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martes, 14 de mayo de 2013

Nadie pone flores sobre la tumba de una flor


“Mortales” somos únicamente los seres humanos, no porque el resto de especies vivas no se mueran (que lo hacen), sino porque somos los únicos que tenemos conciencia de ello. Venimos de la nada. Entramos en un espacio temporal provisionalmente y regresamos a la nada que nos dio un recreo. ¿Qué hacemos en esta porción de espacio-tiempo donde coincidimos con algunas generaciones de nuestra propia especie, durante la efímera permanencia en él? Conocemos a semejantes, estudiamos lo que otros han descubierto o investigado, aportamos, o no, algo de nuestra parte, creamos si tenemos capacidad, y si no, procreamos que resulta bastante más fácil y más caro (garantizamos que seguirá habiendo gente, para que el sufrimiento no desaparezca nunca). En conclusión: vivimos. Pero lo más importante (para algunos, ni eso) es la huella que dejamos al finalizar nuestra estancia en esta realidad. Alguien que nos ha querido, alguien que nos admira por nuestras obras, alguien que nos odia por sus envidias, alguien que nos tenía cierta simpatía, porque éramos buena gente, es decir, nos querían simplemente por nuestra mediocridad, por no sobresalir de la triste media… Pero, de repente, ya estamos muertos (“extraño no seguir deseando los deseos”). En estos momentos pasamos a ser nada: sin sentimientos, sin sentidos, sin recuerdos, sin expectativas, sin nombre, sin domicilio, sin móvil, sin Facebook,  sin futuro, sin pasado, sin amores, sin diversiones, sin ilusiones: dormir sin soñar, (“estar muerto es un trabajo penoso”). Rilke es, para mí, el mejor poeta, y estas afirmaciones (en cursiva), son románticas y hermosas, pero falsas. Cualquier sentimiento de un muerto es creado y materializado por los vivos o, mejor dicho, cualquier pensamiento sobre el instante después de la muerte, sólo puede ser versificado por un vivo. Mientras tanto, aquellos que nos recuerdan con especial aprecio suelen llevar flores a nuestra tumba, o al lugar donde se han esparcido las cenizas. No vamos a interpretar estas flores como el aparato reproductor de un vegetal, sino  como el símbolo de que alguien se sigue acordando de nosotros en nuestra ausencia definitiva. La metáfora de un recuerdo.

Las flores se marchitan y, si alguien nos sigue recordando con aprecio, las cambiará por otras frescas como muestra de la constancia de sus recuerdos. Mientras existamos en la mente de alguien, estaremos vivos o no del todo muertos dentro de la realidad cotidiana de esos deudos o amigos: soñaran con nosotros, nos hablarán y nos tocarán. Pero llegará cierto día en que la última persona que tenía un recuerdo de nosotros, también desaparecerá. Ya no habrá nadie que renueve las flores. Pasaremos a ese lugar irreal e inexistente, ese lugar que ni siquiera aparece en los sueños, donde van los olvidados, los desterrados definitivamente de este mundo, caeremos en “la oscura espalda del tiempo” (Javier Marías). Donde van los no nacidos, los muertos anónimos, los que pudieron ser y no fueron y los que fueron pero ya no son.

Ya sólo quedará de nuestro recuerdo unas flores marchitas, muertas, a las que nadie reconocerá, puesto que nadie recordará quien las puso, nadie las va a enterrar, nadie va a ocuparse de un recuerdo inexistente. ¿Quién iba a enterrar la flor? Y más aún, ¿quién se acordará jamás de los recuerdos que sobre nosotros existieron? ¿Quién pondrá una flor sobre estos recuerdos? ¿Quién podrá flores sobre la tumba de una flor(*) ? “Es extraño sin duda no habitar ya la tierra…” (Rainer Maria Rilke)

(*) Parte del estribillo de la canción de Tom Waits “Flower’s grave”

Colau

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