de la otra mitad. Esto le permite iniciar un minucioso análisis sobre las condiciones normales de asistencia a la asamblea y un detalle de las eventualidades que podían acaecer en los debates, desde la puesta a prueba de los líderes, en cuanto a ese plus político que debían poseer, además de su inteligencia, conocimientos, carisma y su destreza retórica, hasta la preparación en profundidad de los temas a tratar en la asamblea y la consecución de adeptos para cada una de las causas tratadas. Toda una serie de ejemplos ilustran las maniobras preasamblearias que los partidarios de cada una de las partes interesadas realizaban para alcanzar la aprobación de sus propuestas en la asamblea. Destaca, en este aspecto, la concreción y claridad con que Finley desmenuza la actuación popular en el problema crucial, en cuanto a política exterior ateniense se refiere, que provocó Filipo de Macedonia.
            Destaca la interrelación que  en Roma se producía entre los asuntos militares domésticos y extranjeros, la falta de separación entre líderes civiles y militares y el papel de la gloria militar, y vuelve a incidir sobre el papel que la liberalidad pública y el patronazgo jugaban en la obtención del liderazgo, tal como ya había hecho en el segundo capítulo. La asistencia a las asambleas se veían limitadas debido a las grandes distancias entre la poblaciones rurales y la ciudad, sobre todo las más cercanas al Adriático y las próxima al lago Como y Venecia. Por si no fuera suficiente este impedimento, una ley adoptada en 286 a. C., prohibió las asambleas en días de mercado, para evitar que estas interfirieran  en el normal desarrollo de los negocios. Si bien, en este sentido, es importante la reflexión que propone sobre las palabras de Michels en cuanto a su propuesta de que la razón de esta ley fuese precisamente la inversa a lo esgrimido por sus defensores, es decir, el deseo de mantener alejados a «aquellos a quienes los líderes políticos de Roma habían citado a la ciudad para que dieran sus votos».[31] Aunque en Roma, la piedra clave de su estructura política era el senado —el consejo romano— más que la asamblea, y es a este cuerpo del que Finley afirma que «puede ser llamado con propiedad ‘el gobierno’»,[32] y esto, unido a la cantidad de impedimentos a la participación popular, hizo que casi nunca fuera posible decidir una acción gubernamental, a no ser que el senado la aprobara. No obstante, eso no impedía, en opinión de Taylor, que no hubiera estación del año que estuviera libre de votaciones asamblearias o ciudadanos participando de las «campañas preparatorias para votar sobre la elección de magistrados, aprobación de leyes o sobre acusaciones»,[33] argumentos cuyos acentos, Finley considera que no están puestos en las consideraciones correctas, y desarrolla razones que le llevan a cuestionar las argumentaciones de Taylor, enumerando una serie de evidencias que así lo demuestran.
            Para Finley, la consideración que tenían los gobernantes de Roma por los signos religiosos, es de vital importancia. Estos ejercían su derecho exclusivo de interpretar los signos sobrenaturales, dado que la «adivinación fue una actividad muy extendida en el mundo antiguo».[34] Esta creencia llegaba hasta tal punto, que los romanos dividieron el año en dies fasti, cuando se podían tratar los asuntos públicos, y dies nefasti, un tercio del año en el que era tabú cualquier acercamiento a los temas de decisión política. Por supuesto, Finley analiza los actos para hacerse con los favores de las divinidades, cuya petición de auspicios era un procedimiento corriente, hasta el punto de que una declaración de auspicios desfavorable era aceptada sin discusión alguna, lo que le lleva a esgrimir la afirmación de Fowler en cuanto que «un augur poseía el poder de veto en todas las transacciones públicas».[35] La conclusión a la que llega Finley es que, si bien la religiosidad era visible en todas partes y en todo momento, tanto para griegos como para romanos, la idea de manipulación directa de la religión en los temas importantes o intereses de las clases gobernantes, no tiene ninguna justificación; aunque resulta evidente que cualquier persona podía estar influida por un oráculo o un adivino, asegura que no existe ningún caso, por lo menos en Grecia, de que el oráculo de Delfos determinara la línea de conducta de un estado.
«La política no era simplemente un conjunto de procedimientos sin límites fijos sino también de resultados, y ese es el aspecto que voy a estudiar sistemáticamente».[36] Así es como se introduce Finley en el quinto capítulo, que lleva por título «Asuntos y conflictos políticos». Por descontado, se trata de un estudio profundo de todos los aspectos y razones del conflicto, que también van acompañados de años de quietud. Luchas por el poder, disputas en Roma, stasis en Grecia, las reformas, el carácter instrumental de la política y, después de un breve repaso a las conquistas y compensaciones de guerra, finaliza con un extenso análisis de la caída de las ciudades-estado. Resulta muy significativa la opinión que, sobre la política, cree que tienen los políticos profesionales, ya sea en el contexto grecorromano como en el contemporáneo. Para ellos «la política es una actividad de segunda clase, encaminada a lograr objetivos que, en sí mismos, no son políticos», mientras que para el resto de mortales, la política es enteramente instrumental: «los propios objetivos son lo que importa en definitiva».[37] Para desarrollar todo su análisis de los conflictos, toma como hilo conductor el estudio que realizo Astin sobre los últimos quince libros que se conservan de la Historia, de Livio, y que abarca la época comprendida entre el año 200 y 167 a. C., donde predominan  las guerras y las maniobras diplomáticas en el este, Macedonia, Grecia y Asia Menor, lo que llena de incertidumbres a Roma a cerca de las capacidades de esos nuevos adversarios, en gran medida desconocidos. En cambio Brunt, considera una época mayor, que abarca incluso la tratada por Livio, que va des el año 287 al 134 a. C., y a la que denomina la «era de quietud», precisamente porque había «cesado casi» la «agitación popular».[38] Para Finley, en cambio, quietud y agitación son conceptos relativos y nos alerta de los peligros de caer en la trampa de acotar la historia en mitades de siglo, siglos o milenios, advirtiéndonos que los individuos, que son los sujetos de los historiadores, vivieron en años y en décadas, no en siglos, y no vivieron en un estado permanente de disturbios callejeros y guerra civil, lo cual habría significado «el fin de la política y de toda sociedad política», por tanto no debe confundirse la ausencia de guerra civil con la ausencia de conflicto político.
El conflicto constitucional existía a dos niveles, por una parte tenemos las luchas por el poder, no solamente entre los de igual clase, sino que incluso las clases bajas lucharon por una participación en el gobierno y, cuando lo lograban, continuaba el conflicto al intentar, las clases altas, recobrar el monopolito político ‘usurpado’. Este, para Finley, es el principal motivo de la «oscilación entre oligarquía y democracia en todas las ciudades, acompañada de guerra civil, matanzas en masa, exilio y confiscaciones»[39]. El otro nivel se daba en las épocas de ‘quietud’, que suponía una época de cambios dentro del entramado constitucional existente, un proceso ininterrumpido y que muchas veces implicaba más resistencia y agitación que  dentro de lo que podemos entender actualmente como ‘reajustes’. Estos dos aspectos son puestos de manifiesto a continuación con algunos ejemplos que se desprenden de uno de los pocos fragmentos dispersos, encontrados entre las obras conservadas de Aristóteles, referidos a alguna de sus «157 Constituciones» perdidas, con especial énfasis a dos pasajes referidos en la Política,[40] sobre una oligarquía destruida por los ricos al verse excluidos de sus cargos, como ocurrió en varias ciudades-estado, dedicando especial énfasis a la ciudad de Masalia (Marsella). A este respecto, concluye que los historiadores modernos pueden hacer «tortillas sin batir los huevos»[41] en sus deducciones y que, en este caso, sacan la conclusión de que durante cinco siglos y medio «una aristocracia de nacimiento y riqueza siempre tuvo el poder en Masalia»,[42] sin que se mencione en ningún momento si existieron disturbios o reivindicaciones por parte del pueblo. Eso, sentencia Finley, supone una sordera total ante el lenguaje de Aristóteles, e, irónicamente, describe como un error metodológico «pretender que nuestros datos originales son tan completos, que el argumento del silencio vale para algo».[43] En cambio para Roma, los historiadores hacen una excepción, puesto que al referirse a las medidas adoptadas por la asamblea plebeya (concilium plebis), encabezan sus exposiciones con ‘la disputa entre clases’. Finley se siente incrédulo respecto a la narración de Livio, pero cree que el conjunto es correcto, sobre todo, en cuanto a que dos siglos de disputas continuas son imposibles en una sociedad organizada.
Es muy interesante el repaso que da a las múltiples acepciones de la palabra griega stasis, o quizás se debería hablar de diferentes grados hasta alcanzar su significación de ‘guerra civil’. El objetivo de una stasis era obtener un cambio en alguna ley o convenio, y cualquier cambio suponía una pérdida de derechos, privilegios o riqueza por parte de algún grupo o clase, «para quienes la stasis era sediciosa», aunque, bien mirado, «toda política es sediciosa en cualquier sociedad que tenga algo de participación popular, de libertad para la maniobra política».[44]
Después de recordar nuevamente el carácter instrumental de la política, el capítulo se adentra  en el estudio de los conflictos producidos como consecuencia de las reformas legales: «La lucha por las xii Tablas en Roma es la más espectacular y amarga que conocemos, pero la oscura tradición de los ‘legisladores’ griegos refleja la misma situación».[45] En Atenas, las reformas de Solón no hicieron que el rigor de la ley de la deuda desapareciera, sobre todo, teniendo en cuenta que las judicaturas en las disputas privadas, continuó monopolizada por la élite. El conflicto se daba en todos los campos de la política, pero Finley destaca los ocasionados especialmente por el reparto de tierras tras las conquistas o compensaciones de guerra, que se dieron con distinta intensidad y persistencia, tanto en la sociedad romana como en la griega. No obstante, tanto unos como los otros, no componían una sociedad cerrada e inmovilista, sino que llegados a los extremos de guerra civil o protestas organizadas, solían acabar «aceptando medidas ‘reformistas’».[46]
Para concluir el capítulo, Finley analiza las circunstancias conflictivas que, en el trascurso de cinco siglos, desembocaron en el cambio de las estructuras políticas  y la desintegración de las ciudades-estado. En Atenas, que se dio con mucha antelación respecto de Roma, se produjo al verse sometida por un poder superior, el macedonio, quedando relegada a una ciudad-estado con una «política insignificante, víctima de una fuerza exterior superior».[47] No fue hasta un centenar de años más tarde cuando Roma comenzó su declive republicano; se inició con las tensiones que llevaron al asesinato de Tiberio Graco en 133 a. C., la violencia que rodeó a Saturnino entre el año 103 y el año 100 a. C, la dictadura de Sila desde el año 88, la conspiración de Catilina en el año 63,  y finaliza con el asesinato de Julio Cesar y la guerra civil entre Antonio y el futuro Augusto, que desemboco en el nacimiento del imperio. Después de detallar minuciosamente todos estos acontecimientos, Finley afirma que «la política había dejado de ser un instrumento útil para el populacho, y se demostró que la solución definitiva era el fin, no solo de la participación popular, sino también de la propia política».[48]
El sexto y último capítulo, que desarrolla bajo el epígrafe de «Ideología», está dedicado en su totalidad al estudio de la legitimidad, advirtiendo, desde el primer momento, de la dificultad que supone aislar el principio que otorga legitimidad a un régimen. Finley presenta el problema aludiendo a la traición de Alcibíades al gobierno ateniense después de unirse al espartano contra el que había luchado. La pregunta que se plantea es clara: « ¿Cuáles son la naturaleza, los límites y la justificación de la obligación política? ».[49] En resumidas cuentas, por qué razón un ciudadano, al margen de la fuerza coercitiva, debería aceptar cualquier decisión tomada por el gobierno, que afecte a sus intereses privados, ya sean de carácter económico, judicial o incluso pongan en riesgo su propia vida misma, como en el caso de declarar una guerra, y, en consecuencia, qué es aquello que justifica u obliga a guardar fidelidad a las instituciones. El único intento conservado de un ‘argumento’ para justificar la obligación política, o cuando menos el único que Finley afirma conocer, aparece en el Critón de Platón, en el que este pone en boca de Sócrates y, en virtud del cual, este rechaza con firmeza el ofrecimiento de sus amigos de conseguir su fuga. Es el argumento del contrato mínimo: «Cualquier hombre que haya elegido a lo largo de toda su vida ser un ciudadano con residencia fija y que, además, ha ejercido su función en el consejo y ha llevado a cabo sus deberes militares, por todo esto ha estado de acuerdo en obedecer a la ley y a las decisiones de las autoridades legítimas. Por lo tanto, un acto de desobediencia, incluso cuando la decisión sea injusta, sería un error moral».[50] Detrás de este argumento se esconde, según Finley, una creencia fundamental «creída casi universalmente por los griegos y romanos, incluso por Platón y Aristóteles: la condición esencial para una polis auténtica y, por tanto, para una buena vida, es “gobierno por leyes, no por hombres”».[51] En el campo de la política, solo Platón y Aristóteles pueden recibir el título de pensadores sistemáticos y, aunque fueron los primeros y los últimos en tejer una coherente organización ideal de la sociedad, ambos fracasaron, admite Finley, y además admitieron su fracaso, «Platón al escribir las leyes, Aristóteles por el estado en que dejó los papeles que fueron publicados más de tres siglos más tarde con el título de Política, desorganizados, digresivos, incompletos, a veces incoherentes e inconsecuentes».[52]
Tanto las ciudades-estado griegas ‘estables’ como la Roma republicana hicieron gala de una amplia lealtad política durante prolongados períodos de tiempo, aunque también hubo otras que, incapaces de imponer una lealtad prolongada, se debatieron entre stasis y stasis. No obstante, respecto a la reflexión y discusión política, la diferencia entre griegos y romanos fue muy profunda, aspecto que toma cuerpo en las páginas siguientes de este capítulo, con referencias al modo y al tipo de ‘constitución’ que hizo que Roma fuera capaz de dominar en medio siglo la mayor parte del mundo habitado. La obra de Cicerón está llena de explicaciones valiosas sobre el funcionamiento del sistema político romano, incluso del modo con que se mantuvo a raya a la plebe, pero no hay nada de «análisis metanormativo»,[53] solo retórica, en la que Finley incluye las ideas estoicas de ‘ley natural’ y ‘razón natural’, de vital importancia en los escritos de occidentales desde los Padres de la Iglesia hasta nuestros días,  pero nada que nos indique el sentido de legitimidad o ilegitimidad. Lo que sí se discutió en Roma, desde sus inicios, fue la naturaleza de la justicia. Un estado era un instrumento de justicia, y, de acuerdo con esta, los estados se consideraban buenos o malos, justos o injustos, pero solo se utilizaba el término ‘ilegitimidad’ en los casos de tiranía. La justicia procedía de los dioses y estos dotaron al hombre de la capacidad de distinguir moralmente, y, por tanto, también políticamente; aunque ni la «religión griega ni la romana tuvieron doctrinas independientes y organización eclesiástica para legitimar a un gobernante o a un régimen concreto. No existía derecho divino en el mundo grecorromano, antes del triunfo del cristianismo».[54] Para finalizar, Finley quiere poner algunos acentos en temas tan trascendentes como la libertad o la igualdad ante la ley. Por supuesto que todos los ciudadanos eran libres, pero es obvio recalcar que el contenido real de ‘libertad’ varía considerablemente según la época o los lugares. En lo que sí estuvieron de acuerdo todas las ciudades-estado fue en aceptar el principio de libertad en las relaciones personales entre individuos, en la posibilidad de poder ser procesado ente la ley y en las relaciones entre un individuo y el estado en las que hubiera que someterse a la decisión judicial en caso de disputa.
Los atenienses fueron los que mejor ejemplificaron la ‘igualdad ante la ley’ o isonomía, pero que también llegó a significar ‘igualdad por la ley’, es decir, igualdad entre todos los ciudadanos en sus derechos políticos, una igualdad creada por la evolución constitucional y la ley. Por qué no se dio el paso, una vez obtenida ‘la libertad jurídica’, para alcanzar la ‘libertad política’, es de difícil respuesta; solamente la historia militar de Roma ofrece, para Finley, una parte de la respuesta, se trata de la obediencia como deber cívico, sin otras contraprestaciones. Los gobernados aceptaban generalmente la ideología de los gobernantes, cuyo exponente máximo en este sentido fue Roma. Pero luego, «cuando la ideología empezó a desintegrarse dentro de la propia élite, la consecuencia no fue aumentar la libertad política de los ciudadanos, sino, por el contrario, destruirla para todo el mundo».[55]






NOTAS

[1] Hannah Arent. Ensayos de comprensión: 1930-1954. 2005. Caparrós Editores. Madrid. Pág. 37.
[2] Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 44.
[3] Ibíd. prefacio, pág. 9.
[4] Aristóteles. Política (1279b6-40). En Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 11.
[5] Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 13
[6] Ibíd. Pág. 18.
[7] Ibíd. Pág. 25.
[8] Ibíd. Pág. 28.
[9] Ibíd. Pág. 28.
[10] Ibíd. Pág. 31.
[11] Nicolet (1976), pág. 134. En Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 33.
[12] Laski (1935), págs. 26-27. En Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág.39.
[13] Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 40.
[14] Ibíd.
[15] Ibíd. Pág. 41.
[16] Ibíd. Pág. 42.
[17] Ibíd. Pág. 43.
[18] Ibíd. Pág. 44.
[19] Ibíd. Pág. 45.
[20] Goody (1968), Págs. 42 y 55.  En Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 46.
[21] Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 47.
[22] Ibíd. Pág. 70.
[23] Ibíd. Pág. 72.
[24] Ibíd. Pág. 74.
[25] E. Badian, «Archons and Strategoi», en Antichthom, 5 (1971), págs. 1-34, en pág. 19. En Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 76.
[26] «Hume’s Early Memoranda, 1729-1740», E. C. Mossner, ed., en Journal of the History of Ideas, 9 (1948), págs. 492-518, n. 37. En Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 76.
[27] Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 76.
[28] Ibíd. Pág. 81.
[29] Ibíd. Pág. 94.
[30] Ibíd. Pág. 96
[31] Michels (1967), pág. 105. Livio, 7, 15, 12-13.  En Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 116.
[32] Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 118.
[33] Taylor, Lly Ross (1966, I). En Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 120.
[34] Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 123.
[35] Fowler (1911), pág. 305.  En Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 125.
[36] Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 128.
[37] Ibíd. Pág. 129.
[38] Brunt  (1971 a), pág. 13. En Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 132.
[39] Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 134.
[40] Aristóteles. Política (1305b2-12 y 1321a26-35).
[41] Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 139.
[42] Clavel (1974), págs. 902-907. En Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 139.
[43] Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 139.
[44] Ibíd. Pág. 140.
[45] Ibíd. Pág. 142.
[46] Ibíd. Pág. 145.
[47] Ibíd. Pág. 154.
[48] Ibíd. Pág. 159.
[49] Ibíd. Pág. 161.
[50] Ibíd. Pág. 177.
[51] Ibíd.
[52] Ibíd. Pág. 162.
[53] Finley, M. I. 1986. El nacimiento de la política. Crítica. Barcelona. Pág. 168.
[54] Ibíd. Pág. 173.
[55] Ibíd. Pág. 184.


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