Esta entrada creo que no merece ninguna introducción. Es lo que es. Y quiere decir lo que quiere decir. Si alguien busca intenciones incomprensibles, que no se apure, que piense en la Navaja de Ockhan: la explicación más sencilla...
¿Dignidad?
Cuando
escuchamos la sentencia “tienes la obligación de…” nos ponemos inmediatamente a
la defensiva. Pensamos que estamos siendo objeto de abuso, autoritarismo o injusticia
siniestra, porque lo que nosotros tenemos, en un país libre, son “derechos”, y
nos sentimos vilipendiados cuando nos sitúan en el lugar destinado al
sometimiento. Esta situación es tan habitual como erróneo nuestro
planteamiento a la hora de aceptarlo. Claro que tenemos derechos, incluso algunos
inalienables por el simple hecho de ser humanos, pero también tenemos
obligaciones, y éstas, precisamente, son las que aseguran la libertad de los
demás, es decir, la nuestra.
Somos
libres para elegir nuestros valores morales, así como ponderar nuestras
acciones mediante el sentido más abstracto del homo sapiens, “la razón”.
Los
seres humanos tenemos la libertad de cambiar, de decidir lo que queremos ser, y
la obligación de aceptar lo que son los demás, así como su derecho a cambiar.
Esta aceptación y reconocimiento que tienen los demás para con nosotros, este
respeto del que nos sentimos acreedores, es lo que entendemos como “dignidad”,
Blaise Pascal dice que “la dignidad del hombre está en el pensamiento”, como si
éste fuera un ente abstracto. Evidentemente, cualquier sentimiento o creencia es
fruto de la mente de cada uno. El reconocimiento de que nuestros derechos se vean
respetados hace que nuestra mente, nuestro yo, se sienta dignificado. Mientras
que, si alguien conculca nuestros derechos, de la misma manera que nosotros
podemos tiranizar los de los demás, entonces sentiremos nuestra dignidad
sometida y despreciada. Que todos los humanos nacemos libre e iguales en
dignidad y derechos, según la Declaración Universal de Derechos Humanos,
significa que todos los humanos tenemos la obligación de permitir que esta
igualdad se dé también en los demás.
Solemos
valorar la dignidad en relación a la sensación de respeto que creemos recibir
de los demás. Esto nos ocurre tanto en la vida privada como en el trabajo: nos
dignificamos cuando mantenemos una vida privada en sentido de igualdad, y
cuando las condiciones laborales se establecen desde la misma perspectiva. La igualdad
es lo que nos hace humanos. El animal más fuerte come más que el débil. El ser
humano debe poder alimentarse todos los días, independientemente de sus
capacidades y facultades, puesto que éstas nos diferencian, en el sentido de
que nos hacen únicos, pero a la vez nos igualan en cuanto que nos otorgan
capacidades y facultades a todos los representantes de la raza humana. La
igualdad nos dignifica. Pero en esta sociedad, llena de vanidades individuales,
de falta de valores racionales y espirituales, de vacío de principios éticos,
de un desprecio continuo hacia la estética, en beneficio de la tecnocracia, el
análisis de balances y la consecución de objetivos; en esta sociedad sólo
existe igualdad en razón del pusilánime, del apocado y el cobarde y, por
compensación, en razón del vanidoso, del ególatra, del egoísta, del
presuntuoso, del cacique y del depredador. Y resulta que a veces aparecen
congéneres de ambas características en los dos mundos sociables, el privado y
el laboral. Cuando éstos aparecen en nuestro mundo privado, tanto si son
pusilánimes como ególatras, se mandará al traste la viabilidad de cualquier
proyecto de convivencia, y mermará la dignidad en proporción a la pérdida de
autoestima que la situación genere. De la misma manera, si un individuo falto
de principios se nos cruza en la vida laboral, puede llenar de ruindad nuestros
momentos de mayor explosión intelectual. El explendor de nuestra vida coincide con el ejercicio de nuestra profesión.
El
directivo prepotente, egoísta y malvado, no solamente lleva a la ruina a la
empresa, sino que es capaz de llevar a la más absoluta miseria al empleado. Es
capaz de indignar, de menguar la dignidad de los empleados para absorberla y
alardear de ella frente a una sociedad siempre sumisa y dispuesta a lamer las bisectrices
de los más repugnantes ladrones de igualdad.
La
desigualdad humilla a una de las partes, pero cuidado, no dignifica a la otra,
sino que la consagra a la degradación social y humana. A la ruindad de los
valores que deberían prevalecer en un estado, mal llamado de derecho, en el que
sus ciudadanos se ven sometidos a las
más humillantes bajezas para mayor gloria de los soberbios patronos, políticos adjuntos
y sindicatos afines, zombis de la ideología laborista. Y todas esas razas de
perros de presa o lamedores, que de todo hay (perdón a tan digno animal),
siempre dispuestos a acatar las órdenes de su amo, puesto que sin órdenes son
incapaces de actuar, se quedan parados, congelados, con un cerebro alimentado
por media arroba de hielo que refrigera el resto de masa corpórea para que no
huela. La putrefacción de su esencia misma, de ser vivo e inhumano, aunque haya
sido concebido por dos seres humanos y nacido vivo, infectan la realidad de los
grupos de ciudadanos honrados, trabajadores, viandantes de un mundo incierto
que terminará, más pronto que tarde. Suerte que el consejero está en el mismo
bombo.
Me
estoy perdiendo en sentimentalismos. Dignidad es lo que nos quieren arrebatar a
algunos trabajadores, y que ya han arrebatado a más de siete millones. Dignidad
es lo que les falta a los robots que habitan los ministerios, a los perros
falderos de las direcciones generales, a las babosas que se arrastran por los
pasillos del congreso.
Queridos
conciudadanos, queridos amigos que estáis en mi misma nave: recuperemos la
dignidad. Sólo nuestros actos están en posición de devolvérnosla. A veces hay
que estar dispuestos a perder doscientos euros y ganar un motivo para mantener
la cabeza bien alta, aunque sea de rodillas en el infierno.
Colau
Colau
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