La concentración tuvo lugar enfrente de la oficina de Sa Nostra de la calle Aragón de Palma.
Este acontecimiento me ha sugerido el siguiente relato corto...
¿Movilización o justicia?
Bajaba la calle Aragón en dirección al centro. Había estado pidiendo, quizás dignamente en un semáforo, o quizás se deshizo de su hatillo de oprobio en alguna papelera. Cuánto tiempo llevaría esa papelera sin ser vaciada. La ignominia lo desborda todo, el hatillo no era grande, pero no cupo en el recipiente: es una infamia que un transeúnte pise la humillación esparcida por la acera. El hombre, avejentado, con la mirada, lejana, más allá de las grises y atabletadas baldosas del suelo urbano, en las tinieblas de la desesperación, sólo caminaba.
Se movía inseguro, balanceándose, cualquiera diría que su ebriedad no le permitía flexionar sus rodillas resecas, que le obligaban a andar como dando saltos hacia arriba, hacia adelante, hacia ninguna parte.
Tras de sí, le seguía un rebufo de soledad, de desahucio, de engaño consentido por la ilusión de lo que fue, durante un efímero sueño, felicidad detenida.
En la faltriquera de su pantalón, un bulto, liberador por si fuera menester, acero templado para efectuar los pagos para los que otros usan dinero, único patrimonio para la subsistencia, o la venganza.
Juan, muchos desahuciados se llaman Juan, está delante de lo que fuera, en su momento, el Bar Güell, ahora es una entidad bancaria, otra encantadora de serpientes como la que hace esquina justo en frente. A esta otra, Juan no la perdona. No hubo manera de llegar a un acuerdo para satisfacer los vencimientos atrasados, y no tuvieron compasión (“compasión” que palabra más denostada). Sus pertenencias se fueron cayendo del armario, a la sazón roto, de su vida. No queda asomo del orgullo que sintió un día de ser quien era, de ser quien fue. Sus pasos, saltones, le hicieron cruzar lenta pero provocativamente los pasos de peatones con semáforos en rojo, como un reto a los conductores: sus suertes no se cruzaron. Mercadona, calle Uetam, y una nueva librería especializada en arte. Juan siempre había gustado del arte. Nadie lo diría. La discriminación intelectual es directamente proporcional a la degeneración de los harapos ataviados. Él mismo, estaba convencido de que la estética es un placer que le abandonó hace tiempo. Sintió los temblores de la ética navegar por las alcantarillas, debajo de sus pies, camino de un sumidero inexorable.
¿Qué pasa? ¿Qué hace toda esta gente ahí? Delante de una oficina bancaria, la misma de enfrente del Bar Güell, una horda de “bienvestidos”, rodeados de policía, hacían sonar sus pitos, agitaban banderas y exponían pancartas a los transeúntes. Le impedían el paso. Parece que reivindican el derecho a su puesto de trabajo. Él lo perdió hace tiempo, ya no se acordaba, y terminó el paro, y su madre murió y dejó de vivir a costa de su pensión. Estos que gritaban y se saludaban efusivamente, parecían alegres, esperanzados, felices dentro de su preocupación festiva. No tuvo alternativa y se adentró en la multitud, abriéndose paso con empujones inevitables e insensibles. Miró a su izquierda y vio el cajero automático de la entidad en cuestión. Él no tiene tarjeta alguna: no tiene cartera, no es nadie. Sólo su navaja en el bolsillo trasero, último reducto de valentía para el cobarde del semáforo. El cobarde de la vida.
La imagen del cajero le incomodó y le humilló. Tropezó con un hombre joven, luego con dos mujeres, más maduras. Las esquivó, pero con cierto requiebro, pues, quien tuvo, retuvo. El asomo de sonrisa que había acariciado sus labios se tornó hielo en sus ojos. Su corazón, después de un doble mortal se paralizó. La cara que le dijo que no había nada que hacer con su demanda, que le iban a desahuciar, estaba allí, justo delante de sus ojos, ahora sin mesa de por medio. La policía no permitía que la masa se adentrara en la calle, estaban acorralados por la seguridad. De repente, el cuerpo de Juan se llenó de amaneceres rotos por los sonidos del tráfico. Su mirada se embarcó en un viaje más allá del horizonte razonable. Lo tenía ahí. Le entró un hambre repentina y, con un golpe de angustia y de justicia, buscó en el bolsillo trasero de sus pantalones raídos.
Colau
Colau
Bona matinada, Colau. Estic content de retrobar-re, ja que ara no te veig per Babel (més que res perque no hi vaig des de el passat juny).
ResponderEliminarabraços
També estic molt content. Esper que coincidiguem qualca vegada, mal sigui per fer un vi.
EliminarGràcies per visitar es blog.
Una abraçada