“Mortales”
somos únicamente los seres humanos, no porque el resto de especies vivas no se
mueran (que lo hacen), sino porque somos los únicos que tenemos conciencia de
ello. Venimos de la nada. Entramos en un espacio temporal provisionalmente y
regresamos a la nada que nos dio un recreo. ¿Qué hacemos en esta porción de
espacio-tiempo donde coincidimos con algunas generaciones de nuestra propia
especie, durante la efímera permanencia en él? Conocemos a semejantes,
estudiamos lo que otros han descubierto o investigado, aportamos, o no, algo de
nuestra parte, creamos si tenemos capacidad, y si no, procreamos que resulta
bastante más fácil y más caro (garantizamos que seguirá habiendo gente, para
que el sufrimiento no desaparezca nunca). En conclusión: vivimos. Pero lo más
importante (para algunos, ni eso) es la huella que dejamos al finalizar nuestra
estancia en esta realidad. Alguien que nos ha querido, alguien que nos admira
por nuestras obras, alguien que nos odia por sus envidias, alguien que nos
tenía cierta simpatía, porque éramos buena gente, es decir, nos querían
simplemente por nuestra mediocridad, por no sobresalir de la triste media… Pero,
de repente, ya estamos muertos (“extraño
no seguir deseando los deseos”). En estos momentos pasamos a ser nada: sin
sentimientos, sin sentidos, sin recuerdos, sin expectativas, sin nombre, sin
domicilio, sin móvil, sin Facebook, sin
futuro, sin pasado, sin amores, sin diversiones, sin ilusiones: dormir sin
soñar, (“estar muerto es un trabajo
penoso”). Rilke es, para mí, el mejor poeta, y estas afirmaciones (en cursiva),
son románticas y hermosas, pero falsas. Cualquier sentimiento de un muerto es
creado y materializado por los vivos o, mejor dicho, cualquier pensamiento
sobre el instante después de la muerte, sólo puede ser versificado por un vivo.
Mientras tanto, aquellos que nos recuerdan con especial aprecio suelen llevar
flores a nuestra tumba, o al lugar donde se han esparcido las cenizas. No vamos
a interpretar estas flores como el aparato reproductor de un vegetal, sino como el símbolo de que alguien se sigue
acordando de nosotros en nuestra ausencia definitiva. La metáfora de un
recuerdo.
Las
flores se marchitan y, si alguien nos sigue recordando con aprecio, las
cambiará por otras frescas como muestra de la constancia de sus recuerdos.
Mientras existamos en la mente de alguien, estaremos vivos o no del todo
muertos dentro de la realidad cotidiana de esos deudos o amigos: soñaran con
nosotros, nos hablarán y nos tocarán. Pero llegará cierto día en que la última
persona que tenía un recuerdo de nosotros, también desaparecerá. Ya no habrá
nadie que renueve las flores. Pasaremos a ese lugar irreal e inexistente, ese
lugar que ni siquiera aparece en los sueños, donde van los olvidados, los
desterrados definitivamente de este mundo, caeremos en “la oscura espalda del tiempo” (Javier Marías). Donde van los no
nacidos, los muertos anónimos, los que pudieron ser y no fueron y los que
fueron pero ya no son.
Ya sólo quedará de
nuestro recuerdo unas flores marchitas, muertas, a las que nadie reconocerá,
puesto que nadie recordará quien las puso, nadie las va a enterrar, nadie va a
ocuparse de un recuerdo inexistente. ¿Quién iba a enterrar la flor? Y más aún,
¿quién se acordará jamás de los recuerdos que sobre nosotros existieron? ¿Quién
pondrá una flor sobre estos recuerdos? ¿Quién podrá flores sobre la tumba de
una flor(*)
?
“Es extraño sin duda no habitar ya la
tierra…” (Rainer Maria Rilke)
(*) Parte del
estribillo de la canción de Tom Waits “Flower’s grave”
Colau
Colau
M'AGRADEN SES TEVES FLORS. MiNCLU.
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